Presentamos algunos poemas de Nadia López García (Oaxaca, 1992) Ha participado en distintos recitales, talleres y festivales tanto en México, España, India, Colombia, Estados Unidos, Guatemala, Puerto Rico, Venezuela, Cuba, Belice, Panamá, entre otros. Del 2015 al 2017 fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. Cuenta con varios premios de poesía, siendo el más reciente, el Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón. Su obra ha sido traducida al griego, árabe, inglés, francés, bengalí, hindi, chino, alemán y catalán.
PERFECTA
A mi madre
Todo lo cumplí intachablemente.
Me ocupé de las labores propias
de una señorita, me abstuve
de levantar la voz y desdeñar
las buenas costumbres de tu reino;
posé para la instantánea
de la hija provinciana modelo,
obedecí todos tus mandatos
más por miedo que por convicción.
Tú sabes que fui la mejor de todas.
Corona de los padres son los hijos
repetías como halago y sentencia,
mientras evaluabas todo a tu alrededor.
No preguntes, no reproches,
no blasfemes,
no des tu cuerpo sin estar casada.
La prohibición era la médula de tus leyes.
Pero yo, necesitaba develar el misterio.
Había sido animal enjaulado
y al sentir el calor del sol
me dejé bañar por él,
comí de la manzana
y en su sabor encontré mi delicia.
Sé de sobra que hoy soy todas tus vergüenzas,
señal de escándalo
que te ofende con su sola mención.
Nada queda de la niña que formaste.
Y es que después de todo, madre,
lo que tú nombras rebeldía, fracaso, libertinaje
yo lo llamo albedrío,
ajuste de balanza.
UN SERMÓN DESDE LA COCINA
Bienaventurados aquellos que sin un centro
tienen esa forma rigurosa y modesta
de la cebolla, esa brillante redondez
y vigor para echar raíces,
aun, sin tierra para anclar.
IN SITU
Desde su orilla me mira,
contempla la quietud de las paredes,
las cortinas apenas
movidas por el viento.
Tantos días aquí, tantos y tantos
días frente a estos ojos
minerales. Cristal y mercurio
copian el movimiento de mi mano
frente a mi cara, duplican
en simetría y sintonía
los pliegues de mi cuerpo.
Toda yo soy ella
y no lo soy.
Entre mi rostro y su reflejo
¿qué distancia?
Hace un momento hubiera sido fácil mirar
de golpe y sin sorpresa –como siempre–
esbozar cualquiera de los gestos
que repetimos frente a un espejo
para probar que no somos
sólo la imagen,
probar
que aún estamos vivos.
Pero ahora
me miro mirándome,
Ojos reflejo,
ojos aluminio,
ojos especulares.
¿Qué miran los otros
al mirarme?
En estas cuatro paredes,
el tiempo en espiral
se ahueca,
se silencian mis pensamientos
y la mirada es vidrio esmerilado.
Ahí
distingo el juego macabro,
la extrañez de verme
en la simetría,
en el revés del rayo
en luz a detalle
y no saber si esa,
realmente,
soy yo.
BLUE 52
En 1989
un equipo de oceanógrafos percibió un canto de ballena
que no se correspondía con ninguna especie conocida,
pues canta a una inusual frecuencia de 52 Hz,
quedando completamente fuera
de las capacidades vocales
y auditivas de otras especies
The New York Times.
Song of the Sea, a Cappella and Unanswered, 2004.
Miro el galope erguido de potros blancos,
desaparecen en la espuma de este mar que brama
en estruendos de agua y sal.
Siempre la misma voz de trueno,
siempre las mismas olas.
Me cuesta imaginar los bordes de tu canto
en este mar, donde el oído no basta,
imaginar el viaje sonoro de tu voz
resonando en la nada.
Blue 52 –como te han llamado–
quizá eres la única que ha conocido
la soledad más profunda,
rodeada de pájaros marinos
vagas sin que adviertan tu canto,
nada saben de ti.
Tal vez la soledad es eso,
una voz vibrando en un desierto de ecos
sin que nadie advierta su presencia.
Me pregunto qué dirás con esa voz de 52 hercios
tan parecida al silencio,
pienso en las historias de ballena que podrías contar,
en el amor que no acude a tu llamado
y en el horror de saber que la semilla de tu voz
es infértil.
Sigo mirando el tropel de las olas,
suspendida en este azul crepitar de aguas,
buscando la palabra exacta
que haga audible mi pensamiento
en esta hoja de arena.
Por el horizonte, la tarde se desborda
refulgente y absorta en sus colores trenzados
al agua, insensible al canto de una ballena
condenada a hablar como címbalo que retiñe
en el silencio más mudo e impávida
ante la mano que escribe y no encuentra
que naufraga y enmudece.
EL GATO
Tal vez fue darnos la vuelta
y dormir de espaldas, sin tocarnos,
o quizá comer con prisa,
sin decir siquiera una palabra.
Tal vez fue dejar que tus antes
y mis antes, siguieran viviendo
en las escamas de cada reproche;
quizá fue alimentar más al gato
que a nuestro amor:
él tan obscenamente gordo
y nosotros tan tristemente hambrientos
–necesitados–
del alimento que habitaba en la piel del otro.
Quizá sólo fue juntar soledades
e irnos muriendo de a poquito
así como el gato y sus 12 kilos
que arrastraba con dolor,
y no por ello dejaba de comer
e incluso de pedir más.
A leguas se notaba que no era feliz
comiendo y aun así sus mandíbulas
no pararon.
Tal vez fue eso, todo eso,
o quizá en ocasiones
sólo deseamos aquello
que nos hará infelices.
