Poesía española: Rafael-José Díaz

Leemos poesía española. Leemos algunos textos del poeta, narrador y traductor canario Rafael José-Díaz (Tenerife, 1971) incluidos en el volumen Penúltima agua (Mercurio, 2022).

 

 

 

SIETE POEMAS DE​​ LA PENÚLTIMA AGUA​​ (MERCURIO, 2022)

 

 

 

 

Río

 

Ya no sé qué escribir,

pero algo habría que decir sobre este río.​​ 

No porque el río no pueda

seguir corriendo sin lo que habría que decir,

ni, mucho menos, porque lo que habría que decir

pudiera detener el curso del río,​​ 

no, no es por eso,​​ 

es simplemente porque entre el río y yo

hay algo que se ha abierto,

algo que no reconozco todavía

pero que tiene el olor de las palabras.​​ 

Hay un hueco entre el río

y el cuerpo que camina a su lado,

un hueco que es como el envés del río,

con un agua que fluye pero del revés,

hacia el nacimiento o el origen,

como un reflejo del río en un espejo,

un hueco que es como el vacío del cuerpo

que se sabe ocupando un espacio que no le pertenece

y lo libera al andar como si se confundiera con el río.​​ 

Las palabras no serían aquí

sino todo lo contrario del comienzo del mundo,

no un lugar prístino donde

no ha sido aún contaminada la vida,

sino un hoyo, un muladar al que tirar

todo lo que nos sobra,​​ 

la incapacidad de entregarse simplemente a la visión de un río entre los árboles

o el deseo de tocar con las manos el agua

a sabiendas de que o las manos o el agua

terminarán ensuciándose a raíz del contacto.​​ 

El agua es verde. Cada día

el agua es de un verde diferente.​​ 

El río

está desnudo por dentro

y si el cuerpo​​ 

bajara hasta él, se desnudara​​ 

y se introdujera en el agua, sentiría

un cosquilleo entre la nuca y los pies,

como si unas manos, dentro del río,​​ 

lo acariciaran e intentaran

arrancarle la piel con delicadeza.​​ 

El río es verde

como todo lo que refleja, pero lo reflejado

no se ve nunca en la superficie del agua:​​ 

reflejar es aquí como comer o beber

y el río se traga todo lo que a él se asoma,

a pesar de lo cual, cuando me miro las manos,

veo transparentarse en ellas el silencio del agua

que fluye sin detenerse nunca

a la espera quizá de una palabra

capaz de acompañarlo

en su doble misterio de mudez y de flujo;​​ 

una palabra que, callada, en la orilla,

sepa saltar de pronto a lomos del agua

como una piedra tirada que no pesa

o como un barco de papel que un niño lanza

o, salvo que fuera muy cursi lo que digo,​​ 

como una hoja que cae

verde sobre verde.​​ 

 

 

 

 

 

 

El zorro

 

He estado esperando para encontrar el sentido.​​ 

Muchos días, un largo silencio,​​ 

pues sólo en el silencio tenía sentido la espera para encontrar un sentido.​​ 

Una y otra vez,

como si fuera la sombra de alguien muerto,

debía recorrer el mismo camino

junto al río,​​ 

un camino en el que no hay nada

más que la propia forma incitante del camino horadado entre los árboles

que se prolonga hacia delante

a medida que andamos

y parece llevar a lo desconocido.

Un camino paralelo al río

entre un bosquecillo lleno de pájaros cantores

–normalmente es imposible verlos,

pero hoy vi la diminuta

garganta enardecida, el cuerpecillo

tembloroso, la travesura

sagrada de un canto escondido en el ramaje–

y, más allá, los pastizales

en los que merma la luz sobre los lomos de las vacas

y un campanilleo de cencerros se difunde

por el aire, y juraría

que traspasa la sangre cuando respiramos

y se queda resonando en nuestras mentes

como un lazo de unión

entre lo de fuera y lo de dentro.

Esperar y estar callado

formaban parte de un proyecto inconsciente

cuyo objetivo debía ser descubrir el sentido

de este lugar y este tiempo,

no muy distintos, es cierto,

a otros lugares y tiempos ahora borrados, cuyo sentido

creímos descubrir un día

y ahora son otros, otros lugares y otros tiempos,

distintos a los que fueron entonces.

