Dámaso Alonso: Tres conocimientos de la obra poética

La pregunta de siempre: ¿desde dónde leer y escribir poesía? No hay una fórmula, pero hay caminos que vale la pena transitar para responder a estos cuestionamientos. Uno de ellos es que ha abierto en la lengua española Dámaso Alonso (1898-1990). Proponemos aquí la lectura del primer, segundo y tercer conocimiento de la obra poética, textos que hacen parte de ese monumento de la crítica que es Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, publicado en 1981.

 

 

 

Primer conocimiento de la obra poética: El del lector

 

Dos son los conocimientos normales de la materia literaria, digamos, en especial, de la poesía, puesto que el presente libro va a versar sobre poesía. No olvidemos una verdad de Pero Gru­llo: que las obras literarias no han sido escritas para comentaristas o críticos (aunque a veces críticos y comentaristas se crean otra cosa). Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, ino­centísimo y profundamente interesante: “el lector”. Las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas, sino para ser leídas y directamente intuidas. Ni el Quijote se creó para los cervantistas (aunque haya algún cervantista que piense de otro modo), ni el teatro de Shakespeare para la filología alemana. El árbol está ahí para recrearnos con su sombra o para alimentarnos con su fruto, o simplemente para ser una delicia de los ojos ahora que el viento graciosamente lo cimbrea. ¿Quién pensaría que nació para que desgarremos sus partes, para que las escudriñemos, para que apliquemos a su cerne el microtomo y sometamos las más se­cretas células a nuestra curiosidad microscópica? ¿Monstruoso, no?

Pues este crimen lo intentan, día a día, eruditos dieciochescos a palo seco y filólogos de los que tienen por lema “spiritus occidit”.

A ambos lados de la obra literaria hay dos intuiciones: la del autor y la del lector. La obra es registro, misterioso depósito de la primera, y dormido despertador de la segunda. La obra supone esas dos intuiciones, y no es perfecta sin ellas. Exagerando la dirección de nuestro concepto, diríamos que la obra principia sólo en el mo­mento en que suscita la intuición del lector., porque sólo entonces comienza a ser operante.

El primer conocimiento de la obra poética es, pues, el del lec­tor, y consiste en una intuición totalizadora, que, iluminada por la lectura, viene como a reproducir la intuición totalizadora que dio origen a la obra misma, es decir, la de su autor. Este cono­cimiento intuitivo que adquiere el lector de una obra literaria es inmediato, y tanto más puro cuanto menos elementos extraños se hayan interpuesto entre ambas intuiciones.

 

Intuición artística e intuición científica

¿Cómo es, en qué consiste la revelación de un contenido de arte, esa iluminación que una mente transmite a otra? Estas intui­ciones (la del creador y la del lector) literarias, artísticas, se dife­rencian de la científica (mucho más simple) en que movilizan, por decirlo así, la totalidad psíquica del hombre: la memoria, a la cual llamamos fantasía cuando —en un estado lúcido, que tiene sin em­bargo relación con el ensueño— entremezcla con libertad sus datos, al par que los actualizó (realidad ilusoria: se trata de una intuición fantástica); la voluntad, que matiza afectivamente la imagen, de­seada o repelida (aunque con “querencia” no práctica, es decir, sin finalidad posesoria: se trata de una intuición afectiva); y en fin —en literatura— básicamente el entendimiento (se trata de una intuición intelectual). Científicamente, intuimos con sólo una veta de nuestra psique (la intuición científica no es fantástica, ni es afectiva). Estéticamente, intuimos con toda nuestra psique, puesta de modo automático en una especie de vía muerta, o de ensueño, o de momentánea infancia, o de día de domingo, es decir, en un estado no hábil, no práctico, no comercial, puro, libérrimo, ilu­minado. La intuición literaria, la del ensueño y la del juego infan­til, son fenómenos relacionados. Pero el lector sabe que sueña, sabe que sabe que juega.

Este conocimiento (al que llamamos primer conocimiento lite­rario, o del lector) tiene de característico, también, el ser intras­cendente: se fija o completa en la relación del lector con la obra, tiene como fin primordial la delectación, y en la delectación termina.

Intuiciones parciales e intuición totalizadora

Pensemos ahora en una novela. Por el lector pasa como un ro­sario, una serie continua de intuiciones. Una impulsada quilla va dejando una estela de luz en la imaginación, y constantemente, du­rante la lectura, se abre más y más, rasgando una compacta oscu­ridad de no ser.

Cada momento de ese avance o de esa iluminación tiene su importancia. Pero cuando hablarnos de la “intuición” de la obra, nos referimos a la visión, a la comprensión de la obra como con­junto, más exactamente, como organismo. Es una intuición que procede de toda esa serie de intuiciones parciales. La obra puede ser tan breve como una desnuda coplilla de la tradición castellana, tan larga como la Divina Commedia o el Quijote. La imaginación (es decir, ese espejo en el que se nos combinan formando como una nueva realidad datos —antes inconexos— de la memoria) ha podido ir reflejando sólo unas cuantas deliciosas o angustiosas imá­genes o miles de ellas (intuiciones parciales); la intuición de la obra es una imagen total, no suma de las parciales, aunque elevada sobre ellas. Aunque de todas ellas necesita, la intuición totalizadora suele ser muy simple. Es también inexpresable, inefable. A veces, sin embargo, nos gusta ligarla a imágenes sensibles: siempre, por ejemplo, se me ha ligado la poesía de Dante a una gran blancura y he visto la Divina Commedia como una luz central, blanca, on­deante. Cada obra literaria (y cada obra de arte) es un espacio abierto en nuestra imaginación, poblado allí para siempre, encen­dido allí para siempre, un día interior que luce en nuestra alma y que ya no se extinguirá sino con nuestra conciencia.

 

Un ejemplo

Tomemos un ejemplo sencillo: una obra literaria breve: un so­neto. Allá en los últimos finales del siglo XIII, Dante (puesto que hemos mencionado a Dante), lleno de dulzura a la contemplación de una mujer (¿realidad de hueso y carne o sueño sólo?), escribió el siguiente soneto…

…Pero esta maldición babélica (por la que somos hombres y por la que existe ese prodigio del intercambio literario, ¿podemos imaginarnos el hastío de una sola lengua y una sola literatura?), esta maldición babélica, digo, nos obliga aquí a meter una falsilla al discurso; la falsilla será una modestísima traducción —ancilla ostiaria— que no pretende sino ser suficientemente fiel y volver en castellano el contenido del italiano, verso a verso:

 

Tan gentil, tan honesta, en su pasar,
es mi dama cuando ella a alguien saluda,
que toda lengua tiembla y queda muda
y los ojos no la osan contemplar.
Ella se aleja, oyéndose alabar,
benignamente de humildad vestida,
y parece que sea cosa venida
un milagro del cielo acá a mostrar.
Muestra un agrado tal a quien la mira
que al pecho, por los ojos, da un dulzor
que no puede entender quien no lo prueba.
Parece de sus labios que se mueva
un espíritu suave, todo amor,
que al alma va diciéndole: suspira.

 

He aquí ahora el soneto original:

 

Tanto gentile e tanto onesta pare
la donna mia guando ella altrui saluta,
ch’ogne lingua deven tremando muta,
e Ii occhi non l’ardiscon di guardare.
Ella si va, sentendosi laudare,
benignamente d’umiltá vestuta
e par che sia una cosa venuta
di cielo in terra a miracol mostrare.
Mostrasi si piacente a chi la mira,
che da per li occhi una dolcezza al core
che’ntender non la pub chi non la prova,
e par che de la sua labbia si mova
un spirito soave pien d’amore
che va dicendo a l’anima: sospira.

 

El lector de este soneto, al avanzar por sus catorce versos, va pasando como por catorce cámaras, y cada una reserva una delicia. Son catorce criaturas individuales, peculiares por sí y por su mu­tua relación. Claro que tenemos entre ellas nuestras preferencias: unas veces se nos va el gusto tras el verso primero, tan claro con sus dos adjetivos que se reparten los acentos (de 4.ª y 8.ª sílaba). Otras, seguimos esas once sílabas ch’ogne lingua deven tremando muta, de un avanzar tan ligado como trémulo. Otras, el alejarse de ese prodigioso verso 5.° (casi todo eses y eles):ella si va, sen­tendosi laudare. ¿Cuándo el candor humano tuvo una transparen­cia como la de este tierno 6.°,benignamente d’umilta vestuta? A veces nos atrae la rápida precisión intelectual del verso 10.°, con su final ternura,che da per ti occhi una dolcezza al core, com­pletado por el verso 11.° che’ntender non la può chi non la prova, verso que sentimos con su pausa final como un gozne en la es­tructura del soneto. Nadie se habrá podido negar nunca al encanto del verso 13.°, con algo de levedades de pluma, un spirito soave pien d’amore. ¿Quién, al verso final, che va dicendo a l’anima: sos­pira, donde el sospira es ya como un susurro?

