Reginald Shepherd: Notas sobre la belleza

 

Reginald Shepherd nació en Nueva York un 10 de abril de 1963. Pasó su niñez en casas de acogida en el área del Bronx. Fue un poeta, ensayista y editor; obtuvo el grado de bachiller por la Universidad de Bennington y continuó sus estudios en la Universidad Brown y en el taller para escritores de Iowa. Con su primer poemario, Some Are Drowning (1994) ganó el premio de poesía del Associated Writing Program; su colección Angel, Interrupted consiguió ser finalista en 1997 del premio Lambda de literatura. Escribió un libro de ensayos: Orpheus in the Bronx: Essays on Identity, Politics, and the Freedom of Poetry (2008). El 10 de septiembre de 2008 fallece en Pensacola, Florida. Red Clay Weather de 2011 fue una edición póstuma de poemas de Shepherd editada y con palabras liminares de Robert Philen, su pareja y amante de toda la vida. Describió su labor poética como «Deseo hacer que Safo y el sur del Bronx; el mito de Jacinto y los vagabundos negros ubicuos en las ciudades decadentes del imperio americano, el SIDA y todas las culturas muertas y hermosas, se hablen y reconozcan unos con otros (…) Mi objetivo es rescatar una porción de lo hundido y de lo que se ahoga, incluyendo, siempre, a mí mismo»[1].    

 

Hoy presentamos “Notas sobre la belleza”, que aparece en el Orfeo en el Bronx: ensayos sobre identidad, política y la libertad de la poesía. La traducción y selección es de Guadalupe Gudenschwager.

 

 

 

 

 

 

 

Notas sobre la belleza

 

 

«No confió más en la belleza» escribí una vez: «¿cuándo dejaré de creer en ella?». Y en otra parte: «porque la belleza (inamovible, triunfante) no es mi aliada ¿o sí?». Esa es parte de la verdad. La otra parte de la verdad es que, sin una noción de belleza, una encarnación de lo posible allende las objeciones de lo mundano, no habría llegado a ser poeta; tampoco, quizás, habría dejado atrás los proyectos de acogida y vivienda en el Bronx. Está en boga, de hecho, viene de suyo, condenar a la belleza por opresiva: en el peor de los casos, se trata de una mistificación ideológica; en el mejor, una mera distracción del trabajo real. (Lenin no podía escuchar música por esta razón: desconfiaba del poder que ejercía sobre él, temía que ésta pudiera enervarlo y volverlo manso para hacer las arduas tareas que debía hacer). Como poeta, Jau Hopler escribe «Es difícil creer que la belleza es la nueva fealdad / Pero así debe ser, ¿por qué otra razón mis coetáneos la ridiculizarían?». Con frecuencia, y de manera simplista, nociones distorsionadas sobre la belleza han sido desplegadas para fines perversos: el culto nazi hacia la belleza aria es el ejemplo más escandaloso. (Empero, me acuerdo de que las esculturas de Arno Breker, escultor de cámara de Hitler, son, de hecho, feas. Pero la rígida, triunfante Olympia de Leni Riefenstahl no lo es.) La observación de Adorno sigue vigente «La belleza de cualquier tipo debe encarar la cuestión de si es en verdad bella o es solo una falsa pretensión que reposa en una afirmación estática»[1].

 

Cunde la confusión de la belleza con lo irrelevante, bonito y ornamental; confrontar lo complaciente con una esfera algo más exigente o severa, mucho más allá de lo meramente hermoso. Desde esta perspectiva se sitúa a la belleza en el punto medio de un continuum, de lo bonito a lo hermoso a lo sublime: la belleza es, así, una forma de mediocridad o compromiso. Fue Edmund Burke en primer lugar quien distinguió entre lo bello y lo sublime como aquello que se somete a nosotros versus aquello que nos abruma, lo que podría aniquilarnos, pero no lo hace. Immanuel Kant y (recientemente) Jean-François Lyotard han meditado sobre esta diferencia. Según este enfoque, la belleza alienta y consuela: nos abastece con lo sabido, mientras lo sublime rompe sobre nosotros como una tormenta emerge de un huracán fuera de temporada. Como Susan Sontag ha observado, «La belleza es parte de la historia de la idealización, que es en sí parte de la historia del consuelo. Pero la belleza no siempre consuela. La hermosura del rostro y del talle atormenta, subyuga; esa belleza es despótica. La belleza humana, y la belleza labrada (arte) —ambas nacen de la fantasía de posesión. Nuestro modelo del desinterés viene de la belleza de la naturaleza— una naturaleza distante, integra, inasible. »[2]

 

La belleza es insistente, hace demandas. Demanda que la veamos, que la reconozcamos, que reconozcamos nuestra vista, que seamos transformados al experimentarla. Como Rilke escribió, la belleza es el comienzo de un terror que apenas seremos capaces de aguantar. Y, como Francis Bacon anotó, no hay belleza que no haya tenido una porción de rareza. Para citar “A Litany in Time of Plague” de Thomas Nashe, un poema que celebra y encarna la belleza de la aniquilación, un poema cuyo hablante está, en parte, muriendo de belleza:

 

El resplandor cae del cielo;

Las reinas han muerto jóvenes y bellas;

El polvo ha cerrado los ojos de Helen.

