Robert Graves: Los poemas de la diosa negra

En versión del poeta mexicano Carlos Ramírez Vuelvas leemos a Robert Graves (1895-1985). Se trata de dieciséis poemas incluidos en el volumen de ensayos Mammon and the Black Goddess (1965). Los textos, según apunta Ramírez Vuelvas, están influenciados por John Skelton, un poeta inglés de finales de la Edad Media que caracterizó su lenguaje poético, precisamente, de cierta procacidad.

 

 

 

 

 

 

 

Danza de palabras

 

Para hacerla danzar, enciende el relámpago

y no anticipes el ritmo. Confía en el azar

o en la llamada casualidad, para percibir las luces

una vez que el destello ilumine los primeros movimientos.​​ 

 

Atiende sus pasos y posturas tradicionales,

pero mírala danzar una vez y otra vez​​ 

hasta que sea un relámpago girando sobre sí misma:

la danza sencilla y el tema sencillo.  

 

 

 

 

 

 

 

Enkidu y la reina de Babel

 

Cuando me llamaban hormiga de antenas largas,​​ 

primero me​​ lanzaste​​ en​​ la​​ infancia

a pelear contra​​ un jabalí furioso

que destrozó la belleza de mi joven cuerpo.

  

Cuando yo era un gallo​​ de corona de oro

me hablaste con deseo y lujuria,

pero arrancaste mis plumas y quebraste mis alas,

por eso es triste mi canto en el verano.

 

Cuando yo era un león de pelaje rojizo

acariciaste mi melena bien peinada,

pero cavaste siete trampas para atraparme,

para que en una o en otra pudiera caer.​​ 

 

Cuando yo era un corcel, orgulloso y fuerte,

que galopaba a largo golpes como el viento,

heriste mi orgullo con espuelas y clavos

y con muchas varas que quebraste en mis hombros.

 

Cuando yo era un pastor que por ti

el pan de amor en su corazón​​ cocía

me hiciste un lobo rapaz que fue expulsado​​ 

de la casa de mis tres hermanos.​​ 

 

Cuando cuidaba el huerto de tu padre​​ 

te traje ciruelas, peras, manzanas y rosas,​​ 

pero me robaste la lujuria y la valentía,​​ 

y me convertiste en un topo servil.

 

Cuando fui sencillo, cuando fui cariñoso,

agitaste tu varita tres veces,

pero ahora prometes ser leal y honesta

y suavemente preguntas: ¿me casaré contigo?

 

 

 

 

 

 

 

Rubí y amatista

 

Dos mujeres: una es buena como el pan

                  casada con un marido fuerte.​​ 

Dos mujeres: la otra es rara como la mirra

                  casada solo consigo misma.​​ 

 

Dos mujeres: una es buena como el pan,

                  leal a cada promesa.​​ 

Dos mujeres: la otra es rara como la mirra

                  que nunca promete fervor.

 

La que lleva un rubí implacable

                  pero lo usa con placer inocente,

un ojo extraño podría pensar que es​​ solo​​ vidrio

                  y no acercarse a mirar jamás.​​ 

 

Dos mujeres: una es buena como el pan,

                  la más noble de la ciudad.

Dos mujeres: la otra es rara como la mirra,

                  y no necesita alabanza pública.​​ 

 

La amatista rosa pálida de su pecho

                  guarda un jardín en sí,

tus ojos podrían quedarse allí durante horas

                  y asombrarse, y perderse.

 

Sobre su cabeza una golondrina

                  gira en forma de aureola:

gloria y respeto a la feminidad

                  todavía prohibida para el hombre.​​ 

 

Dos mujeres: una es buena como el pan,​​ 

                  resistente a todos los​​ humores.​​ 

Dos mujeres: la otra rara como la mirra,

                  nuestro​​ humor​​ le pertenece.​​ 

 

 

 

 

 

 

Licea

 

Todos los lobos del bosque

aúllan por Licea.

Aglomerados

en un círculo cerrado,​​ 

lenguas del viento.​​ 

 

Una serpiente de plata

enrollada a su cintura,

serpenteando en sus rodillas,

le peina finas trenzas

con un peine fino.​​ 

 

También es como un lobo, pero es mujer,

la miran de cerca,​​ 

y ella saluda a los lobos,​​ 

en especial a algunos

a los que muestra su orgullo. ​​ 

 

Los lobos jóvenes gruñen,

se muerden entre ellos,​​ 

bajo la luz de luna.​​ 

“¡Bestias, sean sensatas,

yo soy la belleza!”