Treinta y cinco años hace que este soneto de Dante es un com­pañero de mi vida. Un ángel bueno para refrenarme en la hora que nos empujaría a la maldad. Si alguna vez he mirado a lo me­jor, a él se lo atribuyo. Si no se ha secado en mi alma la inge­nuidad, si algo me queda del niño, a él creería que se lo debo.

Y siento que no estoy solo. Somos miles y miles los hombres que hemos pasado por ese soneto y que hemos recibido por él un empujón hacia la altura. Eterna Beatrice, eterna meta ideal, amada de tantos desde la profundidad de las edades. Y el espíritu suave y lleno de amor que de ella emana, siglo tras siglo, va di­ciendo al alma del hombre: suspira.

No hay gozo mayor que el de sentirnos peregrinantes anóni­mos, perdidos entre la multitud, hacia permanentes santuarios de belleza; besar humildemente las piedras desgastadas, las piedras seguras en donde se estriba nuestra fe.

El muchacho, casi un niño —aspirante a matemático—, que por las avenidas del Retiro sacó de su bolsillo Le cento migliori liriche della lingua italiana, y por primera vez se puso en contacto con el soneto inmortal, leía con alguna dificultad el italiano y no tenía la menor idea de análisis estilísticos. Seguramente que no pudo discriminar mucho entre sus intuiciones parciales al pasar por cada uno de los versos. Intuyó una imagen simplísima. En el alma está aún: no ha cambiado. El hombre, casi un viejo, cansado y desilusionado, tiene aún en las entrañas del alma esta cámara intacta, de candor, de ilusión eterna. La misma que se abrió aquel día en el alma del niño.

Es inefable; imagen inefable, cuya sensación, cuya sombra, cuyo accidente, expresaría así por imágenes exteriores: Es un ám­bito —el alma sabe que es un ámbito milagroso—, es una luz blan­ca. Allí crece todo lo que en el mundo es delgado y blanco, tallos, tallos altos, apenas flexibles en luz blanca. Y todo es una forma femenina. Suspira el corazón. Esta imagen está traspasada de aire, y el corazón suspira.

Después el hombre leyó este soneto dentro de la Vita Nuova, a la cual pertenece; leyó la bellísima explicación en prosa, por el mismo Dante, que allí le rodea; leyó los comentarios al soneto; se detuvo o entretuvo en el análisis de versos, y analizó los de esta obrita; leyó sobre los problemas del dolce stil novo, el con­cepto de la mujer que de esta supuesta escuela procede, etc. La imagen primera —milagrosa, blanca, ascendente, encendida— es la que sigue abierta al fondo de una galería de su alma.

 

La intuición del lector es insustituible

La intuición del autor, su registro en el papel; la lectura, la intuición del lector. No hay más que eso: nada más.

Si alguien hubiera abierto el presente libro pensando que aquí se daban intuiciones ya preparadas y explicadas, se habría equivo­cado completamente. Esa intuición del lector no es sustituible o excitable por medios exteriores (salvo la lectura misma). Pero no todo el que lee es “lector”. Esa intuición… se la tiene o no se la tiene, como en la mística los carismas y gracias especiales.

¡Que nada se interponga —si es posible— entre el lector y la obra!

Vamos, pues, a evitar desde ahora un equívoco: este libro no trata de interponerse entre un lector virginal y la poesía española. Se ha escrito pensando en el lector ya iluminado por el conoci­miento intuitivo de la poesía, en ese hombre a quien la poesía le ha abierto ya las hondas cámaras de una segunda vida, en ese hombre que lleva clavada en el flanco la saeta que no perdona (piaga per allentar d’arco non sana), estigmatizado y, en cierto modo, divinizado por leves, aéreas presencias que se cuajan en torno de él como un ámbito, vida abierta ya siempre a dimensiones irreales.

Tal es el primer conocimiento de lo poético (y no lo hay más alto).

 

 

 

 

Segundo conocimiento de la obra poética: Función de la crítica

El lector es siempre un artista

Si se pregunta al “lector” típico por qué le gusta la obra leída, muchas veces no nos sabrá responder, o responderá con una fór­mula brevísima, muy general y trivial. ¡Qué borrón informe frente a la clara intuición que auténticamente recibió!

Está bien: es lo que esperábamos; es lo que le corresponde. Este hombre es, exclusivamente, el lector, es decir, el receptor, el término de la relación artística. El lector es el artista donde se Completa la relación poética. ES un artista que no inventa intui­ciones espontáneas, sino reflejadas, siempre mediante la excitación de la obra de un creador; es un artista que carece de expresión, su arte consiste precisamente en la “impresión”. ¡Qué delicadezas, qué calidades, qué intensidades en este arte impresivo! Por ese arte —tan secreto— no podemos penetrar sino adivinando: sí, adi­vinamos el más conmovido, el más bullente, el más tierno océano de “impresiones” a través de lentos siglos de lectura. ¡Cálida, conmovida historia del lector; generoso, anónimo, enorme arte impresivo de la Humanidad!

He aquí la consecuencia: en el lector todos los días se renueve un milagro: en él, a cada hora nace de nuevo la poesía.

¡Prodigio del libro abierto, acariciado por unas manos, también sensibles, también participantes en el hecho estético que va a se­guir! Estos ojos son los de turno —¡siglos y siglos!—. Son los ojos enésimos, aquellos a los que hoy, 15 de junio de 1948, les correspondió (en la gran rueda) quedarse un instante vagos, con esa tenue veladura en la que —por enésima vez— se había de concentrar el ángel de la melancolía. Tristes ángeles visuales guia­ban. Sabíamos que los ojos se posarían en el libro, precisamente por esa página, por ese verso che’ va dicendo a l’anima: sospira.

Mil y mil veces, en más de seiscientos años, día a día, ha ocu­rrido lo mismo: bellos ojos humanos, tristes (triste igualdad, tan distinta), se han posado sobre ese verso, esa página. Y cada vez que en la historia de la Humanidad ha ocurrido eso, ha surgido el milagro: el libro no ardía, no, y, sin embargo, de las páginas ha saltado como una llama lívida, y la belleza, la ternura y la pena, fluido misterioso, delicia y amargura a la vez, han atravesado el alma; un “spirito soave”, como en el soneto mismo, che va dicendo a l’anima: sospira. Y el soneto inmortal nace mil veces, recién creado por mil y mil hombres, por mil y mil lectores-poetas.

El primer conocimiento poético es el del lector, en quien el autor se perfecciona. Todo lector es un artista, término necesario de la creación poética. El conocimiento del lector, o primer cono­cimiento poético, es un aspecto de la obra misma. Sin lector, el poema es un pobre ser inexpresivo: como este palo en el suelo, o como este canto que rodó de la montaña.

 

Segundo conocimiento de la obra poética

Pero hay un segundo grado del conocimiento poético. Existe un ser en el que las cualidades del lector están como exacerbadas: su capacidad receptora es profundamente intensa, dilatadamente ex­tensa. Porque, así como no todo el que lee es lector, no todo lector tiene una ancha sensibilidad receptora. Tal lector adora a Dante, pero aborrece a Petrarca. Cuando Papini increpa a Goethe, es un genial lector exasperado; de ningún modo un crítico (¡ya se nos ha escapado la palabra!). Quiere esto decir que en el lector no se perfeccionan impresivamente sino determinados valores poéticos, intuiciones comprendidas entre ciertos límites; aparato, pues, sólo sensible para determinadas longitudes de onda: mudo para Petrar­ca, o mudo para Goethe.

Ese otro ser excepcional, el crítico, no sólo tiene una poderosa intensidad de impresión, sino que reacciona, en general, ante todas las intuiciones creativas, y la intensidad de impresión debe corres­ponderse en él con la capacidad expresiva de los creadores, de los poetas. La lectura debe suscitarle al crítico profundas y nítidas in­tuiciones totalizadoras de la obra. Es el crítico, ante todo, un no vulgar, un maravilloso aparato registrador, de delicada precisión y generosa amplitud.

Pero, como otra natural vertiente de su personalidad, el crítico tiene también una actividad expresiva. Dar, comunicar, compen­diosamente, rápidamente, imágenes de esas intuiciones recibidas: he ahí su misión. Comunicarlas y valorarlas, apreciar su mayor o menor intensidad.

El crítico transmite, pues, sus reacciones, pero sus reacciones mismas no son problema para él. Comprueba sencillamente que la obra, el poema, ha determinado en él unas reacciones espiritua­les. No le interesa, en general, establecer cómo, por qué se han producido. Con premura hace una clasificación general de sus reacciones intuitivas para comunicarlas a un hombre, a un posible lec­tor del mismo poema.

Vemos cómo este conocimiento segundo se diferencia también del primero, del peculiar al lector, en que trasciende de la mera relación de la obra y se convierte en una pedagogía: el crítico valora la obra, y su juicio es guía de lectores. No puede haber crítica sin una intensa capacidad expresiva. Ya hemos dicho que la intuición estética es, en sí, inefable: el crítico, pues, la expresa creativamente, poéticamente.

