Audomaro Hidalgo, en su columna Textos y contextos, repiensa a Rimbaud a propósito del aniversario 150 de Una temporada en el infierno.
UNA TEMPORADA EN LA POESIA
En la granja materna de Roche, en las Ardenas, un adolescente de 19 años, herido ya de bala, urdía con inocencia y conciencia una plaquette que cambaría el decurso de la poesía. De ese incidente espiritual ha discurrido apenas siglo y medio. En aquel breve opúsculo, impreso en Bruselas gracias al patrocinio de su madre, está todo: el mundo moderno y la patria primitiva; el occidente y el cristianismo; el oriente y la sabiduría primera. Poco después, el tumulto del mar (o Algo o Alguien) que mecía a esa criatura se retira y la devuelve a las playas ordinarias de la realidad rugosa, convertida en un hombre decidido vulgarmente a enriquecerse. Pero antes ese «hombre nuevo» (Efesios, 22) decide ausentarse un poco, sólo un poco: Inglaterra, Alemania, Italia, Suiza, Austria, Chipre, Irlanda, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda. Fue su venganza contra la sociedad: no la locura de Hölderlin ni el suicidio de Nerval sino el silencio, algo que la burguesía no tolera ni comprende ni quiere aceptar. Silencio. Jean Nicolas Arthur Rimbaud se supo de raza inferior, un nègre, pero quiso trasmitirnos los golpes que recibió de parte de la gracia. Así pues, cantó el amor, la esperanza, el verano; gritó el horror, la injusticia, el cristianismo; exaltó la libertad libre, el festín antiguo, las regiones desesperadas del alma. Para ganar un rincón en la memoria de las generaciones por venir le bastó haber escrito «Le bateau ivre» (1871), las dos Lettres du voyant (1871), el folleto visionario Une Saison en enfer (abril-agosto, 1873) y las Illuminations, publicado gracias a la fe poética de su esforzado secretario y primer albacea, Paul Verlaine, en 1886, cuando su ex-amigo fatigaba ya las sabanas y estepas de Harar, Tadjoura y Aden, donde llenaba su tiempo contemplando la bóveda celeste de las noches azules, absteniéndose de vicios, secando pieles, envenenando perros, vendiendo armas-y a veces uno que otro esclavo. Allá, en lo que antes fue lejanía y fin de mundo, en Etiopía, Yemen, Sudan y Arabia, decidió invertir la otra parte vital de su vida. El destino, que sabe jugar a las simetrías y correspondencias, quiso que el día de su muerte en una habitación de hospital, en Marsella, se pusiera a la venta en una librería de París el Reliquaire, un librito que reunía por primera vez las poesías de un tal Arthur Rimbaud, cuyo fantasma atractivo comenzaba a orbitar en torno a las mesas de café de los literatos y poetas sietemesinos del Barrio Latino de la antigua Lutecia. Desde entonces las tesis, rumores, especulaciones, indiscreciones, ataques y defensas, biografías, estudios, ensayos, artículos, investigaciones policiales y novelas, incluso algunos films, no han cesado de aumentar. El doctor Jean-Jacques Lefrère acaba de enmendarnos una biografía de más de mil páginas sobre Rimbaud, pero «l’homme aux semelles de vent» sigue siendo prófugo a nuestra mirada. El poeta adolescente y el hombre de comercio no cesan de conmover nuestra sustancia más íntima.