 

Licea tiene un pie ligero

para dar pasos ondulantes.​​ 

Sus músculos de arquera

advierten con cuánta firmeza​​ 

puede tensar las​​ cuerdas.​​ 

 

Le pregunto a Licea,​​ 

a quien encontré recostada

bajo los pinos

en una madrugada:​​ 

¿Que pueden aprender los lobos?​​ 

 

“Apenas aprenden envidia”,​​ 

contestó Licea.​​ 

“Envidia y esperanza,

esperanza y disgusto.​​ 

¿También tú aullarás

en ese círculo de lobos?”

Ella hablaba​​ mientras se reía.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

El regalo peligroso

 

Antes de cortarme la mano

con el filo del cuchillo que tú me regalaste

(el cuchillo peligroso de tu belleza)

ya debía saber qué hacer:​​ 

vendar la herida yo mismo

y esconder la sangre de ti. ​​ 

 

Es un cuchillo asesino

como tantas veces me advertiste:

y si yo suplicara piedad​​ 

o entregara una nota engañosa ​​ 

al tratar de reparar el daño,​​ 

terminaría por enterrar el cuchillo en mi garganta.

 

 

 

 

 

 

​​ 

Rara vez, pero ahora

 

La intensidad de un amor feroz como el nuestro

rara vez se encuentra.

Su presencia siempre​​ 

está libre de juramentos o de promesas.​​ 

Si no fuéramos así,

si fuéramos como pájaros de plumajes similares​​ 

enjaulados por la paz cotidiana,

¿podríamos conjurar nuestro incendio salvaje

en la tierra, como ahora lo hacemos?        ​​ 

 

 

 

 

 

 

Horizonte

 

En un día claro, con la delgada línea del horizonte

dibujada entre el mar y el cielo,

entre el amor del mar y el amor del cielo,​​ 

y después del atardecer que desaparece

incluso para un ojo atento.​​ 

 

“Haz lo que quieras esta noche”,​​ 

dijo ella, y él hizo​​ 

de luz de la luna, la luz de la vela,​​ 

de​​ la luz de la vela y la luz de la luna,​​ 

mientras las nubes se acostaban​​ 

escondidas al horizonte.​​ 

 

Se sabe y no se sabe,​​ 

que esos hechos deben terminar

en una maldición que los amantes​​ 

llorarán durante mucho tiempo

por lo sucedido: en la noche,​​ 

ella se escapará con su amigo familiar,​​ 

dejándole su belleza para explorar

la luz de la luna, la luz de la vela,​​ 

la luz de la vela y la luz de la luna.

 

 

 

 

 

 

 

La amante del león

 

Elegiste a un león como amante.

Yo, que saludo con alegría la desgracia,

me atreví con celo a comprender​​ 

los crueles presagios antiguos que se conocen y saben,

al tirar una trampa cebada con carne: la mía.

 

Ahora no cambiaría este corazón de león

por otro menos furioso.

Cuando estoy poseído por la luna

roo huesos secos en una guarida abandonada

y, cuando las nubes la cubren, rujo en mi desesperación.​​ 

 

Desprecio la gratitud y la ternura,​​ 

baratijas de mercado:

Tus pies desnudos sobre mis hombros heridos,

tus ojos desnudos con amor,​​ 

son todos los regalos que mi bestialidad necesita.

 

 

 

 

 

 

 

Engañar y traicionar

 

Si bien es perdonable en una mujer, para engañar y traicionar

ceba lentamente la divina necesidad del fuego

del verdadero amor encendido entre dos. ¿Has visto​​ 

la inmanencia de la Diosa bajar las cejas

cuando algún pícaro con látigo en los cascos,​​ 

algún payaso pintado haciendo pantomimas,​​ 

privatiza sus misterios, y después expresa

un celoso anhelo por el mandala,

en lugar del horror y el estremecimiento

de presentir que ella nunca volverá a la misma casa?

 

 

 

 

 

 

 

No esperar nada

 

Dar, no pedir, esperar,​​ 

sobrevivir apenas con migajas,​​ 

más bien esparcidas por casualidad.​​ 

No son para ti (sonrió ella) son para los pájaros.

Aunque sea poca,​​ como la comida de un ladrón, es algo

mejor al hambre nefasta, y ella ni siquiera engorda​​ 

con el pan que desmorona, mientras la verdad solitaria

de su amor es honrada con palabras absolutamente comprometidas.