Si se miran ahora en conjunto las cualidades del crítico, se verá cómo dominan en él las facultades intuitivas: profunda y amplia intuición receptiva, como lector, y poderosa intuición expresiva, como transmisor. Lo esencial en él es la expresión condensada de su impresión. Predomina en él netamente la capacidad de síntesis sobre la voluntad de análisis: lo artístico, sobre lo científico. El crítico es un artista, transmisor, evocador de la obra, despertador de la sensibilidad de futuros gustadores. La crítica es un arte.

(¿Estamos, quizá, hablando de algún ser hace decenios rarísimo en la superficie de nuestra tierra? No contestaremos preguntas impertinentes.) Tratamos ahora de delimitar los campos de acti­vidad del crítico. Tenemos aún algo que andar, y hemos de proceder por rodeos.

 

Obra poética auténtica, obra simulada

Es necesario que tengamos en cuenta una nueva complicación. Hasta ahora hemos hablado de la obra poética, de la obra literaria, como si fuera núcleo o recinto bien delimitado. Nada de eso. Es increíble nuestra confusión entre lo que es poesía y lo que no es poesía, lo que es obra literaria y lo que no es obra literaria.

Reservo el nombre de “obra literaria” para aquellas produccio­nes que nacieron de una intuición, ya poderosa o ya delicada, pero siempre intensa, y que son capaces de suscitar en el lector otra intuición semejante a la que les dio origen. Sólo es obra litera­ria la que tenía algo que decir, y lo dice todavía al corazón del hombre.

Parece, pues, que estas obras deberían ser los verdaderos ob­jetos de la historia literaria. Primera sorpresa nuestra: porque basta ‘abrir cualquier historia de una literatura nacional (de cual­quier literatura europea) para convencernos de que tales depósitos, aunque también contienen estas obras vivas a que me refiero, en su mayor parte no son sino vastas necrópolis.

El mal no está en la mezcla (que es inevitable), sino en la indiscriminación. Más aún, las obras “vivas” en la gran necrópolis están sepultadas: sepultadas en vida. Terrible confusión. El visi­tante ya no puede distinguir: de una parte se le ofrece la muerte con simulación de vida; de otra, lo vivo encerrado en paralizado­ras ligaduras de fúnebre, de tristísima erudición.

El daño en nuestra literatura española es incalculable. En Espa­ña ha habida bastantes eruditos, pero apenas ha existido la crítica. Hay, además, una tendencia nacional hacia el énfasis retórico. La erudición ha atiborrado las historias de la literatura de figuras de tercero o cuarto orden, que allí se arrojan sin que nadie se cuide de presentarlas en su verdadera perspectiva: en un remoto fondo de la escena. La tendencia retórica logra hacer pasar como genuino lo que es sólo imitación sin sentido ni voz, y toma por macizas las más vacías ampollas, con tal de que ofrezcan vivos colorines.

 

La obra literaria es ahistórica

La segunda sorpresa es aún más fuerte: las verdaderas obras literarias no pueden ser objeto de la historia (o sólo pueden serlo de un modo muy especial). Es que el concepto de “historia” es equivocante, y en verdad no nos sirve, cuando lo aplicamos a “historia de la literatura” o, en general, a “historia del arte”. Con arreglo a nuestra definición, la obra literaria (como la artística) es, por naturaleza, una permanencia cristalina, no hay en ella devenir. La obra de arte es eterna (si entendemos por eternidad el ciclo de nuestra cultura). La Venus de Milo, el Partenón, la Iliada, laDivina Comedia, el teatro de Shakespeare, el Quijote, presiden a los tiempos: no tienen historia, son inmutables, seres perfectos en sí mismos, y, en este sentido, en cierto modo participan de las, cualidades de Dios (claro que dentro de la limitación de las coordenadas humanas). Su verdadero conocimiento no es, no puede ser, un conocimiento histórico. No es su historia, claro está, la de sus mutilaciones, o restauraciones, o reproducciones. No lo es tampoco la de la distinta interpretación que han sufrido en épocas distintas de la Humanidad. Pues nada, en definitiva, ve en ellas la Huma­nidad que en ellas no existiera desde el primer momento, aunque cada siglo ilumine con mayor gusto determinados aspectos.

Una vez creada una poderosa intuición expresiva, permanece una, en esencia, aunque la intuición totalizadora impresiva pueda matizarse con los siglos. Una vez cerrada, la obra artística, inmuta­ble, ve cómo ruge y se deshace a su lado el devenir histórico, fija ella como cristalina roca en medio de la corriente; nítida, cálida permanencia, entre las vedijas de niebla fría que un horrible vien­to ajirona; ahistórica por naturaleza entre el fluir de la historia.

 

No existe historia literaria; no existe historia del arte

Obras literarias, en el sentido riguroso en que empleamos esta expresión, son todos los poemas que estudiamos en el presente libro: criaturas que surgieron como necesidad orgánica, que “fue­ron”, es decir, que rasgaron noche y ocuparon vacío, diríamos que con masa y luz, con esa afirmación de “ser”, terrible en su inso­bornable unicidad. Seres únicos, pues, creados por una fuerte in­tuición, aún despertadores en el hombre de una intuición semejante a la creativa.

Pero, si abrimos las historias de la literatura española, encontra­mos, al lado de las Novelas ejemplares de Cervantes, las Novelas morales de don Francisco de Lugo y Dávila; al lado de Góngora, sus mil ineptos imitadores; al lado de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León, cientos de insulsas liras de un misticismo des­teñido y aguado. Sí, en una misma literatura pueden codearse un Lope de Vega y un López de Vega, aunque no sean ni prójimos.

Esto, ¿qué quiere decir? Que nuestras historias de la literatu­ra, lo que entendemos por historias de la literatura, tienen un contenido mixto: cierto que tratan (cuando no maltratan) esas espléndidas permanencias, esas luminosas criaturas inmutables; pero, ay, arrojadas confusamente entre una enorme masa de fracasos, entre montones de obras que nunca dijeron nada a la mente y al corazón del hombre, o que, si tuvieron vida, fue sólo algunos años, quizá por una moda o un capricho de la imaginación popular.

Esa masa amorfa se acumula ante nuestros ojos, inmensa montaña. En su comparación, apenas si son unos cuantos puntitos concretos las auténticas obras de arte.

Pero, si nos aproximamos, vemos que esa masa se estría, que en realidad se mueve, que tiene un fin. Hay una angustia y una impotencia —bellas también— en ese montón bullente. Un deseo aún no satisfecho rebota en resonancias opacas ahí, donde se acumulan los intentos fracasados, ese oscuro pujar de una época en busca de su expresión aún no lograda, lo mismo que la huella, la estela luminosa de los poetas excelsos.

Es precisamente esa masa lo que puede ser verdadero objeto (es decir, objeto “histórico”) de la historia de la literatura. Si ahí entran las auténticas obras literarias, será, como si dijéramos, desposeídas de sus excelsas cualidades, consideradas dentro de alguna veta de esa masa y como parte de ella. Porque, en esa materia movediza, y amorfa, consiste el verdadero río, el fluir, el devenir de la realidad literaria, el pugnar de las épocas, el encenderse de los estilos, la curva creciente con que éstos se forman y cómo se deshinchan y desaparecen.

Esto sí que es verdadera historia. Pero, ¿qué historia? Si qui­siéramos hablar con rigor, sin equívocos, diríamos que una parte de la historia de la cultura: historia de la cultura literaria.

En resumen: el estudio de una obra poética (o, en general, artística), es siempre estudio de una realidad actual, y no puede ser histórico. Pero, dentro de la historia de la cultura, es de enorme interés el estudio de la historia de la cultura literaria (o, en gene­ral, artística). Reconocida la apasionante importancia de los estu­dios de historia de la cultura, aclaremos, de una vez para siempre, que nosotros, en este libro, estudiamos eternas realidades literarias. No somos (ahora) historiadores.

 

Discriminar la auténtica obra literaria es la función de la crítica

Por medio de nuestra negación (teórica, y no práctica, claro está) de la “historia literaria”, vamos directamente a empalmar con nuestra noción de la crítica. Hemos descubierto este hecho: que junto a la verdadera “obra literaria” existe otra criatura que la simula y la emula, pero que no es “obra literaria”, pues ni nació de una profunda intuición estética ni, por tanto, puede transmi­tirnos lo que en ella no existe.

Es el crítico, precisamente el crítico, como lector ideal, quien, puesto frente a la obra literaria auténtica, formará impresivamente una intuición semejante a la que expresó el poeta; frente a la obra simulada, pronto comprobará la ausencia de intuición, la superche­ría. La primera misión del crítico consiste en discernir, en discri­minar a un lado la verdadera obra literaria, a otro su pobre simu­lación.

Ésa es la principal función que siempre se ha atribuido a la crítica. Observemos que tiene dos perspectivas: de una parte, sobre la literatura del pasado; de otra, sobre la contemporánea.

