IGNACIO RODRÍGUEZ GALVÁN O EL DOLOR DE MÉXICO
Por Marco Antonio Campos
Los puros de la crítica de la poesía y los poetas de alma traslúcida suelen decir que la poesía no debe contaminarse de los avatares políticos y de las laceraciones sociales; se olvida que, al menos en México, la mejor poesía que se escribió en los años post independentistas fue en gran medida la que respondía a los hechos políticos y sociales inmediatos. Basta ver la notable antología del siglo XIX de José Emilio Pacheco: los poemas más auténticos y emotivos de los prerrománticos y de los primeros románticos son los políticos. ¿Qué composiciones en otros géneros poéticos de la época igualan en intensidad a la «Oda al 16 de septiembre» de Andrés Quintana Roo, negación de tres siglos de tiranía española y pan de fuego en la mesa por la esperanza del país que nace, o «La coronación de Iturbide» de Francisco Ortega, agria diatriba al libertador por la traición inmediata de sus ideales al volverse emperador, o «El sueño del tirano» de Fernando Calderón, atroz dibujo de los espantosos ensueños y las pesadillas macabras del déspota, o la «Profecía de Guatimoc» de Ignacio Rodríguez Galván, sombría visión de la realidad mexicana amenazada por las poderosas naciones del periodo y por las abrumadoras disensiones internas, o «México en 1847» de Manuel Carpio, afligido recuento de las desgracias de aquel aciago año.
Rodríguez hizo toda su obra en escasos siete años: de 1835 a 1842. Cuando empieza a escribir tiene 19 años de edad y México apenas 14 de ser independiente. Sin embargo, el país ya ha conocido exasperantes discordias civiles entre conservadores y liberales, golpes de estado, continuos pronunciamientos, caprichosas imposiciones del ejército, y un pueblo quieto apenas interesado por las luchas de las facciones en la cúpula y por la desintegración del país. Desde 1829, luego de las elecciones donde ganó Gómez Pedraza a Vicente Guerrero, hasta el advenimiento de la República Restaurada, el país se debatió entre dictadura y anarquía, repitiéndose en el aire espectral por cosa de 40 años la figura corroída de Antonio López de Santa Anna. Desde 1835 tocaría a Rodríguez Galván ser testigo de la rabiosa reacción centralista encabezada por Santa Anna contra las reformas liberales de Valentín Gómez Farías (la cual motivó la resistencia del gobierno texano exigiendo una activa autonomía), la guerra de Texas con las grandes felonías de Santa Anna para salvar el pellejo, la irrisoria y humillante Guerra de los Pasteles de 1838 contra los franceses, el fallido golpe de estado del 15 de julio de 1840 llevado a cabo por el general Urrea y Valentín Gómez Farías contra el gobierno de Anastasio Bustamante, la nueva dictadura de Santa Anna. En este último lapso es cuando Rodríguez Galván, gracias al apoyo del ministro de la Guerra, José María Tornel, ex miembro de la Academia de Letrán, obtiene en febrero de 1842 el cargo de oficial de legación ante los gobiernos sudamericanos.
El 15 de mayo Rodríguez parte del puerto de Veracruz y muere en La Habana, a causa del vómito negro, el 25 de julio. Rodríguez tenía 26 años y tres meses. Dentro de un sinfin de desventuras, Rodríguez se ahorró de ver los dos años de desastre santanista, la definitiva pérdida de Texas, y peor, la invasión estadunidense y el tajo de medio país.
Rodríguez tuvo —parafraseo una definición de Unamuno— «el dolor de México». Por su emoción, Rodríguez sería ante todo el poeta político por antonomasia del primer romanticismo mexicano, y si me dejan extenderme, de todo el siglo XIX. En la época solía llamársele poeta civil o poeta nacional; en la jerigonza moderna lo llamaríamos «poeta comprometido» o «poeta contestatario». Ningún poeta de entonces utilizó tanto en sus poemas la palabra México, o dicho con cierta ortografía decimonónica, Méjico o Mégico. Sus amigos comentaban que nadie entre ellos tenía más aversión por la política que Rodríguez, pero nadie como él se lamentaba tanto por las desventuras y miserias de la patria. No parece haber estado nunca en sus planes la mínima militancia o participación partidista; su emoción y su fuerza estaban en la áspera denuncia y en el ataque agrio.
