Miel para la boca del asno, nuevo libro de Nilton Santiago

Leemos algunos textos de Miel para la boca del asno, nuevo libro del poeta peruano radicado en Barcelona Nilton Santiago (Lima, 1979). Esta colección mereció el XXI Premio Emilio Alarcos de Poesía del Principado de Asturias. Acaba de publicarse en Visor Libros.

 

 

 

Nilton Santiago (Lima, 1979) reside en Barcelona hace años. ​​ En poesía​​ ha publicado​​ El libro de los espejos​​ (Premio Copé de Plata de la XI Bienal de Poesía, Lima 2003); La oscuridad de los gatos era nuestra oscuridad​​ (Premio Internacional de Poesía Joven Fundación Centro de Poesía José Hierro, Madrid 2012);​​ El equipaje del ángel (XXVII Premio Tiflos de Poesía, Visor Libros 2014);​​ Las musas se han ido de copas (XV Premio Casa de América de Poesía Americana, Visor Libros 2015);​​ Historia universal del etcétera​​ (Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro, Valparaíso Editores 2019) y, finalmente,​​ Miel para la boca del asno,​​ que ha obtenido el​​ XXI Premio Emilio Alarcos de Poesía del Principado de Asturias y acaba de publicarse por Visor Libros. También autor del libro de crónicas​​ Para retrasar los relojes de arena (Vallejo & Co., 2015) y del proyecto “sin fin”​​ Supercherías​​ (Las hojas del Baobab, 2022),​​ ha publicado​​ las antologías​​ A otro perro con este hueso (Casa de Poesía, Costa Rica 2016) y​​ 24 horas en la vida de una libélula​​ (Scalino, Sofía 2017).​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Inventario de pájaros rotos

 

 

Akutagawa se suicidó con una sobredosis de barbital,​​ 

aunque el ruiseñor que aleteaba bajo sus párpados​​ 

aún vive.

 

A Nerval se le veía pasear a una langosta​​ 

con una cinta azul.​​ 

Su cuerpo fue encontrado colgado de una farola.

 

José A. Silva se disparó una rosa de azufre

tras desayunar unas sardinas con crema de afeitar.

 

Antes del fusilamiento de su marido y al ver a su hija

llorando flores en un campo de concentración,

Tsvietáieva se ahorcó con una orquídea.

 

La bala que mató a Maiakovski aún le da vueltas a la tierra.

 

Sylvia Plath metió la cabeza en el microondas​​ 

para sacarla debajo del agua.

 

De Anne Sexton no quedan ni sus huesos:​​ 

si alguien abre su tumba

verá que está llena de pompas de jabón.

 

Celan se arrojó al Sena tras descubrir que era un poeta​​ 

y no una salamandra melancólica.

 

Watanabe fue enterrado con todo y alma​​ 

bajo un algarrobo.​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ No se suicidó,​​ 

pero el caimán asustado que dormía a su lado

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ hoy duerme conmigo.

 

Ahora entiendo por qué Dios​​ 

ha desmentido estar en todas partes.

 

 

 

 

 

 

 

 

Caja negra

 

 

Cuando la avioneta se estrelló,​​ 

yo aún no tenía una vida asignada.

Era tan sólo el brillo​​ 

de un montón de ideas de mi abuelo,

amontonadas como nieve fresca.

 

Lo siento, decía que en aquel momento​​ 

yo era un montón de ideas,​​ 

pero no es cierto.​​ 

 

A pesar de no existir, recuerdo el brillo del cuchillo​​ 

cortando el cordón que me unía a mi madre

y que solamente sirvió para que sus fantasmas​​ 

no fueran mis fantasmas.

 

Es decir, la​​ no existencia​​ no quiere decir la​​ no memoria.

 

Mi abuelo tenía razón:​​ 

la vida es un joven piloto inexperto atravesando en avioneta​​ 

una tormenta de nieve.

 

Cuando lo entendí, pasé de ser un montón de inexistencia

a ser un animal vertebrado

como lo era Ritchie Valens,

a quien apenas le habían salido las plumas cuando murió.

Cuando morimos.​​ 

 

La noche del accidente, Ritchie

ganó un asiento en la avioneta estrellada

apostando a «cara o cruz» con otro músico​​ 

que no quiere aparecer en este poema

y lo entiendo.

 

Tampoco yo quisiera aparecer en este poema.​​ 

 

Qué habría sido de la vida de mi madre​​ 

si mi madre hubiera sido un montón de ideas

y no la última estrella que vio Ritchie Valens​​ 

antes de estrellarse.

 

Qué habría sido de mi vida​​ 

si hubiera sido mía y no una avioneta estrellada​​ 

en la memoria de mi abuelo.

 

 

 

 

 

 

 

Sobre cómo un poema salda la “línea de presión” de la página en blanco

 

El comentarista dice que es como un «Verso Libre».

Se refiere a un futbolista​​ 

que se mueve por todo el frente de ataque.​​ 

 

Quizá tenga razón,​​ 

el verso no es libre porque deja de rimar,​​ 

sino porque engulle el silencio entre las palabras,​​ 

aquello que no dicen,​​ 

como ese «Verso Libre»​​ 

que busca la espalda de los defensores,​​ 

 

lo que​​ no ven.​​ 

 

«Muere el balón en los pies de Torres»​​ 

dice ahora el locutor.

El objeto esférico ya no gira, pero late.​​ 

No lo han tocado, pero el «Verso Libre»​​ 

se retuerce de dolor​​ 

sobre la página en blanco.

 

El árbitro se niega a «detener el tiempo»

o la idea que tenemos sobre el tiempo.

 

«Dios estaba con nosotros, pero el árbitro no»​​ 

sostiene otro jugador, Stoichkov,​​ 

sin saber que ambos son lo mismo.​​ 

 

El «Verso Libre» es sacado sobre una camilla:

como el poema,​​ 

se ha roto para encontrar el vacío.

 

Como si dejarse caer en el área​​ 

o sobre la página en blanco​​ 

significara que de pronto te crecieran alas.

 

 

 

 

 

 

 

 

Segunda muerte de Ibrahim

 

 

(Gaza, 15 de diciembre de 2017)

 

 

Una estrella recién cortada le atraviesa las piernas.​​ 

 

Él, Ibrahim, las entierra soñando con almendros.​​ 

Luego, junto a la alambrada y en silla de ruedas,

ayuda a Yasser, otro vencejo que cae.​​ 

 

Es tarde: tres disparos coagulan sus heridas.

El muerto cae con vida, sabe que dará de comer​​ 

a los alacranes.​​ 

​​ 

Más gases lacrimógenos, más disparos para derribar vencejos.​​ 

​​ 

A los que han cogido les arrancan las plumas​​ 

para que no huyan.​​ 

 

Ibrahim cae de su silla de ruedas​​ 

mientras les arroja un trozo de pan.​​ 

 

El silencio se expande en dos idiomas.

 

Un disparo corta el pan y su parietal.​​ 

Ibrahim, otra vez herido y otra vez muerto,​​ 

se levanta.​​ 

 

Sus piernas por fin son almendros y corre sin huesos.​​ 

 

Su mujer, que tampoco es​​ hija del Señor,

lo sigue, descalza, camino a casa.​​ 

 

Ahí los espera el corazón de Ibrahim dando campanadas.

 

 

 

 

 

 

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