 

Crítica de la literatura del pasado

El crítico que mira a la literatura pretérita no es un ser aisla­do. Forma parte de una larga cadena o, mejor, de un organismo, siempre prolongado vitalmente hacia el futuro. La valoración de una obra clásica es la suma de infinitas valoraciones parciales. El quererse salir del sistema no consigue nada, y tiene inmediatamen­te una sanción. La humanidad no abandona una estimación secular sólo porque tal bilis, en un momento dado, se alborote. Son casi imposibles las devaluaciones, las súbitas denegaciones de lo adqui­rido. Es que, a lo largo de los siglos, se ha ido fraguando una intuición impresiva, que no es sino la suma de miles de impresiones individuales. Esa impresión colectiva ha ganado ya una intuición para la humanidad: no hay quien la borre.

Pero es posible el caso contrario: la adquisición colectiva de la intuición totalizadora de una obra. En seguida diremos cuán in­seguros son los juicios contemporáneos. Es necesario tener también en cuenta que el juicio de las generaciones inmediatamente siguien­tes a una obra o a un artista puede ser, muchas veces, denegador (cansancio de la moda conocida, odio a lo penúltimo). Pero, si la obra era auténtica, la Humanidad rectificará con más o menos ra­pidez esas demoliciones. En otro lugar de este libro señalo cómo el siglo XVIII derriba a tres figuras del XVII: Calderón, Lope, Góngora, y cómo las generaciones posteriores sucesivamente van reinstaurando a las tres. Cuando, en 1881, Menéndez Pelayo, para vestir a un santo (Lope), quiere desnudar a otro (Calderón), que el Romanticismo había ya revalorado, no consigue nada. Mejor dicho, consigue todo lo que positivamente se proponía respecto a Lope. Pero no conmueve en nada la estimativa común de Calderón. Hay más: él mismo, en años posteriores, se arrepiente y canta la palinodia.

Una impresión colectiva, de tipo positivo, suma de las impre­siones individuales a lo largo de los siglos, es (dentro del criterio humano) segura.

 

Función especial respecto a las obras antiguas

El crítico que tiene que habérselas con una obra del pasado no puede ser únicamente ese sensibilísimo instrumento que hemos descrito en párrafos anteriores.

Las obras se han escrito para el lector, entiéndase bien, para el lector contemporáneo. Según pasan los años, algo se va oxidan­do, algunas quiebras se van abriendo en la relación expresivo­-impresiva necesaria para la perfección de la obra. Es un daño que, dentro del arte, afecta de modo muy especial a las obras literarias, por el rápido envejecimiento de su medio de comunicación, es decir, del lenguaje.

Ahí está la obra poemática. Según pasan los años, una pátina, y casi una niebla, la va recubriendo. De una parte está ese enve­jecimiento de las voces, de los giros; de otra, las posibles alusiones a las costumbres o a cosas materiales que ya no existen. Añádan­se aún las vestiduras que cada moda trae: lo que puede ser, por ejemplo, el énfasis de las recargadas imágenes gongorinas para un lector de hoy. El espectador actual de La vida es sueño, ¿qué saca de aquella retahíla inicial de Rosaura?

 

Hipogrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde —rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural— al confuso laberinto
de estas desnudas peñas
te desbocas, arrastras y despeñas?

 

¿Qué sacará si no le explicamos modestamente que el caballo de Rosaura ha rodado por el monte abajo?

La conveniencia y aun la necesidad de explicaciones de este tipo no invalidan nuestra tesis —necesidad de un contacto directo entre el lector y la obra literaria, sin extrañas injerencias—. Tales explicaciones no aspiran a sustituir la impresión personal, sino a quitar velos exteriores, a poner al lector en condiciones parecidas a las que tenía el lector contemporáneo de la obra.

El crítico no puede interponerse en la vinculación lector-obra, pero debe quitar el óxido que recubre el metal y que imposibilita­ría la soldadura. No le basta, pues, sensibilidad y capacidad expre­siva al crítico de las obras pretéritas: necesita también una razo­nable erudición.

 

Enorme crecimiento de la crítica

La necesidad social de la crítica, en el mundo contemporáneo, resulta comprobada con la prodigiosa historia de su desarrollo.

Si consideramos los géneros literarios por la cantidad o masa de producción correspondiente a cada uno de ellos a lo largo de la historia, veremos que, mientras los demás (por lo menos desde que una literatura determinada está ya constituida) conservan sus valores respectivos, o tienen sólo naturales altibajos, hay uno, la crítica, que nace de la nada, y sube en proporción geométrica, ver­tiginosamente, con el crecer de los años. Miremos a la literatura española: desde el famoso Proemio del Marqués de Santillana has­ta las reseñas y notas bibliográficas de los periódicos y revistas de hoy, la crítica sube como un árbol que aumenta cada vez más la subdivisión de sus ramas. No importa para esto que una gran parte de esa producción sea volandera, apenas con otra vida que la de las efímeras hojas donde aparece. La hoja será caduca, pero, la savia a cada instante hace reventar nuevos brotes.

Es el enorme crecimiento total de la producción literaria lo que ha dado una velocidad todavía más progresivamente creciente a la producción crítica. La invención de la imprenta, su difusión, la mayor rapidez de los métodos tipográficos, la disminución del analfabetismo y el constante crecimiento de la población de todo el mundo, arroja todos los días una marea, cada vez más invasora, de papel impreso. Una parte es mera comunicación; pero otra gran parte aspira a fijarse como obra literaria.

La crítica es imprescindible, y cada vez más, porque, sin ella, el lector, fluctuante en ese océano, no sabe adónde dirigir la mi­rada. El crítico debe o debería indicar al público cuáles son las auténticas obras literarias, debería apartarle de las groseras simula­ciones. Más aún: le debería explicar, en lo posible, la índole y la fuerza de la intuición estética suscitada por cada obra, para que el lector pudiera, aun entre obras auténticas, seleccionar la lectu­ra que vaya mejor a sus especiales condiciones. La vida contem­poránea ―¡qué tropezones, qué atropellamiento!— no da lugar para otra cosa.

 

La crítica fracasa al enjuiciar a los contemporáneos

Esto es lo que la crítica debería hacer, y esto es lo que hace con las obras del pasado, cuando se convierte en superindividual, cuando, ligada en un organismo varias veces secular, no puede sino matizar o acentuar la impresión colectiva. Pero lo que más apremiantemente le pide esta Humanidad cada vez más atareada, más angustiada, y —ay— más superficial, a saber, guía entre el, arte, entre la literatura contemporánea, ¿cómo lo cumple?, ¿cómo responde a este encargo y a esta esperanza?

Eludamos hablar de la crítica de hoy. Hagamos unas cuantas calas en la historia. ¿Cómo enjuiciaron espíritus excelsos la lite­ratura que vivía a su alrededor?

Tomemos el primer crítico: el Marqués de Santillana. Un gran señor, una fina sensibilidad, una cultura auténtica. Abramos su Proemio (que es, aunque compendioso, como una primera historia de la literatura). Pues allí, el Marqués habla despectivamente de “aquellos que sin ningún orden, regla nin cuento faces estos romances e cantares de que las gentes de baxa e servil condición se alegran”. Pero esas gentes de quienes se burla Santillana lo que, estaban allegando era lo que hoy juzgamos maravilloso, delicadísi­mo: nuestra romancero, nuestro cancionero popular. ¡Primer crí­tico: primer éxito de la crítica! Saltemos ahora al siglo XVII. Hojeemos el epistolario de Lope. Encontrarnos allí muy curiosos juicios. Por ejemplo, aDon Gil de las calzas verdes, la regocijada farsa de Tirso, la califica de “des­atinada comedia”. ¿Es posible que Lope —el gran conocedor de teatro— no se diera cuenta de que la técnica de la comedia por él introducida, Tirso la llevaba a sus últimas consecuencias al apurar hasta el límite la intriga, prodigioso hilo que en la maraña nunca se quebró? ¿Podía no ver, en fin, que la técnica de Tirso era en algunas comedias una superación de la suya propia?

Pero aún hay cosas mucho más graves. Muchas veces se han citado las palabras de otra carta al de Sessa: “De poetas no digo: buen siglo es éste. Muchos en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quixote”. ¡Eso se llama dar en el blanco! He ahí el mayor éxito que nunca pudo soñar la crítica contemporánea.

¿Será necesario que digamos que en el siglo XVIII, el siglo crí­tico por excelencia, la crítica literaria se lía, literalmente, la manta a la cabeza, que la historia de la crítica en ese siglo, por el juicio despectivo sobre el pasado inmediato (siglo XVII), lo mismo que por la sobrestimación de la literatura de entonces (nuestro deste­ñido neoclasicismo), es, en gran parte, una sarta de disparates?

¿O será menester que citemos aquí muchos juicios de Menén­dez Pelayo sobre contemporáneos suyos? Aquel hombre —autén­ticamente grande— tomaba por colosos a muchas de las modes­tísimas hormigas que convivieron con él.