En su lírica, Rodríguez trató asuntos de la Conquista, de la Colonia, de la Guerra de Independencia y de los años post independentistas. En los poemas mexicanos de Rodríguez hay la irritada desesperación frente a las discordias civiles y las luchas fratricidas, el horror a la guerra como carnicería, el lamento por la ausencia de héroes a la altura del arte, el dolor por las derrotas militares ante ejércitos extranjeros, la reprobación contra la abyecta soldadesca, el asco hacia una iglesia antipatriótica, envilecida y solapadora de tiranos, el desprecio a la voracidad enferma del magnate y hacia el poeta civil y el preceptista árido, pero sobre todo hay el odio a la tiranía y la búsqueda del aire y el fuego del sueño de la libertad. Mil veces preferible escribir El Quijote que poseer el trono de Felipe II. La verdadera gloria, la gloria legítima a la que debe aspirar el hombre, era, para él, la que Ciencia y Arte coronan. Para el pacifista Ignacio Rodriguez Galván la única guerra justificable era la hecha por la defensa y la integridad del país. No es otro el fondo de sus poemas sobre la Independencia (1810-1821), la guerra de Texas (1836) y la guerra de los Pasteles (1838-1839). Todo es por la «querida patria», por la «patria dorada», por la «tierra del amor».
Era explicable la ambición de gloria de Rodríguez. Huérfano, pobrísimo, sin educación escolar ni social, amargo y resentido, bíblicamente triste hasta la muerte, pero con un corazón grandioso y puro, este «apóstol del romanticismo», como lo llamó Gustavo Baz*, con todos sus patéticos disfraces y llantos fingidos, debió buscar asideros para no precipitarse a la sima. Esos asideros, me parece, fueron la poesía, la amistad, el anhelo de amor, el afán de gloria y el fervor por México. O si se quiere aún reducir: el ansia de amor, el sentimiento de la amistad y la ambición de ser un gran poeta para alcanzar la gloria y dar fulgor a México. En lo primero, en el amor, su vida fue como un oscuro túnel apenas iluminado por el fulgor mustio de una joven melancólica e inalcanzable: la sobria y bella actriz Soledad Cordero. Un mundo donde el autoengaño y las alas rápidas de la ilusión colmaban las horas vacías del primero de nuestros románticos. Y nada fue, nada resultó.
En lo segundo, en la amistad, aunque fue amigo de casi toda la intelectualidad de la época, sintió no pocas veces que la verdadera y pura amistad le fue vedada. Esto lo dejó grabado con resentimiento en su excepcional poema «Profecía de Guatimoc». En la primera parte dijo que amistad sincera había buscado entre los hombres, pero sólo había hallado «perfidia y falsedad».
¿Hasta dónde es cierto? Rodríguez trató a jóvenes poetas y escritores de su edad, o poco mayores o poco menores, como Guillermo Prieto, Fernando Calderón, Manuel Payno, Luis Martínez de Castro, Eulalio María Ortega, Antonio Larrañaga, Joaquín Navarro y Ramón I. Alcaraz. A algunos les dedicó aun poemas donde los llama «amigos». Cuando Rodríguez Galván muere, varios de ellos escribieron poemas, páginas o artículos en su memoria. No hay uno solo donde no se le recuerde con afectuosa pena y se lamente la pérdida de un poeta que prometía todo.
En tercero, en su ansia de gloria para dar resplandor a la patria, terminó pronto en la callada y melancólica convicción de que no le fue dado el estro. Hacia el final de su parva vida sintió que no era ni sería el gran poeta que pensó llegar a ser, y por ende, la gloria sería oro oculto. En versos que dejan estrías en el alma, al hablar con el fantasma del gran poeta cubano José María Heredia, hermano mayor y alma gemela, le dice:
Si no heredé tu numen elocuente
Tu mala estrella sí.
Rodríguez era injusto consigo mismo; no se daba cuenta que ya había escrito el gran poema mexicano de la época y estaba aún por escribir cinco o seis de amarga y desoladora intensidad.
El domingo 12 de junio de 1842, Rodríguez parte de New Orleans hacia Cuba. En el trayecto redacta «Adios, oh patria mía», la canción de separación del país natal. En versos descorazonados se evidencia su sentido de detentación íntima y de tierno sentimiento. Pero hasta ahí. Ya no hubo amor ni simpatía por México. Dos días después, ya en La Habana, la visión y la crítica se ennegrecen. Escribe el poema que empieza: «Amigo, quieres que en la patria mía...». Este poema y los últimos fechados en junio de 1842 se hallan entre los más duros y ásperos de nuestro primer romanticismo. Nadie escapa a sus ataques: ni el pueblo ignaro e indolente, ni el cortesano que sólo aspira a ser un nuevo déspota, ni el clero hipócrita y oportunista, ni el poeta abyecto. México mismo, pese a tener apenas 21 años de ser independiente, es ya una «nación en agonía».
En suma, la impotencia absoluta: ya ni como artista ni como ciudadano puede hacerse algo por un país perdido. La única salvación, lo único que puede pedirse, es el arribo de «un tirano sin máscara ni freno, para despertar a la nación».
No deja de ser doloroso para aquellos que tenemos por Rodríguez una honda simpatía patética y sentimos que con su muerte anticipada se cortó el hilo de una golondrina de alto vuelo, leer tales anatemas y estigmas. Pero ante todo debe comprenderse en ese momento el desconsuelo extremo de un joven con el corazón roto: por los recuerdos hostiles de la patria apenas dejada atrás, por el amor de la actriz radicalmente imposible y quizá por los primeros síntomas de la enfermedad que lo llevaría a la muerte.