Estoy enfermo, debo morir[3].

 

El terror equiparado por Kant con lo sublime es sinónimo de la concepción de belleza en Rilke: lo sublime es el rostro verdadero de la belleza, como Zeus revelando en toda su gloria su verdadera forma a Sémele; como Yahvé cuya espalda solo puede ser entrevista por los ojos mortales. La belleza no es amable ni benigna; es una fuerza natural, amoral, más allá del bien y del mal. Como el placer-dolor del orgasmo, como la jouissance de Roland Barthes, es conmovedora, extática: estamos junto a nosotros, fuera de nosotros. La belleza quema y devora: morimos ante nosotros mismo y, renacidos, nos elevamos.  

 

He referido y citado, mencionado y aludido, pero no soy un profeta. ¿En qué creo —y que parte de mí— y en qué momento? Quizás esta cuasicrestomatía es evidencia, circunstancial en cualquier caso, de que la belleza no es meramente personal ni idiosincrática. Me he sentido hechizado por la belleza de otros hombres que yo no poseía y no pude hacer mía (la belleza llama a la belleza; después de todo, pienso que la belleza también demanda una audiencia, una audiencia que no es, presumiblemente, bella: pues de otra manera tendría que contemplarse a sí misma), y me sentí derrotado por la distancia entre mí y lo que deseé tener, en lo que deseé convertirme. Me he sentido extasiado por y completamente alienado de la belleza de la naturaleza; era otra para mí tanm fundamentalmente, que no hubo sentimiento de exclusión, sino simplemente pura alteridad. No hubo deseo ni posibilidad de poder ser una cascada sumergiéndome en la quebrada, aunque pude sentir esa gana vertiginosa de caer en picada entre aguas blancas y esquisto. Pero hubo, hay, un deseo de preservar ese momento de aprehensión. Esta es una de las cosas que la poesía significa para mí: la posibilidad de mediar entre ser y desear, de conectar con la alteridad articulándola. “Articular” también significa “enlazar”. Una manera en que para mí un poema comienza es con la pregunta: “¿Cómo se relacionan estas cosas unas con otras?” El lenguaje por sí mismo es articulación en dos sentidos: profiere y conecta. Liminar, nada en sí mismo, pero tondo en relación, una puente entre lo material y lo inmaterial, entre imagen e idea, significado y significante; todo lenguaje es una conjunción, copula, amalgama. Lo real espera en un rincón, nunca se debe decir, pero solo se habla de él… Solo conectado, como E. M. Forster escribió.

 

Decidí que quería ser un poeta (una asíntota, rozada, pero en realidad nunca alcanzada: en ese sentido, como la belleza misma) porque estaba abrumado por la belleza ambivalente y contradictoria de “Love Song of J. Alfred Prufrock” de Eliot, que parecía no solamente hablar de y para mi vida, sino que la reemplazaba, aunque sea fugazmente, con algo más significativo. La miseria amorfa había adquirido estructura, el sufrimiento se había transformado en forma. Odiaba el poema por aludir a mí, por no entregarse inmediatamente a mi entendimiento; lo amaba por su poder de fascinación. Al convertirme en poeta, busqué un trozo de ese poder, ser, si no una belleza yo mismo (eso habría sido demasiado pedir), entonces al menos una fuente de belleza. Como Frank O’Hara escribió en su “Autobiographia Literaria”: «¡Y aquí estoy, el / centro de toda belleza! / ¡escribiendo estos poemas! / ¡Imagínate! »[4] demasiado para los despiadados animales y las huidizas aves…

 

Alguna vez escribí que muchos de mis poemas consisten en una discusión entre la belleza y la justicia, y ha sido sólito durante mucho tiempo oponer a las dos, como si las falsedades de la belleza fueran develadas por el ojo implacable de la justicia. Pero creo, junto a Elaine Scarry y otros más, que últimamente, y quizás paradójicamente, la belleza y la justicia son una sola, que la belleza nos la presenta con la posibilidad de las cosas como deberían ser. Como indica Susan Sontag: «las distintas definiciones de belleza se presentan, como mínimo, cercanas a una caracterización plausible de la virtud y, de una humanidad más plena, como los intentos por definir la bondad como tal.”[5]