 

La crítica es quehacer de muchas generaciones

La consecuencia no puede ser más triste: diríamos que por ninguna parte se encuentra el maravilloso instrumento registrador de intuiciones, el crítico que habíamos definido. No; el prejuicio aristocrático puede desorientar a un Santillana; la vanidad o las rivalidades de oficio ciegan a Lope contra Cervantes (de la genera­ción derrotada por él en el teatro) o contra un Tirso (que tanto le alaba, que tan cálidamente se proclama su discípulo), porque no se puede compartir el cetro de la monarquía teatral; sentimien­tos piadosos y el estancamiento nacional durante el siglo XIX le desmesuran a don Marcelino figuras insignificantes, mientras que —¿quién lo diría?— el historiador de las ideas estéticas permanece ciego para algunos de los más importantes hechos estéticos (simbo­lismo, modernismo, etc.) que están ocurriendo a su alrededor.

La historia de las opiniones que sobre sus contemporáneos emiten los hombres de más sensibilidad (Santillana, Lope, Menén­dez Pelayo) va, pues, encadenando los desatinos con tal constan­cia que en nosotros —si no queremos negarnos a la evidencia― tienen que levantarse muy vehementes dudas acerca de qué con­fianza pueda merecer la valoración actual de las obras literarias de hoy. Sí; tenemos que dudar de la validez de los juicios emitidos sobre la literatura contemporánea. Y —ay, naturalmente— tenemos que dudar de los emitidos por nosotros mismos. Pensar de otro modo —ante el ejemplo de la historia— sería locura.

Pero no seamos totalmente escépticos. Los grandes escritores han sido ya, casi sin excepción, ensalzados en su época. La crítica más injusta suele ser la de las generaciones inmediatamente pos­teriores (con intervalo de entre medio siglo y un siglo). Injusticia del siglo XVIII para con el siglo XVII ¿y quizá, quizá, también injusticia del siglo XX respecto al XIX? (¿Y la del XXI con re­lación al XX?)

El error también desempeña una función en lo humano. Nuestro ojo desenfoca lo demasiado próximo. De un infinito rosario de juicios humanos sobre lo circundante, todos inexactos, Dios inte­gra su verdad: única crítica que nunca se equivoca.

 

 

 

 

Tercer conocimiento de la obra poética: tareas y limitaciones de la estilística

La poesía como problema

El goce puro dé la belleza y la emoción que el verso puede comunicarnos ha de ser previo, inocente, anterior a todo análisis. No hay sustitutivo. El llamado a las artes ignotas de la poesía, oye una voz, como Agustín, una voz virginal “quasi pueri an puellae, nescio”, que le dice “Tolle, lege! Tolle, lege!”. Toma, lee. Nada más. Que el ambiente en el que el joven se forme y la canalización de la crítica pueden favorecer ese terrible encuentro lleno de pre­sagios (el del adolescente con la poesía), no cabe duda. Entre un pliegue del misterio de la formación del carácter —ese aparecer sú­bito de realidades psíquicas (¿de dónde vienen, Dios mío?)—, pue­de surgir este brote del gusto por la poesía, que debe hacer estre­mecerse a todo padre sensato.

La vida no ofrece una estigmatización más fuerte que ésta. El impregnado ya queda aparte: Dios le ha señalado con su huella de fuego.

Sin haber sufrido esa impregnación, que para el iniciado con­vierte en acto natural la nutrición poética (así como respirar el oxígeno del aire o bañarse en las radiaciones solares), es decir, sin tener experiencia inmediata del fenómeno poético, es inútil plan­tearse los ulteriores problemas de que vamos a tratar en seguida. Mejor dicho, cuando algún filósofo (de los que no han pasado por ese trance) se los plantea, en frío, con ingenua seriedad —y son bastantes los que así lo han hecho—, no hará sino descubrirnos cuántas jaulas vacías —sin pájaro— pueden construir pacientemente filósofos de buena fe.

Pero el que ha mordido ese veneno de dulce insidia, el que ha cegado ante esa iluminación que nos abre una dimensión desco­nocida en nuestra existencia, puede ocurrir que viva y muera en su culto, sin preocuparse de más, y es lo más frecuente que así suceda. Pero puede también un día sentirse de pronto desasose­gado, quizá precisamente al leer un dulce verso, mil veces con­solador. Porque es que ese día le ha saltado, se le ha puesto en­frente esta pregunta: “¿Por qué este determinado verso, este poe­ma, este escritor me mueven? ¿Qué es, cómo se origina esta onda de emoción que pasa por mi alma? ¿De dónde procede esto, en qué relación está con mi vida y con la vida que me rodea?”

En ese caso, la poesía le ha hecho pasar ya a este hombre por dos trances de trascendencia vital. Primero se le ha manifestado como un natural alimento. Ahora como problema filosófico. Si nos­otros intentamos contestar a esas preguntas, desde ese mismo mo­mento salimos en busca de nuestro tercer conocimiento de la obra literaria.

 

La crítica no puede dar contestación

Porque el segundo conocimiento, el crítico, no puede contestar a estos problemas, ni siquiera se los suele plantear. No son contestaciones estas fórmulas usuales hace algunos años:

 

“Este poema me mueve por la galanura del estilo”.
“…      la sonoridad del ritmo”.
“…. por la belleza de las imágenes”.
“… por la altura moral de los sublimes pensamientos”.

 

O éstas más modernas:

 

“… por las cálidas sugerencias que produce en el lector”.
“… por cierto vago tinte de melancolía sutilmente invasora”.
“…por el frondoso barroquismo que encrespa aquí y allá la
grata serenidad del estilo”.
“…por su apasionada andadura estilística”.

 

Perdóneseme por haber escogido quizá con fe no del todo sana —lo confieso— algunas de las expresiones más arregostadas al tó­pico (unas muy siglo XIX y otras muy siglo XX).

La verdad es que la crítica no dice mucho más que eso, porque no es cosa suya, ni ese problema le interesa: le basta con valorar rápidamente sus intuiciones, fiel a su misión de guía.

 

Tercer conocimiento de la obra literaria. Hacia una Ciencia de la Literatura

El primer conocimiento literario, el del lector, y el segundo, el del crítico, son conocimientos intuitivos, en realidad acientíficos. Dicho de otro modo: conocimientos artísticos de hechos artísticos. Lo que buscamos es, pues, la posibilidad de un tercer conocimiento literario; lo que buscamos es la posibilidad de un conocimiento científico del hecho artístico. Este deseo, esta búsqueda, se mue­ve —reconozcámoslo— entre precipicios de problemática. Hemos tocado en un problema pavoroso, general a las humanidades, cien­cias en deseo. En lo que sigue nos reducimos al aspecto artístico, en especial, literario, pero todo lo que decimos podría expresarse en fórmula más general.

El problema que surge es inmensamente extenso (pues implica toda una cadena de problemas colaterales) y de una vertiginosa profundidad (pues sus ramas lo son a la par del problema general de la filosofía). Es éste: ¿en qué medida, de qué modo el arte —en nuestro caso la literatura, la poesía— puede ser objeto de conoci­miento científico?

Es propia del arte la individualidad, la unicidad de sus fenó­menos. Y así el problema se ve aún más en su pavorosa desnudez, cuando lo planteamos reducido a un hecho artístico o literario. Lo único, ¿podrá ser objeto de conocimiento científica? Un hecho artístico, un poema —ser individual, no repetido, no perceptible—, ¿podrá ser objeto de conocimiento científico, o sólo de conocimiento intuitivo? Es evidente que toda noción de “ley” en el sentido fisiconatural es aquí inaplicable. Es evidente que el “conocimiento” de un fenómeno artístico implicaría la comprensión de la razón de su unicidad, o sea, de su “peculiaridad”. O lo que es lo mismo, de su “ley” interna. Es decir: tenemos que considerar el fenómeno literario (por ejemplo un poema) como un cosmos, coma un uni­verso, cerrado en sí, e investigar su ley particular —su sistema de leyes—, lo que le constituye y le constituye único.

Ése sería el problema central de un conocimiento verdadera­mente científico de la obra literaria: problema no resuelto y que no tendrá solución —así lo creemos— mediante una metodología científica. Ésta es la gloria de la intuición: porque esa cámara última, esa ley constitutiva de la unicidad de la criatura de arte, es aprehendida —confusa y a la par luminosamente— una y otra vez por la intuición humana. Y esta verdad —que la experiencia diaria nos confirma— obligaría a insistir de nuevo en la pregunta: ¿Es que el hecho artístico podrá ser sólo objeto de conocimiento in­tuitivo? ¿Nunca podrá serlo de un conocimiento verdaderamente científico?

La ciencia tiene que moverse torpemente por una desazón, por los aledaños de un imposible. Pero aun por esos ambages y desvíos hay muchas posibilidades para la actividad científica.