Rodriguez Galván murió el 25 de julio de 1842. No hay ningún poema suyo fechado en julio. ¿Pudo modificar entonces, de haber escrito algo, su posición ante México y los mexicanos? Es imposible saberlo. Lo cierto es que su adiós a México fue del todo y definitivo; ni siquiera su cuerpo volvió a nuestro país. El poeta cubano Antonio Bachiller, para evitar que fuera arrojado al obsceno hacinamiento de la fosa común, hizo enterrarlo dentro de la cripta familiar en el panteón de La Espada de La Habana, Cuba.
De Rodríguez no quedó ni polvo; el cementerio lo devoró el mar. Pero si se perdía con Rodríguez, para decirlo con Manuel Gutiérrez Nájera, «algo muy luminoso» para la poesía, también era cierto que «no moriría del todo». Pese a creer que su numen no tenía la altura ni el fulgor únicos de José María Heredia, Rodríguez sabía muy bien que:
Algunas efusiones de mi musa
Me sobrevivirán, y mi sepulcro
No ha de guardarme entero.
Como con otros poetas mayores mexicanos, por ejemplo, Ramón López Velarde, Alí Chumacero y Jaime Sabines, Emilio Coco ha realizado con la poesía de Ignacio Rodríguez Galván una traducción excepcional, recuperando al máximo métrica, musicalidad y sentido. Los mexicanos no tenemos con qué pagarle esta tarea.
* El Domingo, Tomo II, México, 1873. Págs. 18-19.
ADDIO, O PATRIA MIA
Ai miei amici del Messico
Allegro il marinaio
con voce lenta canta,
e l'ancora già leva
con strano cigolio.
La catena e il rumore
svegliano in me una pena.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
La nave soavemente
s'inclina e si dibatte,
per poi sobbalzare
sospinta dal vapore.
Le ruote son cascate
di bianca argenteria.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Seduto sulla poppa
contemplo il mare immenso,
penso alla mia disgrazia
e al mio duro dolore.
Affido la mia sorte
a te, Vergine Madre.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Sfera di fuoco ardente
nelle acque si nasconde,
la seppellisce un'onda
rotolando con furia.
Ruggisce il mare e annuncia
che muore il re del giorno.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Dondolano le onde
qual bimbo nella culla,
della luna ritraggono
il volto seduttore.
Geme la brezza triste
qual uomo in agonia.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Dell'astro della notte
un raggio blandamente
guizza sulla mia fronte
segnata dal dolore.
Così come la luna
splendeva oggi nel Messico.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Nel Messico!... Oh memoria!...
Quando il tuo ricco suolo
e l'azzurro tuo cielo
vedrò, triste cantore?
Senza te, rabbia e tedio
mi causa l'allegria.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
Forse nel tuo recinto
c'è chi per me sospira,
chi guarda verso oriente
cercando colui che ama.
Il mio petto alla brezza
i suoi gemiti affida.
Addio, o patria mia,
terra d'amore, addio.
A bordo del Postale a vapore Teviot,
navigando dal faro di Orleans a L’Avana.
Domenica, 12 giugno 1842.
Ignacio Rodríguez Galván
Traducción al italiano de Emilio Coco
ADIOS, OH PATRIA MÍA
A mis amigos de Méjico
Alegre el marinero
en voz pausada canta,
y el ancla ya levanta
con extraño rumor.
De la cadena al ruido
me agita pena impía
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
El barco suavemente
se inclina y se remece,
y luego se estremece
a impulso del vapor.
Las ruedas son cascadas
de blanca argentería.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
Sentado yo en la popa
contemplo el mar inmenso,
y en mi desdicha pienso
y en mi tenaz dolor.
A ti mi suerte entrego,
a ti, Virgen María.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
De fuego ardiente globo
en las aguas se oculta:
una onda lo sepulta
rodando con furor.
Rugiendo el mar anuncia
que muere el rey del día.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
Las olas, que se mecen
como el niño en su cuna,
retratan de la luna
el rostro seductor.
Gime la brisa triste
cual hombre en agonía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
Del astro de la noche
un rayo blandamente
resbala por mi frente
rugada de dolor.
Así como hoy la luna
en Méjico lucía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
¡En México!... ¡Oh memoria!...
¿Cuándo tu rico suelo
y a tu azulado cielo
veré, triste cantor?
Sin ti, cólera y tedio
me causa la alegría.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
Pienso que en tu recinto
hay quien por mí suspire,
quien al oriente mire
buscando a su amador.
Mi pecho hondos gemidos
a la brisa confía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.
A bordo del paquete-vapor Teviot,
Navegando de la baliza de Orleáns a La Habana.
Domingo, 12 de junio de 1842.