SIETE POEMAS DE LA PENÚLTIMA AGUA (MERCURIO, 2022)
Río
Ya no sé qué escribir,
pero algo habría que decir sobre este río.
No porque el río no pueda
seguir corriendo sin lo que habría que decir,
ni, mucho menos, porque lo que habría que decir
pudiera detener el curso del río,
no, no es por eso,
es simplemente porque entre el río y yo
hay algo que se ha abierto,
algo que no reconozco todavía
pero que tiene el olor de las palabras.
Hay un hueco entre el río
y el cuerpo que camina a su lado,
un hueco que es como el envés del río,
con un agua que fluye pero del revés,
hacia el nacimiento o el origen,
como un reflejo del río en un espejo,
un hueco que es como el vacío del cuerpo
que se sabe ocupando un espacio que no le pertenece
y lo libera al andar como si se confundiera con el río.
Las palabras no serían aquí
sino todo lo contrario del comienzo del mundo,
no un lugar prístino donde
no ha sido aún contaminada la vida,
sino un hoyo, un muladar al que tirar
todo lo que nos sobra,
la incapacidad de entregarse simplemente a la visión de un río entre los árboles
o el deseo de tocar con las manos el agua
a sabiendas de que o las manos o el agua
terminarán ensuciándose a raíz del contacto.
El agua es verde. Cada día
el agua es de un verde diferente.
El río
está desnudo por dentro
y si el cuerpo
bajara hasta él, se desnudara
y se introdujera en el agua, sentiría
un cosquilleo entre la nuca y los pies,
como si unas manos, dentro del río,
lo acariciaran e intentaran
arrancarle la piel con delicadeza.
El río es verde
como todo lo que refleja, pero lo reflejado
no se ve nunca en la superficie del agua:
reflejar es aquí como comer o beber
y el río se traga todo lo que a él se asoma,
a pesar de lo cual, cuando me miro las manos,
veo transparentarse en ellas el silencio del agua
que fluye sin detenerse nunca
a la espera quizá de una palabra
capaz de acompañarlo
en su doble misterio de mudez y de flujo;
una palabra que, callada, en la orilla,
sepa saltar de pronto a lomos del agua
como una piedra tirada que no pesa
o como un barco de papel que un niño lanza
o, salvo que fuera muy cursi lo que digo,
como una hoja que cae
verde sobre verde.
El zorro
He estado esperando para encontrar el sentido.
Muchos días, un largo silencio,
pues sólo en el silencio tenía sentido la espera para encontrar un sentido.
Una y otra vez,
como si fuera la sombra de alguien muerto,
debía recorrer el mismo camino
junto al río,
un camino en el que no hay nada
más que la propia forma incitante del camino horadado entre los árboles
que se prolonga hacia delante
a medida que andamos
y parece llevar a lo desconocido.
Un camino paralelo al río
entre un bosquecillo lleno de pájaros cantores
–normalmente es imposible verlos,
pero hoy vi la diminuta
garganta enardecida, el cuerpecillo
tembloroso, la travesura
sagrada de un canto escondido en el ramaje–
y, más allá, los pastizales
en los que merma la luz sobre los lomos de las vacas
y un campanilleo de cencerros se difunde
por el aire, y juraría
que traspasa la sangre cuando respiramos
y se queda resonando en nuestras mentes
como un lazo de unión
entre lo de fuera y lo de dentro.
Esperar y estar callado
formaban parte de un proyecto inconsciente
cuyo objetivo debía ser descubrir el sentido
de este lugar y este tiempo,
no muy distintos, es cierto,
a otros lugares y tiempos ahora borrados, cuyo sentido
creímos descubrir un día
y ahora son otros, otros lugares y otros tiempos,
distintos a los que fueron entonces.
Si el sentido, me digo,
sólo puede descubrirse en el silencio,
en la paciente
putrefacción de las hojas,
en las huellas dejadas por los caballos que cruzan
–los vi un día– al trote montados por jóvenes amazonas,
en los estertores del día, que acaba siempre
con el recogimiento, el no deseo, los adioses,
en la mirada del zorro que te reconoce
–lo he visto hoy por segunda vez,
en el mismo lugar, en el camino,
como si fuera otro paseante en busca del sentido,
y ha huido como la otra vez, hacia donde la mirada se pierde,
como queriendo indicarme una dirección–,
ese encuentro deseado,
el encuentro con el zorro que surge de otro tiempo,
ha sido la señal para empezar a hablar:
el sentido es atravesar la falta de sentido,
como el zorro, seguir el propio instinto
y buscarse en las huellas, olfatear
los cuerpos y las sombras
con la misma fruición.