 

La clasificación tipológica no resuelve nada

Inmediatamente vemos que aun lo estrictamente único (un de­terminado poema, por ejemplo) tiene en su complejidad una serie de elementos semejantes, si no iguales a los que ofrecen otros seres únicos de tipo semejante (otros poemas). Comprendernos, pues, cómo es posible el establecimiento de una tipología, o mejor aún, de una sistematización homológica (homología de conjuntos y ho­mología de los elementos de los conjuntos). Este terreno sí que está totalmente abierto a la investigación científica. Pero no olvi­demos que después de que todo nuestro análisis hubiese estable­cido una perfecta red de relaciones entre hechos artísticos com­parables, por las mallas se nos escaparía el pescado. En efecto: estudiaremos científicamente todo lo que en un poema determinado hay coincidente o semejante con toda una serie de poemas; no habremos llegado al conocimiento científico de lo que verdadera­mente importaba: por qué ese poema es un ser individual, único. Es, pues, posible la sistematización inductiva de ciertas categorías genéricas y normas (con un valor que, mutatis mutandis, puede aproximarse al de la “ley” fisiconatural): por ejemplo, inducire­mos, basados en el estudio de una serie de casos concretos, que el uso del encabalgamiento suave, o el del hipérbaton, modifica­ciones del significante, producen determinadas reacciones afectivas en, el significado, etc.; podremos enunciar estas normas o tenden­cias (mejor que leyes) con carácter general. Podremos hasta multiplicar ese análisis llevándolo a una gran cantidad de elementos del significante y de sus correlatos en el significado. Se prevé así la formación de una ciencia compacta, sistemática (la Estilística?). Habremos catalogado y definido todo lo que de común hay en los distintos fenómenos poéticos. Una indagación semejante nos habría definido totalmente una zona del mundo físico. En el campo poé­tico (o, en general, artístico), el resto, lo que se nos escapa, es precisamente lo esencial. Y nunca a fuerza de análisis reconstruire­mos la intuición totalizadora que un muchacho cualquiera obtiene, en un instante, con un libro en la mano, una mañana de primavera por la alameda del parque.

La empresa, tal como la vemos hoy, está, pues, condenada al fracaso. Sólo la intuición dará el salto último: sólo ella plantará la bandera en la peña coronadora de la cumbre.

Sí, este Everest se traga a sus exploradores, a no ser que, para el tranco último, se transformen en aves. Creemos que así ocu­rrirá siempre. Pero hemos de reconocer que las cotas alcanzadas por la indagación metódica cada vez son más altas. Sí: esta inda­gación es la que realiza la Estilística.

Partimos, pues, hacia el conocimiento científico del hecho poé­tico, Quijotes conscientes de antemano de nuestra derrota. Muchos fenómenos tenemos que analizar, muchas normas podremos indu­cir. No penetraremos en el misterio. Pero sí podemos limitado, extraer de la confusión de su atmósfera muchos hechos que pue­den ser estudiados científicamente.

 

Estilística lingüística, estilística literaria

He ahí la tarea de la Estilística. Desgraciadamente no hay pa­labra más equívoca. Prescindiendo de otras, la mayor y más fre­cuente anfibología exige distinguir: 1.° Estilística lingüística. 2.° Estilística literaria.

Estilística sería la ciencia del estilo. Estilo es lo peculiar, lo diferencial de un habla. Estilística es, pues, la ciencia del habla, es decir, de la movilización momentánea y creativa de los depó­sitos idiomáticos. En dos Aspectos: del habla corriente (estilística lingüística); del habla literaria (estilística literaria o ciencia de la literatura).

Este estudio del hablé como creación individual abarcará toda la complejidad creativa del habla misma (lo conceptual lo mismo que lo afectivo en cuanto único: la reducción de la estilística al estudio de lo afectivo en el lenguaje nos parece una equivocadísi­ma limitación).

Entre estos dos campos, el de la estilística lingüística y el de la literaria, hay múltiples relaciones y aun una zona común. Funda­mentalmente, no puede haber dos cosas más distintas. Cada vez que en este libro hemos nombrado o nombraremos la palabra “es­tilística”, nos hemos referido y nos referiremos (salvo advertencia en contrario), a la literaria, exclusivamente a la literaria.

 

La estilística será la única “Ciencia de la Literatura”

La Estilística es, hoy por hoy, el único avance hacia la cons­titución de una verdadera ciencia de la literatura —tal como yo la concibo—. Nótese que digo un “avance”: sí, es un ensayo de técnicas y métodos; no es una ciencia. Cuando se pueda cons­tituir una ciencia (cuando haya inducido una red completa de normas), vendrá a confundirse con la Ciencia de la Literatura. Porque la Ciencia de la Literatura no podrá tener otro objeto que el del conocimiento científico de las creaciones literarias. Pero escribir, hoy por hoy, esta expresión, “Ciencia de la Literatura”, sólo puede interpretarse de dos modos: o como un deseo, muy laudable, pero aún no cuajado en sistema, o como una vanagloriosa e intolerable superchería.

Más aún: cuando la Estilística (la Ciencia de la Literatura) esté sistematizada, lo habrá conseguido todo menos su objetivo último. Cuando lo haya medido todo, cuando lo haya catalogado todo, aún la, terrible “unicidad” del hecho artístico se le escapará de las manos. Sin embargo, ese resto no cognoscible científica­mente irá siendo cada vez menor según avance nuestra técnica.

Cada vez, pues, que escribimos “Estilística” téngase presente cuán conscientes somos de sus límites y de su inmadurez cientí­fica. Razón de más gozo para nuestro trabajo.

Esta búsqueda de un tercer conocimiento literario (en esencia distinto del conocimiento critico), es decir, esa búsqueda de un conocimiento científico de la materia literaria (o por lo menos de la delimitación de lo que en ella es cognoscible científicamente), es la empresa en que estamos metidos muchos trabajadores esparcidos por el mundo; y ésta es también la tarea fundamental del pre­sente libro.

En la práctica, toda clase de mixturas o combinaciones entre estos intentos de un tercer conocimiento científico y el segundo, o crítico, son posibles y frecuentes; precisamente este mismo libro (no podía ser de otro modo) ha ofrecido abundantes ejemplos de tal mezcla. A veces la buscaremos también metodológicamente. Cuando en seguida hablemos de Lope de Vega nos interesará ver cómo, en determinados momentos, la estilística puede acudir en auxilio de la crítica.

Pero, en su última esencia, este tercer conocimiento difiere de modo total del segundo o crítico, y no digamos nada del pri­mero o del lector. Es lo que ignoran muchas gentes —creadores y críticos—, que suponen que queremos suplantar a la crítica o dar recetas para la comprensión literaria o aun para la creación. Si quisieran enterarse, sabrían que nada más lejos de nuestro ánimo. Estos tres conocimientos son como tres escalones. Nadie podrá ser investigador en estilística que no haya sido primero un apasionado lector, y en segundo lugar un intenso crítico. ¡Ay, esto lo olvidan (o no lo han sabido nunca) muchos técnicos del puro cuentahílos, artesanos de una estilística de mimbres y tiempo!

 

Primer trabajo de la estilística. Relaciones entre significante y significado

Este tercer conocimiento de la obra literaria no es un puro goce intuitivo ni tiene la menor intención pedagógica. ¡Estamos a astronómica distancia de la delectación del lector y del fin in­mediato del crítico! Este tercer conocimiento se plantea como problema. Es lo que hemos visto en términos generales. Reduz­camos ahora el problema a los límites especiales de nuestro libro. Pongámonos frente al poema.

El más inmediato análisis de un poema nos lo manifiesta, de un lado, como una sucesión temporal de sonidos (significante); de otro, como un contenido espiritual (significado). El signifi­cante es una modificación del mundo físico, medible y registrable, con absoluta exactitud (una serie de sonidos: con duración, in­tensidad, altura, timbre): el significante es, pues, como otro ob­jeto cualquiera de los que se estudian en las ciencias físiconaturales. El significado es (a través del significante) una alteración de nuestra vida espiritual, ni medible, ni registrable; sólo de un modo vagamente aproximado lo podemos analizar: lo que sí per­cibimos inmediatamente es su complejidad enorme. Aun en el poema más sencillo, el significado es un mundo. La primera tarea de la estilística es tratar de penetrar ese mundo. ¿Por dónde? La realidad nos ofrece la primera vía natural: a través del sig­nificante. Tomemos ahora como unidad de significante el poema mismo.

Significante y significado son dos complejos de n elementos, ligados por n parejas, elemento a elemento, componente a com­ponente. Si llamamos A a un significante (cuyos elementos com­ponentes son a₁, a₂, a₃ …an) y Bal correspondiente significado (cuyos elementos componentes son b₁, b₂, b₃ …bn), siempre el engarce total A-Bsupone la existencia de una serie de n engarces ordenados, de elementos.

Somos también nosotros una especie de instrumento registrador (¡cuán fino, cuán complicado!) del significante, la huella o re­gistro que en nosotros se graba es precisamente el significado: grabación intuitiva. Un elemento fónico (un fonema o un breve grupo de fonemas), por ejemplo a₇, suscita en nosotros una in­tuición b₇. Pero sería una idea tan simple como falsa la de ima­ginar la relación entre significante y significado poéticos como una serie de parejas independientes. No: es evidente que todas estas parejas son interdependientes. Y ésta es la ley fundamental del poema, consecuencia inmediata de su carácter temporal: cada uno de estos vínculos siente la presencia de los demás, sobre todo de los más próximos; por sucesiva cadena, la de todos. Hay, pues, además de estas vinculaciones verticales (que ligan miembros de igual subíndice) una red intrincada de relaciones horizontales (que ligan entre sí distintas parejas, de índice diferente). Por ejemplo, el vínculo a₇-b₇ no tiene un valor independiente, sino que está condicionado por los a-ba-ba-ba-b9, etc., en cadena ininterrumpida, pues cada una de estas parejas está por su parte condicionada por parejas cada vez más alejadas de la a– b. Son estas series de nexos verticales y horizontales las que constituyen el poema como organismo. Las que, en fin de cuentas, encierran el impenetrable misterio de la forma poética.