Si el sentido, me digo,​​ 

sólo puede descubrirse en el silencio,

en la paciente

putrefacción de las hojas,

en las huellas dejadas por los caballos que cruzan

–los vi un día– al trote montados por jóvenes amazonas,

en los estertores del día, que acaba siempre

con el recogimiento, el no deseo, los adioses,

en la mirada del zorro que te reconoce

–lo he visto hoy por segunda vez,

en el mismo lugar, en el camino,

como si fuera otro paseante en busca del sentido,

y ha huido como la otra vez, hacia donde la mirada se pierde,

como queriendo indicarme una dirección–,

ese encuentro deseado,

el encuentro con el zorro que surge de otro tiempo,

ha sido la señal para empezar a hablar:​​ 

el sentido es atravesar la falta de sentido,

como el zorro, seguir el propio instinto

y buscarse en las huellas, olfatear

los cuerpos y las sombras

con la misma fruición.​​ 

 

 

 

 

 

 

Noche insomne

 

Levantarse temprano o no dormir

y ver amanecer,

como cuando nos íbamos de viaje

y nuestros padres nos despertaban de madrugada

con todo ya preparado

y desayunábamos

en la cocina, sonámbulos, mientras amanecía

y por las ventanas del salón

se colaba la luz que nos llevaría muy lejos,

niños en el éxtasis de no dormir,

difuso todo lo que percibíamos

como si aún siguiéramos embadurnados de sueño:​​ 

la carretera, el aeropuerto, los aviones,

el viaje parecido a la extracción

mágica de una piedra en el cerebro;

levantarse temprano o no dormir

y ver amanecer ahora,

ahora que el viaje está dentro de nosotros

y somos nosotros los que nos arrancamos a él

y no al contrario:​​ 

cresta rosada de la nieve de mayo

bajo la luna impresa todavía

en la hoja azul del cielo

y aquí abajo la carne que vigila,

insomne,

procurando que el día que se fue

sea el día que llega,

carne confundida en un tiempo continuo

en el que amanecer y anochecer

no se distinguen ya,

para qué no dormir si despertar

es lo mismo que acostarse, cenar

y desayunar son la misma comida

y la luz de la mañana

recuerda a la de la tarde,

tan reciente, tan próxima

en el pasado o en el futuro,

oh sueño que vives de arrancar a tiras la piel de la conciencia,

oh carne retorcida en el fuego del insomnio,

¿puedes dormir con las ventanas tapadas

por sábanas que las cubren sólo a medias

o prefieres quedarte en el salón

respirando la magia del azul que respira

por los bronquios de todas las montañas

un aliento de nieve,

el oxígeno blanco de la nieve que despierta?

Levantarse temprano o no dormir

es viajar hacia atrás,

hacia donde nacer es morir a la no vida

y morir es nacer a la no muerte.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

A​​ un zorro

 

Zorro, hoy te he visto en medio de los campos,​​ 

cerca de los depósitos de estiércol,

junto a la pista de aterrizaje:​​ 

debías de estar cazando algún ratón

entre la hierba, te asustaste

al verme a lo lejos,

corriste hacia el bosquecillo

dejando tu presa malherida quizá,

zorro asustadizo,

zorro de piel esponjosa como los campos de trigo,

te marchaste a trompicones,

mirando hacia atrás,

y entraste en el bosquecillo al que llegué yo más tarde

para comprobar que no estabas,

que allí no había nada sino ramas resecas,

troncos partidos, maleza inservible,

todo un bosquecillo como una burbuja de vida abandonada en medio del campo,

refugio para los zorros que huyen

de los seres humanos inofensivos como yo,

porque debes saber,​​ 

zorro de los cuatro vientos,

que yo te respeto, que jamás te haría daño,

bendita sea tu presencia de oro

en medio de los campos,

la aparición del cuerpo cálido, extasiado,

que olfatea la vida escondida entre la hierba

y, mientras cae el sol,​​ 

redobla sus esfuerzos por alimentarse

antes de volver a su madriguera de zorro,​​ 

pero ¿dónde estará la madriguera,

en algún lugar del campo o en la montaña,

arriba, entre los pinos envueltos

por lianas que caen hasta los senderos?

Para mí eres un talismán,

zorro, te encuentro junto al río,

en medio de los campos,

en las lindes del bosque,

recorres los mismos caminos

por los que me pierdo cada tarde

y por eso creo que nos comunicamos

en secreto, aunque me rehúyas

porque en tu vida instintiva no me reconoces,

y estoy convencido​​ 

de que más allá de tu instinto y mi conciencia

hay un mundo de extraña conexión,

no sé si mitológica, mágica o simplemente física, magnética,

que nos lleva a juntarnos,

a compartir nuestras errancias

al atardecer, cuando la luz se desvanece

y nos quedamos solos y oscuros

bajo la noche sola y oscura,

zorro, y debes saber que entonces

es cuando más admiro tu valentía de bestia

solitaria que recorre los campos y caminos

como un cazador que no teme ser cazado:​​ 

majestuoso, eres real y eres un sueño,

eres el amigo que viene a mi encuentro

para decirme que ya es hora

de volver a casa.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

El bosque

 

Si hubiera paseado, hace muchos años,

por un bosque como este,​​ 

me habría fijado en los árboles vivos:​​ 

sus ramas, las hojas, los entrelazamientos

de la luz en sus copas,

me habría fijado en todo aquello

que me confirmara la idea

de que a veces podemos ser uno

con la naturaleza

y que un lugar como un bosque,

sobre todo un bosque primitivo como este

(un​​ urwald​​ milenario),

era la demostración de que la luz nos llama

como si fuéramos antenas privilegiadas en medio del universo,

intermediarios

entre la vida visible de la tierra,

lo numinoso del subsuelo

y lo invisible del éter que gira sobre nuestras cabezas.​​ 

Pero ahora me fijo sobre todo en los árboles muertos,

los árboles caídos,​​ 

con las raíces al aire

y el hueco que dejan en la tierra:​​ 

recreo en mi mente el momento en que cayeron,

oigo el crujido que crece,

el fragor de la caída al rozar otros árboles

y el golpe seco, rotundo,​​ 

del tronco contra el suelo,

que deja resonando un eco

y un temblor en la tierra que asusta a los escarabajos

(algunos en peligro de extinción, se informa).