Noche insomne
Levantarse temprano o no dormir
y ver amanecer,
como cuando nos íbamos de viaje
y nuestros padres nos despertaban de madrugada
con todo ya preparado
y desayunábamos
en la cocina, sonámbulos, mientras amanecía
y por las ventanas del salón
se colaba la luz que nos llevaría muy lejos,
niños en el éxtasis de no dormir,
difuso todo lo que percibíamos
como si aún siguiéramos embadurnados de sueño:
la carretera, el aeropuerto, los aviones,
el viaje parecido a la extracción
mágica de una piedra en el cerebro;
levantarse temprano o no dormir
y ver amanecer ahora,
ahora que el viaje está dentro de nosotros
y somos nosotros los que nos arrancamos a él
y no al contrario:
cresta rosada de la nieve de mayo
bajo la luna impresa todavía
en la hoja azul del cielo
y aquí abajo la carne que vigila,
insomne,
procurando que el día que se fue
sea el día que llega,
carne confundida en un tiempo continuo
en el que amanecer y anochecer
no se distinguen ya,
para qué no dormir si despertar
es lo mismo que acostarse, cenar
y desayunar son la misma comida
y la luz de la mañana
recuerda a la de la tarde,
tan reciente, tan próxima
en el pasado o en el futuro,
oh sueño que vives de arrancar a tiras la piel de la conciencia,
oh carne retorcida en el fuego del insomnio,
¿puedes dormir con las ventanas tapadas
por sábanas que las cubren sólo a medias
o prefieres quedarte en el salón
respirando la magia del azul que respira
por los bronquios de todas las montañas
un aliento de nieve,
el oxígeno blanco de la nieve que despierta?
Levantarse temprano o no dormir
es viajar hacia atrás,
hacia donde nacer es morir a la no vida
y morir es nacer a la no muerte.
A un zorro
Zorro, hoy te he visto en medio de los campos,
cerca de los depósitos de estiércol,
junto a la pista de aterrizaje:
debías de estar cazando algún ratón
entre la hierba, te asustaste
al verme a lo lejos,
corriste hacia el bosquecillo
dejando tu presa malherida quizá,
zorro asustadizo,
zorro de piel esponjosa como los campos de trigo,
te marchaste a trompicones,
mirando hacia atrás,
y entraste en el bosquecillo al que llegué yo más tarde
para comprobar que no estabas,
que allí no había nada sino ramas resecas,
troncos partidos, maleza inservible,
todo un bosquecillo como una burbuja de vida abandonada en medio del campo,
refugio para los zorros que huyen
de los seres humanos inofensivos como yo,
porque debes saber,
zorro de los cuatro vientos,
que yo te respeto, que jamás te haría daño,
bendita sea tu presencia de oro
en medio de los campos,
la aparición del cuerpo cálido, extasiado,
que olfatea la vida escondida entre la hierba
y, mientras cae el sol,
redobla sus esfuerzos por alimentarse
antes de volver a su madriguera de zorro,
pero ¿dónde estará la madriguera,
en algún lugar del campo o en la montaña,
arriba, entre los pinos envueltos
por lianas que caen hasta los senderos?
Para mí eres un talismán,
zorro, te encuentro junto al río,
en medio de los campos,
en las lindes del bosque,
recorres los mismos caminos
por los que me pierdo cada tarde
y por eso creo que nos comunicamos
en secreto, aunque me rehúyas
porque en tu vida instintiva no me reconoces,
y estoy convencido
de que más allá de tu instinto y mi conciencia
hay un mundo de extraña conexión,
no sé si mitológica, mágica o simplemente física, magnética,
que nos lleva a juntarnos,
a compartir nuestras errancias
al atardecer, cuando la luz se desvanece
y nos quedamos solos y oscuros
bajo la noche sola y oscura,
zorro, y debes saber que entonces
es cuando más admiro tu valentía de bestia
solitaria que recorre los campos y caminos
como un cazador que no teme ser cazado:
majestuoso, eres real y eres un sueño,
eres el amigo que viene a mi encuentro
para decirme que ya es hora
de volver a casa.
El bosque
Si hubiera paseado, hace muchos años,
por un bosque como este,
me habría fijado en los árboles vivos:
sus ramas, las hojas, los entrelazamientos
de la luz en sus copas,
me habría fijado en todo aquello
que me confirmara la idea
de que a veces podemos ser uno
con la naturaleza
y que un lugar como un bosque,
sobre todo un bosque primitivo como este
(un urwald milenario),
era la demostración de que la luz nos llama
como si fuéramos antenas privilegiadas en medio del universo,
intermediarios
entre la vida visible de la tierra,
lo numinoso del subsuelo
y lo invisible del éter que gira sobre nuestras cabezas.