CIRUELO
El árbol había resistido la sequía,
el casi eterno vendaval
y aquella plaga
que lo despojó de toda grandeza.
Pese a ello y con obstinación de roble
permaneció en pie.
Vivió como un barco encallado,
una casa de juegos
para la niña que fui.
Quizá por ello mi madre
—en contra de su obsesión
por llenar el patio sólo de árboles
majestuosos, fuertes y sanos—
le concedió más vida.
Por meses creí
que ella premiaría la perseverancia
del ciruelo,
su voluntad para seguir anclado
a este mundo.
Pero me equivocaba,
la prórroga llegó a su fin:
A veces la voluntad no es suficiente,
la escuché decir,
mientras el árbol era derribado.
Nadie supo en casa
por qué no protesté, ni pude llorar,
como tampoco supieron
que por años odié al ciruelo,
lo desprecié
por no haber resistido
la mano de mi madre,
por ser árbol
y no quedarse.
FRANCISCA
Me cuentan que, en las noches de un tibio silencio, cuando el viento reposa sobre las hojas de los árboles, han escuchado el susurro de tu voz. Tu canto venido de otro tiempo resuena, dicen, en las grietas de esta casa que te vio nacer y también morir.
Recuerdo la última vez que te vi. Esa noche llovió una lluvia pesada y fría como pocas veces se ha visto en esta tierra donde nos tocó nacer. Nada más inquietante que ver tus manos entrecruzadas frente a tu pecho, mientras repetías Ave maría, Cristo redentor.
No sé si desde entonces me dejaste saber tus presentimientos. Pero podría jurar que esas manos ilustraban una súplica jamás vista en ti. En esas manos estaban tus días de alimentar a los toros y desgranar las mazorcas con la misma paciencia con la que limpiabas azafranes o quintoniles, estaban los días de esa mujer que le temía al agua y a la humedad vegetal que crece en las paredes tras la lluvia. Fuiste una mujer de tierra.
Quizá abuelita tiene razón y esa noche viste tu muerte por agua. Presentiste el final de tus días con los ojos clavados en las gotas de lluvia. Cómo fuiste a morir así, tía Francisca, con tus apenas cuarenta años, con tu vestido de flores amarillas que arrastró la creciente del río, con tu cuerpo buscando tierra y la boca tan llena de agua que no tuviste espacio para decir, siquiera, un ave maría o un padre nuestro.
Dicen que en las noches han escuchado el crujir de tu cama, el goteo de tus pies recorriendo los cuartos. Tía Odi, dice que te ha visto sentada junto a la cocina y hasta te ha preguntado cosas, pero tú no le respondes. Cuentan que en alguna ocasión te vieron caminando por el patio, envuelta entre gruesos edredones, temblabas de frío y tus labios eran tan azules como un cielo de medianoche.
¿A caso no sabes que has muerto, tía Francisca?
Quizá las tías tienen razón y sigues viva en otro tiempo, un tiempo quieto y abandonado por nosotras, donde todo sigue siendo, donde las horas no pesan y donde las voces desaparecen en un tejido de ecos.
Afuera, ha vuelto la lluvia sobre los platanares, sobre las hojas de aguacate y lima. Ha vuelto a llover sobre esta tierra un agua vastísima y tan sonora que temo no podré escuchar tu voz, resonando en esta casa. Qué desazón es estar tan viva y no escucharte en este vocerío vegetal de las aguas.
SECUNDINA
También el alma se puede enfermar de frío.
Dicen las mujeres de la casa cuando hablan de ti.
Recuerdo que eras callada y misteriosa, igual a esas noches en las cuales sabes que la lluvia estará ausente y sin embargo la esperas.
Nada te sorprendía. Cualquier silla era el espacio idóneo para acurrucarte y buscar un poco de calor entre tu cuerpo. Te frotabas las piernas con esas manos ya escamosas de tanta resequedad y con las cuales –según se sabe– jamás enamoraste a ningún hombre.
Quienes te buscamos pudimos encontrarte en el fogón de la cocina, junto a la olla de café –la cual te hacía más compañía que cualquiera de nosotros– o en el patio, cuando el sol lograba verse en esta tierra tan fría en donde nos tocó nacer.
Me gustaba observarte. Adivinar qué pensabas mientras te comías –una a una– las flores de ese cafetal domesticado por ti. Las ponías en tu boca con tanta calma y devoción que ni una sola vez me aburrí de verte.
Posiblemente creías –así como mis abuelos– que ellas pueden curar cualquier mal. O mejor aún, puede ser que en ese cafetal veías una forma de hacerte presente, de tener algo en qué ocuparte y ser visible. Una posibilidad de ser la madre de ese huérfano al que nunca le cayó ninguna plaga y tampoco hubo hormiga que se atreviera a saciarse de él, mientras tú aún vivías.
Traté de descifrarte, pero nunca te adiviné nada.
No advertí que te estabas muriendo.
Tía Secundina, temblabas sin descanso. Dicen que te habías enfermado de frío, pero nadie se enteró en el momento preciso, fue hasta mucho después de tu muerte que lo supimos. Muy pocos te poníamos atención y esos muy pocos éramos niños que no logramos leer esa mirada de tristeza que siempre tuviste.
¿Quién se enferma de frío, tía Secundina?
Ya no tiene caso preguntarlo y sin embargo lo hago, como para curarme –falsamente– este pesar. No protegí tu último signo de presencia en esta vida.
Tampoco protesté, ni pude llorar.
Hoy, cortaron tu cafetal.
Ya nadie comía de sus flores.
Seguramente, en algunos días,
ninguno de nosotros lo recordará.