Una mirada a la poesía venezolana: la tradición que nos une
Por Giordana García Sojo
Siguiendo al poeta y crítico Reynaldo Pérez Só (Caracas, 1945 - Valencia, 2023), podemos plantear que la poesía venezolana moderna se erige con verdadera fuerza en los albores del siglo XX, a partir de dos voces fundamentales, una reconocida como la voz paterna fundacional de la poesía en el país: el costeño Antonio Ramos Sucre (Cumaná, 1890 – Ginebra, 1930), y otra voz, aún poco difundida y revisitada en su raigambre fundadora, la del andino Salustio González Rincones (San Cristóbal, 1886 – Alta Mar, 1933).
Antonio Ramos Sucre desarrolla una propuesta poética de la angustia y la sordidez, influenciado directamente por el malditismo francés, pero con un lenguaje propio, pleno de anacronías y cosmopolitismo, de una fuerza que marcaría el quehacer poético posterior. Por su parte, Salustio González Rincones es un “raro”, adelantado en el experimentalismo y ludismo verbal, se codea con las vanguardias y la heteronimia. Ramos Sucre muere en Suiza, Salustio fallece en alta mar de regreso a Venezuela. Ambos constituyen voces fundacionales, guías para comprender el derrotero de la poesía venezolana del siglo XX, que deja atrás al cisne de Darío, el inventario de paisaje de Andrés Bello y la mera influencia europea.
Son muchos los nombres que han marcado la tradición poética venezolana, no es nuestro objetivo hacer un estudio exhaustivo, pero sí mencionar algunos nombres de quienes consideramos resultan imprescindibles para comprender la solidez del género en el país. Por supuesto que el contexto social, determinado por la lucha por la tierra, el petróleo y la renta del Estado, atraviesa la producción literaria nacional. Incluso hoy, sería poco honesto no mencionar cómo ha afectado la polarización política el campo cultural, dividiendo hasta la absoluta no convergencia a personalidades cohesionantes como Rafael Cadenas y Luis Alberto Crespo, por ejemplo, quienes, sin embargo, manifiestan en sus trayectorias muchos más puntos históricos de encuentro que de desencuentro. También se debe mencionar esa categoría que se ha tratado de instalar que refiere a la diáspora o el exilio como lugar de enunciación, en contraposición a quienes escriben desde el país. No obstante, consideramos que existe una tradición poética nacional que se basa en la calidad de los textos, inscritos en el devenir social del que son parte, pero cuya confluencia es la tradición a la que pertenecen, consolidada, como dijimos, en los albores del siglo XX.
Una voz pilar, además femenina, es la de Enriqueta Arvelo Larriva (Barinas, 1886 – Caracas, 1962) quien en principio escribe desde la periferia a la capital, y logra describir en su trabajo poético no el paisaje nacional del terruño, que se ha considerado el corazón de Venezuela (los Llanos), sino el “paisaje interior” que se vale de las imágenes externas para desarrollar un complejo entramado expresivo del yo, que además, en este caso, es un “yo femenino”, por lo que tuvo (y aún tiene) que sortear escollos particulares para ser leída, reconocida y respetada como su obra merece. Larriva pertenece a una familia de poetas, su hermano Alfredo Arvelo Larriva (Barinitas, 1883 – Madrid, 1934) fue reconocido por su obra, y su primo menor, Alberto Arvelo Torrealba (Barinas, 1905 – Caracas, 1971) es considerado el padre de la poesía popular llanera, gracias especialmente al poema épico Florentino y el Diablo, poema cardinal para entender la identidad venezolana, que ha sido adaptado en distintas ocasiones a la música, el cine, el teatro, la televisión, etc.