Pero ahora me fijo sobre todo en los árboles muertos,
los árboles caídos,
con las raíces al aire
y el hueco que dejan en la tierra:
recreo en mi mente el momento en que cayeron,
oigo el crujido que crece,
el fragor de la caída al rozar otros árboles
y el golpe seco, rotundo,
del tronco contra el suelo,
que deja resonando un eco
y un temblor en la tierra que asusta a los escarabajos
(algunos en peligro de extinción, se informa).
Un árbol que ha caído sigue alimentando a sus congéneres
y nos alerta de que, por muy longevo
que un árbol pueda ser,
su final es tan inexorable
como el de cualquiera de nosotros.
No hay unidad, sino dispersión.
El bosque está formado de huecos
que los árboles tapan
hasta que dejan de hacerlo.
El caracol
Ahora sueño con caracoles
y en esos sueños soy un caracol
que copula con su semejante.
Sé que la cópula
puede durar horas
porque nuestras pieles viscosas
tardan en acoplarse
y porque los jugos que supuramos
nos disuelven en una delicuescencia
que está más allá de cualquier éxtasis.
Nos succionamos las estrías,
ponemos boca abajo nuestras conchas
y damos lentas vueltas
en la humedad, junto a la hierba.
Sueño que soy un caracol
sobre la huella que dejó un caballo
en el camino cubierto de fango
sobre el que los árboles hacen descender sus ácidos susurros
y después de copular
atravieso lentamente la marca del casco
mientras huelo a mi alrededor
la orina de los zorros.
Sé que antes de que termine el sueño
seré destrozado
por el peso de un pie humano,
el de alguien que camina
y que puedo ser yo mismo
ya fuera del sueño.
El gamo
Probablemente no había otro modo de llegar
ese día hasta allí
sino cruzando caminos desbrozados para las vacas,
que por alguna razón habían desaparecido
y sólo habían dejado
entre las hierbas ralas
sus bostas aplastadas, excrementos
ya muy resecos que ellas mismas habían pisoteado
o bolas más recientes, esponjosas,
que tuve que ir evitando a medida que subía
hacia los alrededores de la iglesia.
Pero no era allí adonde iba.
Rodeé la azulada roca
a través de los prados que las vacas habían convertido
en un estercolero
sin un destino claro, como si simplemente
quisiera dejar que cayera la noche
y ver dibujadas a mi alrededor
con sombra y tizne las montañas,
las vallas, las incomprensibles figuras
de cada cosa a través de la cual pasaba mi conciencia.
Probablemente
fue ese camino resbaladizo
que desembocó en un granero abandonado
el que tenía que tomar,
como si hubiera perdido la razón,
según supe por todo
lo que ocurrió después.
Al bajar la escalera de delante del granero
y asomarme al prado cada vez más oscuro,
un gamo saltó sobre la hierba,
echó a correr hacia los árboles
y en un segundo el prado
se quedó desierto. Allí,
sin embargo, brillaba el hueco que había dejado el gamo,
el chasquido del salto como un eco
que circulaba por debajo del suelo,
su susto de gamo atrapado
en la inefable soledad de aquel paraje
por el que nunca debí haber aparecido.
Creo que ese gamo
era igual al que vi hace unos seis años,
aunque entonces preferí llamarlo corzo,
pues, rodeado de nieve, parecía más pequeño,
mientras que ahora era majestuoso,
con su cuello
de pelambre erizada,
su cuerpo como el de un ser de otro mundo,
sí, incluso podía ser el mismo
animal que descubrí junto al granero
una tarde de invierno de hace casi seis años.
Sé que ese gamo
va a descansar sobre la tumba de Rilke
cada tarde, al hundirse en las sombras
la iglesia construida en el abismo.
Yo lo vi entonces
y lo veo ahora.
Es dorado y mira hacia occidente,
pues su misión es retener toda la luz que pueda
en sus ojos que son pura contradicción.
El poeta recibe
toda esa luz vertida de unos ojos inmóviles
y la traspasa cada noche a sus poemas,
que siguen irradiando por eso
tantos años después.
De esto no hay duda.
Entre las bostas de las vacas
y la estampida del gamo entre la hierba
hay aún lugar para un intruso,
surgen incluso varios intrusos a la vez
y los caminos se llenan de fantasmas
o sonámbulos con libros en las manos.
El granero, la iglesia o un claro en la arboleda
son los lugares donde nacen los nuevos poemas,
esos a los que los gamos
no conceden su luz, sino un salto en la noche.