El orgullo de pensar: Luis visto por Juan Villoro
La figura del mundo es un cuadro familiar amorosamente crítico, escrito con honradez emocional, ecuanimidad, buen humor y genuino gozo. Es la antítesis de una hagiografía aburrida y pedante. Esta obra reconstruye, a base de recuerdos personales, familiares y de amistades cercanas al filósofo Luis Villoro, la historia personal del autor con su padre.
Quizá sin proponérselo previamente, el autor echó mano del autoanálisis como método de exploración personal para encontrar el orden secreto de su mundo familiar, aquel que justifica y dota de sentido su existencia. El resultado es un testimonio íntimo, pero también una lectura personal de la manera en que el filósofo entreveró sus ideas y su activismo para comprender y transformar —a su modo— el México que va de la segunda mitad del siglo XX a los albores del XXI.
A partir de esta reconstrucción afectiva, los lectores comprendemos mejor el universo familiar de Juan Villoro, cuyo centro de gravedad es la figura paterna. Desde esta ventana interior, el autor nos muestra la vida doméstica del filósofo alejado de su cátedra universitaria. Este examen personal también nos revela la relación de don Luis con sus padres, sus hermanos, sus amigos y sus hijos, desde luego.
El objetivo de esta obra no persigue fines académicos ni mucho menos intelectuales. Los temas abordados no evalúan ninguna filosofía o corriente de pensamiento particular. Es cierto, en su infancia Juan trató con los filósofos nacionalistas hiperiones, amigos de su padre; pero no como discípulo, sino como hinchas del fútbol. Como pocos, tuvo el privilegio de gritar con ellos un gol en el estadio universitario.
Como digo, se trata de un libro íntimo: de las difíciles y oscilantes relaciones que los hijos entablamos con nuestros padres a lo largo de nuestra vida. Algunos pasajes de la obra tienen la peculiaridad de ser una verdadera catarsis. Así, leemos en los primeros capítulos las tribulaciones de un niño en medio del universo familiar representado por un filósofo, aquel que consagró su vida a “pensar el sentido de la existencia humana.”
La soledad, el aislamiento y la distancia hacia lo mundano, son condiciones no exclusivas del oficio de pensar. En el caso de Luis Villoro, además de estas señas particulares, su infancia en Bélgica le forjó un voluntario y placentero aislamiento. Su único matrimonio duradero fue con los libros, y por extensión, con el pensamiento y la escritura filosófica. Moralmente, su posición política fue congruente con las ideas de izquierda, sin caer nunca en las trampas de la ideología acrítica.
Es cierto, la escritura aísla, pero también tiende puentes: funda vínculos personales que no serían posibles de otro modo; pues no siempre el vínculo filial es suficiente para establecer una relación estrecha, comprensiva y amorosa entre padres e hijos. En este examen de sí mismo, Juan Villoro nos revela los diversos puentes que lo unieron con su padre de manera afectiva: el fútbol, los libros, la escritura, su militancia en el PMT y su entusiasmo por el subcomandante Marcos y el EZLN.
Por eso este es un libro que nos permite conocer simultáneamente algunos entresijos de la vida familiar de Juan y Luis Villoro. Esto me lleva a pensar hasta qué punto los hijos somos la hechura de nuestros padres o, dicho de otro modo, hasta qué punto los hijos renunciamos a ser nosotros mismos con tal de ganarnos la simpatía, el cariño y la atención de nuestros padres. Sin duda, un tema espinoso para explorar la identidad personal. Si la relación con su padre hubiera sido de otro modo, quizá esta obra no existiría y Juan se hubiera consagrado como futbolista o médico.
Hasta aquí está claro que este no es un libro para filósofos profesionales. Aquí no hallarán las claves intelectuales de las obras de don Luis. La materia de este libro es más frágil, pero no menos trascendente: el testimonio personal de un creador de ficciones respecto de otro creador de ideas filosóficas, cuyo horizonte fue la sociedad de su tiempo, la cual quiso transformar desde la utopía socialista y democrática; incluso apoyando nobles proyectos de financiamiento como “La taquería revolucionaria” o las donaciones para “La otra campaña.”
Gracias a esta obra sabemos que la identidad mexicana fue para Luis Villoro, además de una preocupación intelectual, una experiencia vital de largo aliento; pues ésta significó una tesonera conquista espiritual que inició con el beso oprobioso del peón en la Hacienda familiar.
Si la figura del mundo es la reconstrucción crítica y amorosa de Juan Villoro respecto a su padre; podemos concluir, entonces, que las experiencias que aquí comparte son expresión de una reconciliación intempestiva. En este cúmulo de amenas, íntimas y simpáticas historias personales, la cultura libresca fue determinante entre ambos. El filósofo llegó al final de sus días redimiendo teórica, ética y políticamente al México profundo: al mancillado universo indígena.
Está claro que uno de los legados más visibles que Juan recibió de su padre —además de las obras completas de Octavio Paz— es un talante moral: el orgullo de pensar por sí mismo. Uno lo ejecuta a través de la ficción, el otro a través de la filosofía.
Casa Rafaelita. Mayo de 2024.