Es menester hacer hincapié en las dificultades que enfrentaron las mujeres escritoras para acceder a los circuitos legitimadores del canon literario, sobre todo porque a la luz de hoy, la poesía de mujeres es fundamental para varias generaciones posteriores. Una de las estrategias que hacia 1940 lograron las mujeres del país para acceder a la publicación fue el concurso femenino que llevó a conformar la Biblioteca Femenina Venezolana que, si bien hoy podría generar cierta desconfianza por separar “lo femenino”, logró mostrar la obra de mujeres escritoras en un tiempo donde los varones de otra manera no lo hubieran permitido. Gracias a este concurso se conocieron voces como las de Enriqueta Arvelo Larriva o la de Ida Gramcko (Puerto Cabello, 1924 – Caracas, 1994).
Ida Gramcko representa una voz y una personalidad enormes. Ya a sus diecinueve años se convierte en la primera periodista policial del importante diario El Nacional, y se dedica a la vida política y diplomática no sin superar del todo una tendencia crónica a la enfermedad y el insomnio. Su obra es ingente, densa y compleja, luce una habilidad impresionante tanto para la métrica como para el verso libre, también para el cultivo de otros géneros como el teatro y la narrativa. Entre sus obras más referenciales se encuentra La vara mágica (1948), Poemas (1952), Poemas de una psicótica (1964) y La andanza y el hallazgo (1972).
Una de las voces parteaguas de la poesía venezolana es sin duda la de Vicente Gerbasi (Canoabo, 1913 – Caracas, 1992). Fusionó su carrera como diplomático y político con la escritura como compañera absoluta. Desde su primer libro, Vigilia del náufrago (1937), hasta su Diamante fúnebre (1991), Gerbasi no dejó de escribir y publicar, logrando erigir un universo propio, una poesía de la sofrosine, si se quiere, del equilibrio y la serenidad fraguados en la belleza de la imagen verbal. Gerbasi fue contemporáneo de grandes poetas como Octavio Paz, Lezama Lima y Nicanor Parra, vivió largas temporadas en Europa, especialmente en Italia, pero su voz nunca dejó de enunciar las tonalidades de su tierra natal, una especie de spleen del trópico. Su libro Mi padre el inmigrante (1945) puede considerarse un momento supremo de la poesía venezolana, en él Gerbasi religa definitivamente con sus raíces telúricas, en homenaje al padre que realizó el trayecto contrario a su propia biografía: nacido en Italia y fallecido en el pueblo natal del poeta: Canoabo.
Juan Sánchez Peláez (Altagracia de Orituco, 1922 – Caracas, 2003) amigo de Gerbasi por supuesto, publicó siete libros que pespuntean una trayectoria única: Elena y los elementos (1951), Animal de costumbre (1959), Filiación oscura (1966), Lo huidizo y permanente (1969), Rasgos comunes (1975), Por cuál causa o nostalgia (1981) y Aire sobre el aire (1989). Sánchez Peláez bebió del surrealismo a través del grupo chileno Mandrágora, pero su obra rápidamente logra una impronta muy personal, donde los visos surrealistas se mezclan con el misticismo erótico, con una animalidad metafísica construida mediante sutiles imágenes que hacen de su obra una singularidad en la tradición venezolana e hispanoamericana. Nos atrevemos a afirmar que todas las generaciones posteriores han abrevado con fruición de estas dos poéticas, las de Gerbasi y Sánchez Peláez, cabecillas indiscutibles del quehacer poético venezolano.
Se suma a esta diada fundamental, el poeta de los Andes venezolanos, Ramón Palomares (Escuque, 1935 – Mérida, 2016). Palomares fue parte de dos movimientos centrales en el campo cultural venezolano para las décadas de los 50 y 60, respectivamente: Sardio y el Techo de la Ballena. Con Sardio publicó su primer libro: El Reino (1958), que viene a regalar una bocanada de aire fresco a la tradición poética nacional, una verdadera renovación del lenguaje a partir de la investigación, inspiración y rescate del habla coloquial andina. Más adelante, con la publicación de los libros Paisano (1964), Adiós Escuque (1974), Mérida, elogio de sus ríos (1985), entre otros, la obra de Palomares asienta un imaginario entre mítico e histórico-geográfico que hace de los ríos, la cordillera andina, la genealogía familiar trujillana un todo cerrado, un universo simbólico telúrico y espiritual donde la palabra sutil y sencilla guarda una compleja pulsión de muerte y espiritualidad.