La intuición total (o huella del significado B) no es sino la suma (y al par, digamos, la mutua multiplicación) de todas esas intuiciones parciales.

El verdadero objeto de la estilística sería, a priori, la investigación de las relaciones mutuas entre significado y significante, me­diante la investigación pormenorizada de las relaciones mutuas entre todos los elementos significantes y todos los elementos signifi­cados. (Ya veremos cómo esto se limita, forzosamente, en la prác­tica.) La relación entre significante y significado se obtendría por la integración de todas estas relaciones entre elementos.

He aquí, pues, que el gran problema que se plantea la estilís­tica es el del contacto entre esas dos laderas, física (significante) y espiritual (significado).

Observemos, por último, que, al tomar como nuestro punto de mira ése, tan prodigioso, en que cada uno de los elementos del significante (y sus mutuas interdependencias) se convierte en una reacción y a la postre en un nudo de reacciones en nuestra alma, lo que hacemos es polarizar la atención literaria hacia un punto que en el alma del lector es como proyección de un instante correspondiente en el alma del creador. Fue una moción, una alteración más o menos semejante a la que nosotros experimen­tamos con la lectura la que determinó en el alma del poeta una intuición selectiva de los elementos expresivos de que echó mano. De este modo, la investigación estilística se ve indirectamente llevada al momento auroral en que un mundo vago, de pensa­mientos, emociones, reminiscencias, que estaba en el alma del poe­ta, cuajó o plasmó en una criatura nítida, exacta: el poema.

 

El Método General, aplicado en nuestras lecciones sobre Garcilaso y Góngora

Este problema de las relaciones entre significante y significado (básico en estilística literaria, o —con expresión más amplia— en estilística artística) es el que, en los términos más generales en que es posible —en los límites de una lección— llevarlo a la prác­tica, nos hemos planteado en nuestras lecciones sobre Garcilaso y sobre Góngora. Teníamos en ambos casos la posibilidad de tomar pasajes muy característicos (es decir, que por intuición sabíamos concentraban lo que entendemos por “Garcilaso” y por “Gón­gora” en poesía): un pasaje de la Égloga tercera del primero, y del Polifemo del segundo, nos sirvieron para nuestra prueba. Toda una serie de elementos del significante fueron cuidadosamente ais­lados (acentos, vocales, consonantes, precesión o posposición de vocablos, acentuación de los versos, prolongación o contraste en versos sucesivos, tipos acentuales, encabalgamiento áspero, encabalgamiento suave, no encabalgamiento, contraste o no contraste de dos estrofas sucesivas o de partes de estrofas, etc.). Todos estos elementos los hemos ido probando uno a uno, tratando en cada caso de apreciar qué reacción, qué modificación de nuestra sen­sibilidad quedaba registrada en el significado. Por ejemplo, el fragmento elegido de Garcilaso no solamente nos dio oportunidad para probar una gran variedad de elementos distintos, sino que muchos elementos se nos presentaron repetidamente a lo largo de él. En cada caso pudimos comprobar que a la reiteración de la misma nota en el significante correspondía la reiteración de un mismo efecto en el significado. Tres veces, por lo menos, se nos había presentado el encabalgamiento que denomino abrupto, en el breve fragmento de Garcilaso: las tres, su presencia acompañaba a la imagen mental de un violento o súbito movimiento (ninfa que saca de golpe la cabeza, río entre hoces que completa una rápida curva, idea de vencer el último obstáculo para salvar la cumbre). Por dos veces constatábamos que un encabalgamiento suave corres­ponde a una sensación de prolongación sedosa (ya del curso de un río, tan lento, que no se sabe hacia dónde fluye, ya de una estela de melancolía).

Un análisis semejante llevamos a cabo en el fragmento gongorino, también sumamente rico en signos o elementos exteriores con trascendencia para el significado.

Observemos, por último, que nuestro análisis de ningún modo se limitó a vinculaciones de tipo vertical, sino que la práctica, di­gamos, en vivo, del método, constantemente estaba presentando in­terdependencias de elementos sucesivos: a veces verdaderos nudos de vinculaciones horizontales. Penetramos, pues; en la estructura íntima del densísimo tejido poético.

Pero todo esto es muy poco aún. Es sólo un primer plantea­miento del problema de las relaciones mutuas de significante y sig­nificado en la obra poética. Será necesario un análisis mucho más pormenorizado por ambas vertientes (la física y la espiritual). Vinculaciones que nosotros atisbamos entre significante y signi­ficado habrán de ser comprobadas en otros poetas, o habrán de demostrarse ilusorias, etc. Hay también muchos otros tipos de vin­culaciones, sin duda de gran valor expresivo, que habrán escapado a nuestra pesquisa, etc.

 

Temas para estudios especiales

Téngase en cuenta que nuestros comentarios sobre Garcilaso y Góngora han sido corno una muestra general de lo que es en poesía la vinculación motivada entre significante y significado. Pero ahí quedan iniciadas, quizá, una docena de galerías que ha­brán de ser objeto de otras tantas exploraciones especiales. Un estudio del encabalgamiento (tema casi totalmente desatendido) en las dos variedades que nosotros distinguimos (de valor expresivo se puede decir que contrario) sería un notable avance hacia mu­chos secretos de la forma poética que son aún misterios, y que pueden dejar de ser tales. El tema del realce de expresividad de las voces sobre las que cae el acento rítmico (“caduco aljófar, pero aljófar bello”, “cestillos bláncos de purpúreas rosas”) fue planteado ya por nosotros en 1927. También hace ya bastantes años que dimos un breve tratamiento al estudio del orden de las palabras, que desde un punto de vista estilístico creemos no había sido planteado en poesía románica. Ahora, en otro trabajo, hemos intentado con gran ilusión, y quizá más a fondo, la técnica que llamamos “análisis de pluralidades”. Es muy poco. El campo de indagación de las relaciones entre significante y significado poéti­cos es muy extenso, y cada uno de los temas exigiría un tajo es­pecial. Ocurre además que el tratamiento estilístico de algunos de estos temas se muestra fértil con determinados autores, literaturas nacionales o épocas, pero poco fértil y a veces casi totalmente infe­cundo cuando faltan estas condiciones.

 

Necesidad de una intuición previa, la Oda de Fray Luis

En el poema más sencillo, el número de interrelaciones (cruce de relaciones verticales y horizontales) que se establecen entre los distintos elementos es fantásticamente grande: de estas relaciones, unas son muy expresivas, otras lo son escasamente. Hay por todo el mundo gentes de buena fe que se ponen delante del poema y aspiran a estudiar todos sus elementos, y a esto llaman estudio estilístico.

Por ese camino no se va a ninguna parte, y el método, que quiere ser científico, se hace a sí mismo imposible: el número de los elementos que habría que estudiar imposibilita el estudio. No hay solución, sino la de una selección previa. Ni hay otro modo de elegir que el de la intuición. He aquí por qué hemos afirmado que el método hacia el conocimiento científico de una obra ne­cesita como escalón indispensable la intuición previa de la misma. La indagación científica de todos los elementos que constituyen la obra literaria es imposible, porque ésta es un complejo de com­plejos. La intuición es lo único que puede revelar previamente cuál ha de ser ante una obra determinada la dirección más fértil del ataque. Correspondiendo al carácter único de cada ejemplar lite­rario, la dirección e intención de nuestro estudio y los elementos sobre los que una investigación estilística pueda ser más fecunda son diferentes en cada poema.

Claro está que al actuar sobre Garcilaso y Góngora ese filtro selectivo operaba mientras trabajábamos. Consideramos entonces un haz de numerosos elementos significativos, pero otros muchos elementos del significante no pasaron a nuestro análisis porque (como ya dijimos) un filtro selectivo nos los eliminaba. De todos modos, nuestra técnica se basó en esos casos en manejar una gran cantidad de elementos y en mostrar algo de la maraña de sus in­terdependencias.

Pero, otras veces, el filtro selectivo sólo deja pasar para some­terlo al análisis uno de los elementos del significante. Mejor dicho, nos adelanta o avanza como especialmente expresivo un particular elemento. Esto es lo que nos ha ocurrido al tratar de la forma en Fray Luis de León y en San Juan de la Cruz. Bien comprende­mos que un análisis parecido al llevado a cabo para Garcilaso y Góngora hubiera rendido, aplicado a estos autores, menos fruto.

