Leemos a los nuevos clásicos de nuestro idioma, a los autores que dan forma al presente de la poesía en lengua española. Los textos están acompañados de una breve entrevista sobre poética. En su conjunto, poemas y respuestas, bosquejan un retrato del autor, fragmento identitario de la poesía actual.
Leemos a la poeta chilena Rosabetty Muñoz (1960). Recibió los premios Pablo Neruda, Altazor y Manuel Montt de la Universidad de Chile. Algunos de sus libros son Técnicas para cegar a los peces, Ligia, En lugar de morir, Sombras en el Rosselot, Ratada. Su poesía se caracteriza no solo por un tono de disforia sino de gran amargura. Hay en sus poemas una especie de pesimismo ante la idea de la patria, de la historia, de la destrucción de la naturaleza, de las relaciones personales. Es una poesía que canta la catástrofe neoliberal. Trabaja con gran acierto la imagen crítica, navaja que abre la mirada, vinculada a lo sórdido y a lo siniestro. Muñoz ha vivido y escrito desde Chiloé. Al sur de la poesía panhispánica. En 2020, Lumen publicó su antología Misión circular.
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Alí Calderón
¿Qué le interesa hacer en un poema? O dicho de otro modo, ¿cómo despliega su poética en el texto?
Rosabetty Muñoz
Me interesa develar, exponer otras caras de la realidad; explorar con las palabras en lo desconocido, misterioso de la existencia. Puede ser paradojal, pero me interesa también y mucho, establecer un puente de entendimiento con otro u otros, en ese doble desafío me interno, trabajo y fracaso constantemente.
Alí Calderón
¿Qué cree que ha dejado de ser importante o que ha pasado de moda en la escritura de un poema?
Rosabetty Muñoz
No sé si la palabra moda tenga que ver con el ejercicio poético. Hay recursos formales que estaban abandonados y conozco poetas que los renuevan con esplendor. Tal vez hoy sea menos cercana a nuestra sensibilidad una poesía preciosista que no hinca el diente en la oscuridad que también es parte nuestra.
Alí Calderón
¿Ha leído recientemente poemas que le parezcan significativos o particularmente buenos? ¿Cuáles son?
Rosabetty Muñoz
Estoy releyendo Purgatorio de Raúl Zurita, El desierto de Atacama me emociona siempre. Contar la vida de tenesse Williams. La serpiente de H.D.Lawrence. La herida oculta de Lucrecio (Rerum Novarum. Lecturas recientes, pero sin tiempo, como ves.
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Hay ovejas y ovejas.
Las que comen de cualquier pastizal
y duermen con una sonrisa de satisfacción
en los potreros.
Las que caminan ciegamente
por los caminos acostumbrados.
Las que beben despreocupadas
en los arroyos.
Las que no trepan por pendientes peligrosas.
Esas van a dar lana abundante
en las esquilas
y serán sabrosas invitadas
en las fiestas de fin de año.
Hay también
las que tuercen sus patas
buscando campos de margaritas
y se quedan horas y horas
contemplando los barrancos.
Esas balan toda la gran noche de su vida
encogidas de miedo.
Y hay, por fin,
las malas ovejas descarriadas.
Para ellas y por ellas
son las escondidas raíces
y los mejores y más deliciosos pastos.
La flor de la dicha
Aquí, a orillas de la mesa
con la ventana entreabierta
y una tetera silbando monocorde,
el instante despliega su andamiaje.
Descanso el rostro sobre el brazo
y me dejo recorrer por esta paz.
Ya antes de todo, ahí
en ese sitio
estaba concentrada la plenitud.
El fuego, la luz, los objetos amados
reunidos en capullo
se abren sin aspavientos.
Es la flor de la dicha
que estalla unos segundos
y perfuma, al extinguirse,
los demás momentos del día.
No se crían hijos para verlos morir
Cuando el mar se llevó a sus tres hijos
Ella estaba acodada en la puerta de
su casa, pensando en ollas aladas y repletas.
De pronto cayó en un vacío del que surgió
vieja y encorvada. No necesitó entrar para
vestirse de negro. Ya estaba recogiendo flores
cuando salió su hombre con la radio en la
mano, desamparado y tembloroso.
Ella es una sábana flotando sobre nosotros.
Nada detiene el remolino que alienta su vuelo.
Desde su vientre deshabitado
los ovarios violeta se abren como flores nocturnas.
La ansiedad es un arrecife
donde acerados corales hieren los cuerpos amados.
Sin hijos bajo sus ojos
quisiéramos las madres
ofrecerle un trozo de pañal
para vendar sus muñones o un arca
donde recoger los salados restos.
Espesor del instante
En días como éste, se vuelve a inundar el patio de la infancia. El barro donde chapotean las gallinas, se vadea con tablones puestos uno a continuación de otro. La madre junta valor durante el día para enfrentar la oscuridad de la noche que se anuncia especialmente dura. Afuera estallan ventarrones fortísimos, truenos y relámpagos pero los niños de sus ojos tenemos permiso para ser felices y desarmar todo el orden doméstico: la cocina se convierte en una carpa de circo con las colchas y frazadas. El trapecio cuelga del techo y mi hermana se balancea en calzones a los que hemos pegado papeles brillantes. Soñé tanto con estar trepada allí alguna vez con el pelo flotante y un traje de pedrerías. Pero lo mío era mirar. Y de algún modo, todavía estoy debajo de la mesa contemplando a mis hermanos y sus faenas riesgosas. Desde el lavaplatos a la mesa de la cocina, el palo de la escoba para los más osados o una tabla también sacada de una cama, permiten el lucimiento de los equilibristas.
Y otra vez una sonrisa me atraviesa de parte a parte cada vez que la lluvia empieza a tupir y se adivina el temporal. Porque la vida sigue siendo como esa improvisada carpa de circo. Mi madre en las sombras; su mano que no se ve, contiene el hilo de todo y ha dejado que cada uno se despliegue según un tejido que tal vez no entiende pero confía porque es un hilo que viene de lejos sin cortarse, desde su madre y las otras más antiguas. Mis hermanos siguen de lleno atravesando pruebas como si jugaran y yo aquí, deseando atreverme, agazapada un poco, ahora tras las cortinas. La sonrisa, ahora como entonces, no logra borrar el remiendo de las sábanas. Siento, eso sí, un aire de término y sospecho que no desfilaré en el gran final con tacos altos y medias caladas.
Yo, piedra
Recuerdo exactamente el día que encontré la piedra escondida debajo de un montón de lamilla en la playa. Estaba cubierta de una capa oscura, algo viscosa, que me llevé a la nariz como si fuera el mar entero en el hueco de mi mano. Y yo tuve la culpa por frotarla hasta sacarle brillo. Enseguida se hizo una reunión en la escuela para instalar el motor de la luz eléctrica. Yo no sabía lo que podía provocar la piedra así es que la andaba trayendo en el bolsillo de mi delantal y cuando estaba sola, me gustaba sacarla y pasarle un paño hasta que despedía unos destellos luminosos. Así, cada vez fue llegando el retén de carabineros, la lancha grande del maestro Ciro, la ampliación de la escuela. Cuando me di cuenta de los poderes de la piedra, mis vestidos me quedaban chicos, casi toda la gente andaba con zapatos y muchos jóvenes se habían ido, para siempre de la isla. Entonces, tomé el ágata maravillosa – ojitos de gato – y la envolví en un trapo negro, después la metí debajo de una tabla suelta del piso, pero ya era tarde. Su efecto se había desatado y, por inercia, la velocidad del tiempo ya no paró más.
Poetas de esta serie
Domingo de Ramos (Perú, 1960).