De la misma generación es Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, 2008), uno de lo poetas más singulares de la tradición venezolana, con una obra experimental, y el uso de heterónimos como Blas Coll, Sergio Sandoval, Tomás Linden o Lino Cervantes. La mayor parte de su vida transcurrió en la ciudad de Valencia donde fundó junto con otros poetas la revista Poesía, de la Universidad de Carabobo. Entre su obra destacan los libros Terredad (1978), El cuaderno de Blas Coll (1981), Trópico absoluto, (1982), Alfabeto del mundo (1986) y Adiós al Siglo XX (1992). Montejo suma a la tradición una dosis original de crítica a la modernidad, tono confesional y lirismo filosófico.
Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930), recientemente galardonado con el Premio Cervantes (2022), se ha constituido como una figura central a partir de la cual orbitan grupos, editoriales y distintas generaciones de poetas y críticos. Durante la década de los 60 fue parte del grupo Tabla Redonda, y es entonces cuando publica su obra culmen, los libros Los cuadernos del destierro (1960) y Falsas maniobras (1966), y el poema “Derrota” (1962), para muchos, síntesis lírica de una época. Un poeta contemporáneo de Cadenas, Juan Calzadilla (Altagracia de Orituco, 1930) merece una mención aparte pues su prolífica obra marca también un momento estético y ético del país. Artista plástico, crítico de arte y escritor, Calzadilla fue parte del grupo El Techo de la Ballena, y de su obra mana un ethos urbano cerebral, de afilada intención crítica, especies de aforismos filosóficos y dictámenes para verbalizar las crisis. Entre sus principales publicaciones se encuentran Dictado por la jauría (1962), Malos modales (1965), Oh smog (1978), Agendario (1988), Minimales (1993) y Principios de urbanidad (1997).
No podemos avanzar en este vistazo general de la tradición poética venezolana sin mencionar a Miyó Vestrini (Nimes, Francia, 1938 – Caracas, 1991), periodista, ensayista y poeta de origen francés, arraigada en Venezuela desde niña, estudiosa de la cultura y la contemporaneidad venezolana. Su voz es urbana, desgarrada y oscura, se vislumbra en ella el desencadenante suicida de su vida, una visión pesimista y terriblemente humana de la existencia, también de la precariedad social de la condición femenina en un medio marcado por la misoginia y el sectarismo. Las historias de Giovanna (1971), El invierno próximo (1975), Pocas virtudes (1986) y Valiente ciudadano (póstumo, 1994) son sus principales libros. También destaca la entrevista biográfica Salvador Garmendia, pasillo de por medio (póstumo, 1994).
A estas alturas, reiteramos el riesgo de dejar de mencionar voces vertebrales a causa del espacio, por lo que es menester seleccionar con el mayor equilibrio posible, parados sobre una fina cuerda tensada por muchas fuerzas. La obra poética y periodística de Luis Alberto Crespo (Carora, 1941) es insoslayable. Fue director del suplemento “Papel Literario” del diario El Nacional, y fundador del Festival Mundial de Poesía. Pero Crespo esencialmente es poeta, su amplia obra consolida una búsqueda por la expresión árida, yerma o desnuda como su tierra natal, pero donde el sentido se condensa como la savia de una planta xerófila. La muerte, dios, lo que perece en la naturaleza y sus designios, son algunos de los temas tratados en sus libros: Si el verano es dilatado (1968), Resolana (1980), Señores de la distancia (1988), Solamente (1997), Ninguno como la espina (2000), …Y ya (2011), Sólo de más allá (2023), entre otros.