 

 

 

 

 

 

 

Para alabarla

 

Ellos lo saben bien: la Diosa permanece.​​ 

A través de cada nueva mujer hermosa, a quien monta

a horcajadas sobre el cuello,​​ 

uno, o dos, o tres años,​​ 

hasta hundirla bajo el peso de su majestuosidad

y, volviendo a tientas a la humanidad, en contra

del poder temerario que blanqueó su camino

con su sendero de tréboles anchos, dejándote,

su amante preferido, apuñalado,​​ 

tus bolsos robados, tus anillos perdidos.

Sin embargo, la llaman para vivir,

para conversar con los puros, oráculo de muertos,​​ 

para escuchar a la jauría salvaje aullando en lo alto,​​ 

para observar a la luna arrastrar sus mareas frías.​​ 

La mujer es una mujer mortal. Ella espera.

 

 

 

 

 

 

 

Comida de los muertos

 

Te sonrojas mientras acaricias​​ las comisuras, la barbilla,​​ 

los labios,​​ la frente,​​ las cicatrices de tu rostro,​​ 

Príncipe Orfeo: porque fuiste llamado por ella

hermoso, y sabías que ella no​​ regalaría​​ una simple adulación.​​ 

Ahora deberás ser paciente, y cuando ella coma otra vez

comida de los muertos, siete semillas de granada,​​ 

¿una vez más la serpiente calentará sus cosas

para crecer de nuevo​​ en las nuevas salas del Infierno?

 

 

 

 

 

 

Eurídice

 

Deprimido, deprimido, deprimido.​​ 

¿Ella podrá descansar una vez que pronuncie la maldición,

ya sin poder, llorando, para apaciguarme

con los augurios renovados de su belleza celestial?

 

Mira​​ cómo​​ ilumina​​ la luz de su​​ llama

sobre los cobardes, los sin rostro, los perdidos, los desquiciados,​​ 

y coge​​ a un diablillo desnudo entre sus senos,​​ 

¿no​​ debería estar deprimido, deprimido,​​ tres veces​​ deprimido?​​ 

 

Royó la carroña hasta que le hiede la boca,​​ 

creció como un chacal, triste y magro,​​ 

reptó hasta la casa, aceptó consuelo, pero nuevamente

se liberó de la cadena verdadera para volver a una cadena de hierro.​​ 

 

Mi querido corazón, ¿te desafío a pelear contra mí

para estrangular al amor por una loca perversión?

¿Nuestro destino nunca puede ser abandonado

​​ aunque recline la cabeza para cantar a la Aún No Nacida?​​ 

 

 

 

 

 

 

 

Un último poema

 

Un último poema, otro más, y otro más que será el último,

¿cuándo dejaré de tomar la pluma​​ 

hasta que brote sangre de mis uñas,​​ 

me falte la respiración y tiemble de fiebre,

o bien me envuelva en el manto multicolor

de la Luna que brilla a través de su castillo de cristal?​​ 

Creo que nunca la escucharé hablar bajito:

Pero es verdad que yo solo escribo para ti

y para mí, solamente; eso, amor, es lo que he hecho.

 

 

 

 

 

 

Ese otro mundo

 

Fatídicamente, solo contigo otra vez

como antes del primer crujido de la Tierra:

una mujer sola y un hombre solo.​​ 

Otros admiran cómo caminamos en este mundo:​​ 

les mostramos gracia y bondad,

para que ninguno se ponga celoso

de la verdad que resuena entre nosotros dos,

o en ese otro mundo, en la cuna del mundo,

hijo de tu amor por mí.

 

 

 

 

 

 

El corazón

 

Este es el inicio: el gusano del amor se cría

entre las brasas rojas de un corazón de fuego,

se convierte un polluelo, emplumando lentamente,

y saltará dando vueltas, un círculo

de niños inquietos disfrutando del fuego.​​ 

 

Pero el hombre desdichado que nunca soportó estar ahí,​​ 

que nunca sacó la brasa de un carbón de la fuente sagrada

para calentar el corazón de su creación,​​ 

ni se acostó bajo las alas color perla gris

con una postura obediente.​​ 

 

¿Cómo velará al filo de la medianoche?​​ 

¿Se convertirá en un fénix, emplumado de verde y oro?

¿O cómo será atrapado por garras enjoyadas,

retenido en la dureza de la colina,

donde una mujer se desvela, negra como la Madre Noche,​​ 

para enseñarle un nuevo grado de amor,​​ 

y la lengua y el canto de los pájaros?

 

 

 

 

 

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