Un árbol que ha caído sigue alimentando a sus congéneres

y nos alerta de que, por muy longevo

que un árbol pueda ser,

su final es tan inexorable

como el de cualquiera de nosotros.​​ 

No hay unidad, sino dispersión.​​ 

El bosque está formado de huecos

que los árboles tapan

hasta que dejan de hacerlo.​​ 

 

 

 

 

 

 

El caracol

 

Ahora sueño con caracoles

y en esos sueños soy un caracol

que copula con su semejante.

Sé que la cópula

puede durar horas

porque nuestras pieles viscosas

tardan en acoplarse

y porque los jugos que supuramos

nos disuelven en una delicuescencia

que está más allá de cualquier éxtasis.

Nos succionamos las estrías,

ponemos boca abajo nuestras conchas

y damos lentas vueltas

en la humedad, junto a la hierba.​​ 

Sueño que soy un caracol

sobre la huella que dejó un caballo

en el camino cubierto de fango

sobre el que los árboles hacen descender sus ácidos susurros

y después de copular

atravieso lentamente la marca del casco

mientras huelo a mi alrededor

la orina de los zorros.

Sé que antes de que termine el sueño

seré destrozado​​ 

por el peso de un pie humano,

el de alguien que camina

y que puedo ser yo mismo

ya fuera del sueño.​​ 

 

 

 

 

 

El gamo

 

Probablemente no había otro modo de llegar

ese día hasta allí

sino cruzando caminos desbrozados para las vacas,

que por alguna razón habían desaparecido

y sólo habían dejado

entre las hierbas ralas

sus bostas aplastadas, excrementos

ya muy resecos que ellas mismas habían pisoteado

o bolas más recientes, esponjosas,

que tuve que ir evitando a medida que subía

hacia los alrededores de la iglesia.

Pero no era allí adonde iba.​​ 

Rodeé la azulada roca

a través de los prados que las vacas habían convertido

en un estercolero

sin un destino claro, como si simplemente

quisiera dejar que cayera la noche

y ver dibujadas a mi alrededor

con sombra y tizne las montañas,

las vallas, las incomprensibles figuras

de cada cosa a través de la cual pasaba mi conciencia.

Probablemente​​ 

fue ese camino resbaladizo

que desembocó en un granero abandonado

el que tenía que tomar,

como si hubiera perdido la razón,

según supe por todo​​ 

lo que ocurrió después.​​ 

Al bajar la escalera de delante del granero

y asomarme al prado cada vez más oscuro,

un gamo saltó sobre la hierba,

echó a correr hacia los árboles

y en un segundo el prado

se quedó desierto. Allí,

sin embargo, brillaba el hueco que había dejado el gamo,

el chasquido del salto como un eco

que circulaba por debajo del suelo,

su susto de gamo atrapado

en la inefable soledad de aquel paraje

por el que nunca debí haber aparecido.​​ 

Creo que ese gamo

era igual al que vi hace unos seis años,

aunque entonces preferí llamarlo corzo,

pues, rodeado de nieve, parecía más pequeño,

mientras que ahora era majestuoso,

con su cuello

de pelambre erizada,

su cuerpo como el de un ser de otro mundo,​​ 

sí, incluso podía ser el mismo

animal que descubrí junto al granero

una tarde de invierno de hace casi seis años.​​ 

Sé que ese gamo

va a descansar sobre la tumba de Rilke

cada tarde, al hundirse en las sombras

la iglesia construida en el abismo.

Yo lo vi entonces

y lo veo ahora.​​ 

Es dorado y mira hacia occidente,

pues su misión es retener toda la luz que pueda

en sus ojos que son pura contradicción.

El poeta recibe​​ 

toda esa luz vertida de unos ojos inmóviles

y la traspasa cada noche a sus poemas,​​ 

que siguen irradiando por eso

tantos años después.​​ 

De esto no hay duda.​​ 

Entre las bostas de las vacas

y la estampida del gamo entre la hierba

hay aún lugar para un intruso,

surgen incluso varios intrusos a la vez

y los caminos se llenan de fantasmas

o sonámbulos con libros en las manos.​​ 

El granero, la iglesia o un claro en la arboleda

son los lugares donde nacen los nuevos poemas,

esos a los que los gamos

no conceden su luz, sino un salto en la noche.​​ 

 

 

 

 

 

 

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