Gustavo Pereira (Margarita, 1940), estudioso del mito y la literatura indígena venezolana, así como de la historia de la resistencia a la conquista española (su obra Historias del Paraíso lo recoge de manera magistral), ha legado un trabajo poético destacable por su desenfado formal y su capacidad inventiva. Su obra es extensa, entre ella cabe mencionar libros fundamentales como Preparativos del viaje (1964), Los cuatro horizontes del cielo (1970), Libro de los Somaris (1974), Escrito de salvaje (1993), Oficio de partir (1999), Los seres invisibles (2005), Equinoccial (2008).
De la poesía más recocida del país, destaca la de Yolanda Pantin (Caracas, 1954), ganadora del Premio García Lorca a su trayectoria literaria (2020). Fue fundadora del grupo Tráfico, junto con el poeta Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949 – Caracas, 2020). Pantin ha desarrollado una obra amplia, no sólo en poesía, también destaca en no ficción, ensayo, crítica y literatura infantil. Su trayectoria y su personalidad imantan a las generaciones actuales y se parangona con lo más notorio de la literatura de la región. Entre sus principales libros se encuentran: Casa o lobo (1981), Correo del corazón (1985), La canción fría (1989), Los bajos sentimientos (1993), El hueso pélvico (2002), Poemas huérfanos (2002), Lo que hace el tiempo (2017), Un año y unos meses (2024).
De los poetas nacidos en la década de los 60, destacaremos por su obra a dos mujeres: Esmeralda Torres (Ciudad Bolívar, 1967) y Carmen Verde Arocha (Caracas, 1967). Esmeralda Torres es narradora y poeta, ha recibido diversos galardones nacionales e internacionales por su obra en ambos géneros. Entre sus libros de poesía destacan Diario para una tormenta (2013), Resplandor de pájaro (2020), La noche de los tamarindos (2023) y Mudar la casa (2024). La poesía de Torres construye un corpus de imágenes que exteriorizan los padecimientos interiores en figuraciones cotidianas, entre el tono confesional y la reflexión metafísica. Por su parte, la obra de Carmen Verde Arocha, poeta, editora y gestora cultural de larga experiencia, compendia una constante búsqueda por la expresión que conjuga la memoria infantil y la sensualidad femenina. Entre sus libros publicados están Cuira (1997), Magdalena en Ginebra (1997), Amentia (1999), Mieles (2003), En el jardín de Kori (2015), Canción gótica (2017).
Las generaciones de los 70, 80 y 90 se han sumergido en la tradición poética tejida por estas principales voces, y han logrado emerger con ritmo creativo constante; la palabra no ha logrado conectar a un país transitado por polarizaciones y diatribas de fuerte raigambre social, pero sí ha consolidado un panorama sólido que merece ser estudiado con perspectivas equilibradas. De estas generaciones destacan las voces de Luis Enrique Belmonte (Caracas, 1971), Víctor Manuel Pinto (Valencia, 1982), Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987), Cristina Gálvez Martos (Caracas, 1987), Daniel Arella (1988), Jesús Montoya (Caracas, 1993), Milagro Meléan (1994), Eloísa Soto (Caracas, 1998), entre muchos otros y otras poetas que siguen escribiendo en la contemporaneidad venezolana, apostando por la palabra como genuina fuente de expresión e investigación identitaria, filosófica y estética.
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Giordana García Sojo (Mérida, Venezuela) es poeta, editora y promotora cultural. Licenciada en Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes (ULA). Diplomada en Gestión y Promoción de Derechos Culturales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dirigió la Editorial El perro y la Rana del Ministerio de la Cultura de Venezuela. Actualmente se dedica al diseño, desarrollo y acompañamiento de proyectos editoriales a través de Nila Ediciones. Ha representado a Venezuela en ferias y festivales de Argentina, Brasil, Cuba y Bolivia. Ha publicado artículos, ensayos y poemas en antologías y revistas de Latinoamérica y EE. UU. Su más reciente libro es el poemario Bajo el rezo animal (Solar, 2022).
Archivo Venezuela
Una mirada a la poesía venezolana: La tradición que nos une