Nostalgia de la musa, de Ernestina Yépiz

Presentamos una muestra de Nostalgia de la musa, el más reciente libro de la autora Ernestina Yépiz. Es poeta, ensayista y narradora. Maestra en Literatura, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Autora de los poemarios La penumbra del paisaje, Los delirios de Eva, Los conjuros del cuerpo y de Nostalgia de la musa; del libro de relatos El café de la calle Mulberry; de la novela El sueño de Paloma Sanlúcar; y ha publicado también Comer en Los Mochis (libro de temática gastronómica). Está incluida en Antología General de la Poesía Mexicana, de Juan Domingo Argüelles; Una fiera lentísima (muestra de poesía sinaloense); Cuentos de dulce voluptuosidad, entre otras publicaciones colectivas. Asimismo ha realizado las antologías: La desnudez de las palabras, selección de la poesía de Norma Bazúa; Entre sombras (relatos de suspenso y tinieblas), narrativa de Amparo Dávila; Las mariposas nocturnas y otros relatos, narrativa de Inés Arredondo, entre otras.

 

 

EL POEMA

 

Cualquiera sabe
que un poema se escribe
casi como por descuido:
tal pareciera que en realidad
no quisiera escribirse;
pero ahí está escribiéndose,
a veces solo y hasta sin esfuerzo;
porque quien asume la tarea de escribirlo
piensa que lo hace por no dejar;
y conforme mueve el lápiz
de izquierda a derecha
sobre la blanca hoja de papel,
le parece que en lugar de escribir dibuja
las letras que se vuelven sílabas; luego palabras
y enseguida líneas que terminan por ser
un conjunto de imágenes, voces, viajes, sensaciones; y,
con frecuencia: silencios. Entonces
quien escribe —llámese poeta— se pregunta
si los versos expuestos son por completos suyos
o los ha sustraído de alguien más; pues si bien
no le resultan del todo ajenos, tampoco del todo propios.
Es decir, no tiene ni idea en cuanto a quién es
la autora o el autor del poema escrito, pero en un acto,
no exento de vanidad, firma con su nombre al calce.

 

 

POEMAS Y TAZAS DE CAFÉ

 

Me sugiere mi madre
hacer un recuento de las tazas de café
que han costado cada uno de mis poemas.
Le digo que no es una operación válida
y resultaría imposible hacer la suma, pues
no sé cuántos en realidad he escrito:
podría decir que se cuentan por miles,
porque entre ellos están —incluso— los no escritos; o,
aquellos que como ramas desprendidas del árbol
se quedaron en una, dos o tres líneas.
Ya no digamos los que permanecen abiertos
y todavía van y vienen sin quedarse.
Habría que contar también
los arrojados al cesto de la basura
y algunos otros que se quedaron perdidos
en la portadilla, la hoja final o en los márgenes
de las páginas de los libros que he leído y ahora
aguardan silenciosos en los estantes de los libreros.
Tampoco habría que dejar de lado
los que se abandonan en las servillas de las cafeterías,
bares y restaurantes; o, en los boletos del autobús
y demás papelitos dispersos; pero no sólo esos,
sino también los que se quedan
en un querer ponerlos sobre el papel sin conseguirlo.

 

 

EL CUERPO DEL POEMA

 

A veces
cuando estoy en una conversación
—cualquiera que esta sea—
me guardo palabras
que luego lápiz en mano
pongo sobre el papel
y así voy dando forma
al cuerpo del poema.
Si una línea tiene cinco o siete sílabas más que las otras
sé de antemano
que puede funcionar como una pierna,
cuando esto sucede
me doy a la tarea de buscar otra de igual tamaño
y al encontrarla me queda claro que he conseguido el par.
Lo mismo aplica en la parte de los brazos,
pero de pronto me viene en cuenta que lo primero
que en realidad hay que tener es el rostro
y una palabra extendida puede servir
como una frente amplia, despejada;
aquella otra puede funcionar como una nariz recta,
pienso también en el mentón y unos ojos avellanados.
Luego paso al torso y lo voy delineando con sonidos graves
hasta llegar a la cadera: debo decir que cuido que esta sea
lo más esbelta posible y así me voy hasta llegar al empeine
y la planta de los pies y luego regreso al pecho
porque es necesario medirle el palpitar del corazón.

 

 

NOSTALGIA DE LA MUSA

 

Como si tuviera que dar de comer a los gatos
que se multiplican por tres todos los días
y ya pueblan el vecindario entero, me levanto de la cama
a las seis de la mañana y quince minutos más tarde
ya estoy sentada a la mesa
con una taza de café al alcance de mi mano
e intento sobre la hoja en blanco
escribir el poema:
el mismo de hace no sé cuántos días.
Mis esfuerzos —una vez más— parecen no tener resultados,
esa primera línea sigue sin aparecer. Estoy aquí
a la espera de que alguna musa se compadezca
y me dicte al oído el verso que requiero; pues sé
que ese uno atraerá a otro y conforme esto avance
se irán sumando muchos otros. Mientras esto sucede
paseo la vista por la habitación atestada de libros.
En una de las esquinas del techo
veo una araña que teje su endeble red,
e intrigada me levanto de la silla
con la pretensión de observar con mayor detalle
esa elástica y —seguramente— efímera creación.
Lo que me hace pensar
que no debo esperar a que las musas
me dicten al oído las palabras,
que en realidad
el trabajo de escribir el poema
se asemeja al de la laboriosa arácnida.

 

 

EL ACTO DE SOÑAR

 

A veces me sueño —sin razón alguna o nada más porque sí— en la terraza de un café en Montmartre: el mismo que pintó Vincent van Gogh en algunos de esos célebres cuadros tan conocidos suyos y que tan nostálgicos y vivos nos resultan. El caso es que estoy ahí y lápiz en mano intento escribir un poema en un enorme pliego de papel estraza —bastante ajado— que tengo extendido sobre la mesa, en la que está también un plato de peltre azul —de los mismos que había en casa de mi abuela— con una hogaza de pan de centeno, añejas tiras de jamón serrano y un trozo de queso —añejado también— que despierta mi apetito con su intenso aroma; pero eso no es todo, el mesero trae para mí una botella de vino y pido un ajenjo con aceituna negra que solo con olerlo comienza a embriagarme. Es noviembre —el mismísimo mes de mi cumpleaños, aunque ya no quisiera cumplir ninguno— y el robusto otoño se desnuda y lo desnuda todo: hace caer las hojas de los árboles y una alfombra de amarillos, ocres, grises, rosas, lilas, naranjas y rojos cobrizos cubre por completo el suelo. La tarde juega con las sombras y yo que soy proclive a los resfriados sigo ahí sin poder concluir el poemita. Empiezo a creer que tal vez es cierto eso de que un poema nunca se concluye y creo que un sueño, tampoco.

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