Hemos sentido intuitivamente, como tantos otros lectores, el encanto formal de la oda de Fray Luis. Y hemos tratado de in­vestigar sus leyes. Como conocíamos de antemano la relación de la oda de Fray Luis con la de Horacio, hemos escogido para nuestro análisis dos evidentes imitaciones del poeta latino. Inme­diatamente hemos visto entre las múltiples unidades de orden dis­tinto que forman el significante, el especial relieve que tiene la estrófica. Y nos hemos dedicado a la indagación de las relaciones interestróficas. Hemos visto con asombro el constante cambio de dirección y de temperatura afectiva que representa el paso de una estrofa a otra en Fray Luis. ¡Con qué exquisito cuidado, un golpe del timón cambia la dirección de la bordada! No se trata de una técnica tan sólo intuitiva. No: el poeta ha tenido un de­liberado propósito y lo ha seguido infatigablemente. Es evidente también que ha tenido modelos delante de los ojos, y que en cierto modo los ha superado.

El poeta omite constantemente cualquier vínculo interestrófico que pueda ser discursivo; pero el poema, a pesar de tanta quiebra, tiene su ley cohesiva, que la fantasía aprehende así con más avidez. En fin, todas esas estrofas, vistas a distancia, se nos ordenaban en series ascendente-descendentes. Se nos comprueba así, en esa es­tructura climático-anticlimática, el horacianismo del poeta, que ha­bíamos estudiado ya en otra parte. (A los finales descendentes en Medrano y en Manuel Machado hemos dedicado estudios espe­ciales fuera de este curso.)

No nos detendremos en señalar cómo también la indagación en el caso de San Juan de la Cruz la hemos hecho (siguiendo el método empleado ya en un libro anterior nuestro) operando sobre las relaciones de verbo, sustantivo y adjetivo en la economía del sistema de su habla. Henos aquí llevados a un campo estilístico no tocado aún en los análisis anteriores: el estilo de San Juan de la Cruz se caracteriza por unas alternancias de sequedad y exuberante vegetación; tales alternancias parecen estar en relación con los pasos de la vía purgativa a la iluminativa y la unitiva.

 

Estilística de la forma interior

Hemos dicho por varias partes de este libro que, aunque toda estilística literaria estudia el signo o forma literaria, la mayor parte de las veces lo intenta en la dirección desde el significante hacia el significado (de la forma exterior hacia la forma interior). Así también, seguramente, la mayoría de las veces en el presente libro (por ejemplo, en Garcilaso, en Góngora, en la primera parte de nuestro estudio sobre Fray Luis). Son muchas, sin embargo, las ocasiones en que nos hemos movido en sentido contrario.

También hemos explicado que la causa de esa preferencia por la forma exterior no es otra sino el hecho de que el significante se nos presenta concreto y material (aunque muy complejo) —medi­ble y registrable por tanto—, mientras que el significado o forma interior (verdadero objetivo, aún imposible, de la Estilística) no es cognoscible directamente sino por apoderamiento intuitivo. Y ahí reside el problema.

En la búsqueda de un conocimiento científico del significado, sustituimos la imagen inasequible de la forma interior del poema, por una serie de estados anteriores en el artista. Entre el cero (va­cío creativo) y la realidad de la obra de arte —decíamos— supone­mos una serie progresiva de estados, polarizados todos hacia la forma interior. Ésta no es sino el último miembro de esa serie, el miembro que ya, engarza o ajusta en la forma exterior o signi­ficante, el miembro que se fija gracias al significante. En todo intento de explicar científicamente un significado (que ya conoce­mos, no se olvide, por procedimiento intuitivo) lo primero que se nos ocurría era la indagación que parece más sencilla: a tra­vés del significante. Pero para un estudio verdaderamente in­terno del significado no vemos otro camino sino la persecución de esa serie de estados sucesivos, el progresivo moldeamiento ha­cia la forma interior, hasta ver cómo ésta va a ajustarse en el sig­nificante, que —no se olvide tampoco― tenemos en nuestra mano. Para esa persecución hay que partir de datos a veces muy alejados: entran aquí los que poseamos acerca de la personalidad del crea­dor, de su educación científica, de su educación literaria, de su vivir, de sus reacciones psicológicas frente al ambiente, etc. Pero, entiéndase bien, un estudio de la vida de determinado autor, o de su pensamiento, o de su educación literaria, sólo será estilístico cuando se proponga como objeto el determinar cómo han ido a fraguar esos elementos en el significado de la obra. Considerar a San Juan de la Cruz dentro de la gran corriente de la literatura a lo divino, no es un quehacer estilístico; empieza a serlo cuan­do vemos que, precisamente por esa intencionalidad a lo divino, el moldeamiento interior de un poema (el Pastorcico) determina la rotura de la forma exterior del modelo.

En este libro hemos considerado siempre el significante como un complejo de elementos conceptuales, afectivos, sinestéticos (y en general imaginativos), etc. Y hemos dicho que la misma comple­jidad existe en el significado.

Esa misma complejidad la proyectaremos en la búsqueda de la forma interior. Sería un error reducirla a un moldeamiento de elementos conceptuales (aunque éste fue principalmente nuestro objetivo al tratar de la Oda a Salinas). Habrá que penetrar en la maraña de los elementos afectivos, volitivos, en toda la red de reacciones del autor frente al pasado o a lo contemporáneo, frente a las cosas y los hombres; frente a las obras de arte y de litera­tura…: buscaremos ahí los elementos que habrán dejado su hue­lla en la forma interior, y a través de ella en el significante. Den­tro de poco veremos cómo en un momento de su vida muestra Lope una afición a la poesía filosófica; no sólo de contenido filo­sófico (pues eso le había ocurrido muchas veces), sino de enun­ciación cerradamente filosófica. Lo interpretamos como una reac­ción frente al gongorismo triunfante. En cuanto al espiritualismo de esas composiciones, vemos dos determinantes: recientes lectu­ras de Pico della Mirandola y Marsilio Ficino, de una parte, y de otra, un ingenuamente hipócrita deseo de cohonestar la creciente pasión por doña Marta. He aquí la forma interior predetermina­da por la anécdota biográfica. De un lado, elementos conceptua­les, de otro profundas y quizá no conscientes querencias han de­terminado los estados inmediatamente anteriores a la plasmación: un paso más, y entreveríamos, del lado interno, la plasmación mis­ma. Estamos junto al misterio y junto al límite último de nuestras investigaciones cuando vemos lo biográfico cargar de emoción el verso de Garcilaso siempre que se trata de doña Isabel.

A lo largo de este libro hemos hablado constantemente de dos perspectivas, la que parte de la forma exterior y la que arranca de la interior. Teóricamente se trata, pues, de dos métodos, de dos direcciones contrarias. Es preciso Observar que en la práctica es­tamos pasando constantemente del uno al otro sentido (así en nues­tro estudio de San Juan de la Cruz y en los que siguen sobre Lope de Vega y Quevedo), aunque en el conjunto de cada investigación predomine una de las dos direcciones.

En ningún punto necesita la Estilística un mayor fomento que en esta perspectiva desde la forma interior. En los trabajos desde el significante algunas vislumbres tenemos de lo que se puede ha­cer (aunque se esté aún muy lejos de una rigurosa y conjunta sis­tematización científica). Pero apenas si hay intentos de perseguir el significado desde una perspectiva interior. Para ello, el investiga­dor literario deberá doblarse de psicólogo: habrá que clasificar y estudiar todos los elementos nutricios del espíritu del poeta, toda circunstancia que haya podido determinar en él una reacción, todas las actitudes por él adoptadas. Pero no bastará, por ejemplo, des­cubrir la polaridad armonía-desarmonía en Fray Luis: esa ley será un principio básico en toda indagación estilística de sus odas, pero será necesario perseguirla en su moldearse hacia forma inte­rior de un poema determinado. Que aparezca —deus ex machina—un sistema de pensamiento, cuerda conductora fidelísima (como en la Oda a Salinas) y que le veamos, ante nuestros ojos, plasmar en un significante climático-anticlimático, no es nada frecuente.

Nunca tendré más miedo que al aconsejar estos trabajos desde el punto de vista de la forma interior. Hay el peligro de que nues­tras palabras puedan ser un pretexto para la presuntuosa y pere­zosa charlatanería, para todo género de vaguedades, aparentemen­te tanto más elevadas cuanto menos ligazones tienen con nada es­tricto.

Es el vínculo, exacto, riguroso, cruelmente concreto, entre sig­nificante y significado —el signo, es decir, la forma literaria, la obra— el objeto único de la Estilística. No será Estilística nada que a ese punto, perfectamente delimitado, no lleve. Si de un lado hay trabajos que se llaman estilísticos y son simple recuento de ele­mentos (muchas veces inexpresivos), se han publicado y se pu­blicarán otros, también rotulados como estilísticos, que no pasan de ser divagaciones sin relación directa con el objeto único de la Estilística: la obra literaria, que está ahí, la pobre, esperando que alguien la estudie, la entienda, se pregunte cómo es. Sólo más tarde nos preguntaríamos “por qué es”.

La Estilística o Ciencia de la Literatura será el único escalón posible para una verdadera Filosofía de la Literatura.

 

 

 

 

Librería

También puedes leer