 

La belleza está fuera de los límites del bien y el mal y, no obstante, promueve una relación rígida con una dimensión ética. (Stendhal escribió que la belleza es la promesa de la felicidad, empero, esa promesa se rompe con frecuencia.) En ese sentido, la belleza encarna la virtud, como creía Platón, y demanda de nosotros que encarnemos esa virtud: para quien no quiere ser hermoso ¿quién no querría ser hermoso si pudiera? La presencia de la belleza nos recuerda su frecuente ausencia, y exige que remediemos esa ausencia con nuestras mejores capacidades, aunque sea para sosegar el dolor de la carencia. Otra vez, en palabras de Rilke, no existe una parte que no te observe: debes cambiar tu vida. La severidad de la belleza es una forma de justicia: mera proporción, mera armonía (incluso en su ruptura aparente), la exacta relación de las partes para el todo y del todo para las partes. A este respecto, la belleza menos en su contenido que en su forma, ofrece una representación de la sociedad justa. Friedrich Schlegel hace esta analogía explícita al escribir: «La poesía es un discurso republicano. Un discurso que es su propia ley y su propio fin, donde todas las partes son ciudadanos libres y tienen permitido participar. »[6] El dolor constante que provoca la belleza (la belleza es algo que sufrimos, una pasión) es el dolor del reconocimiento de la ausencia de cierta cosa en nuestra vida, es el recordatorio de nuestra propia incompetencia. El torso arcaico de Rilke es, ante todo, el fragmento de un dios: la belleza brilla en aquello que permanece, recordándonos una plenitud fuera de nuestro alcance. Nos recuerda lo posible inexistente.

 

La belleza no es buena para algo en particular o, a lo mejor, nos echa una mano para poder coger, si es que uno es hermoso; me gusta la idea de su inutilidad. En una sociedad tan sometida por la racionalidad instrumental, ser bueno para nada es, quizás, ser sencillamente bueno: por ser inútil, la belleza manifiesta eso que Kant llamó el Reino de los fines, en donde las personas y las cosas existen en y por sí mismas y no como el medio para fin de otros (beneficio, poder). En terminología sartriana, la belleza es el dominio del para-sí y del en-sí. La belleza es torpe e inconveniente y, frecuentemente, incómoda (o al menos nuestra reacción ante la belleza nos hace perder la compostura, la calma) y, en conjunto, excede lo necesario, lo solicitado, lo que es apropiado. Habito las visiones del exceso, en suma, insolventes para sus órdenes, y espero que mi derrota por intentar una definición de lo hermoso sea tomada como una ejemplificación de mi epígrafe —la belleza puede acariciarse, pero nunca asirse—­ y, por lo tanto, como una aprobación hacia el rechazo de la belleza a ser dominada por la razón.     

 

 

 

Obras consultadas[7]

 

Adorno, Theodor. Aesthetic Theory. Trans. Christian Lenhardt. New York: Routledge and Kegan Paul, 1984.

Hopler, Jay. Green Squall. New Heaven, CT: Yale University Press, 2006.

O’Hara, Frank. The Collected Poems of Frank O’Hara. Ed. Donald Allen. New York: Alfred A. Knopf, 1971.

Shepherd, Reginald. Some Are Drowning. Pittsburgh, PA: University of Pittsburgh Press, 1994.

Sontag, Susan. “An Argument About Beauty”. At the Same Time: Essays and Speeches. Eds. Paolo Dilonardo and Anne Jump. New York: Farrar Straus Giroux, 2007.

 

 

 

Notas

 

[1] La aproximación es mía y es la traducción de la traducción inglesa que maneja Reginald. En la traducción de Jorge Navarro Péres se lee: «Ninguna belleza puede eludir hoy la cuestión de si es bella y si no se ha infiltrado mediante la afirmación sin proceso».

[2] Aurelio Mayor, el traductor al español de At the same time, ofrece una versión muy libre del original de Sontag. Mi aproximación es de la cita directa de Reginald.

[3] La aproximación es mía.

[4] La aproximación es mía.

[5] De nuevo, Aurelio Major, interpreta. La aproximación es mía.

[6] Traducción de Pere Pajerols en: Schlegel, Friedrich. Fragmentos. Marbot ediciones: 2009.

[7] Traslado directamente las referencias citadas por Reginald.

 

[1] “Reginald Shepherd”. Poetry Foundation. www. poetryfoundation.org/poets/reginald-shepherd. Revisado el 03 de febrero de 2024. (La aproximación es mía).

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