Un lenguaje inusual
Sobre la necesidad–y dificultad–de hablar sobre los abortos espontáneos
El médico dice que hay una habitación vacía allí
Y lo es
Un saco pálido sin visitantes
Lo he tejido y lo he cubierto con mi piel
Para invitar al bebé a entrar
Pero él no entró
Y se disolvió en el mar tantas lunas atrás
—De El Aborto (The Miscarriage) de Dorothea Lasky
The doctor says it’s an empty room in there
And it is
A pale sack with no visitors
I have made it and surrounded it with my skin
To invite the baby in
But he did not enter
And dissolved himself into the sea so many moons ago
—From The Miscarriage by Dorothea Lasky
Se dice que una de cada cuatro mujeres sufre un aborto espontáneo en algún momento de su vida. Sin embargo, ¿por qué hay tan pocos poemas sobre el aborto espontáneo si es algo que evidentemente muchas mujeres experimentan? ¿Por qué esta pérdida privada e invisible es casi imposible de mencionar o tabú, tanto para hablar como para escribir sobre ella? El poema de Dorothea Lasky fue un descubrimiento para mí. Es crudo, perfecto, incluso distante. Su estribillo, “Work harder!” (¡Esfuérzate más!), refleja las demandas agotadoras que la sociedad (capitalista occidental) impone sobre la vida y los cuerpos de las mujeres, enfocadas en el constante avance de la (re)producción. De igual manera, los poemas líricos de Fiona Benson sobre el aborto espontáneo en Bright Travellers resignifican la pérdida humana a través del mundo natural en “Sheep” y “Prayer”. Sharon Olds y Lucille Clifton describen valientemente la experiencia visceral del aborto. Ambas poetas recuperan al hijo perdido e imaginan su lugar dentro de una historia (racial, matrimonial, personal), donde de otra forma no tendrían presencia física en el tiempo vivido.
Te quitaste la
ropa de trabajo de brazos y piernas,
y te mudaste de casa, del útero
a la taza del baño y al vástago
y al desagüe para flotar en los ríos y
bahías en fragmentos indoloros.
—De A nuestro perdido, que ahora tendría treinta años (To Our Miscarried One, Age Thirty Now) de Sharon Olds
You threw off your
working clothes of arms and legs,
and moved house, from uterus
to toilet bowl and jointed stem
and sewer out to float the rivers and
bays in painless pieces.
—From To Our Miscarried One, Age Thirty Now by Sharon Olds
cuando solté tu casi cuerpo hacia abajo
hacia el encuentro con las aguas bajo la ciudad
y que corrieras con las aguas residuales hacia el mar
qué sabía yo sobre las aguas que regresan corriendo
qué sabía yo sobre el ahogo
o ser ahogado
—De el poema del bebé perdido por Lucille Clifton
the time i dropped your almost body down
down to meet the waters under the city
and run one with the sewage to the sea
what did i know about waters rushing back
what did i know about drowning
or being drowned
—From the lost baby poem by Lucille Clifton
Estos son algunos ejemplos dentro de lo que sospecho es un tema menor en el canon de la escritura de mujeres. Recientemente ha habido lo que parece ser un florecimiento de poemas y colecciones enteras sobre la maternidad. Pero, ¿cómo podrían los poemas sobre el aborto espontáneo y su silencio ampliar nuestra visión sobre la maternidad, un abanico de experiencias que, con demasiada frecuencia, es absorbido por la lógica y el lenguaje de la productividad?
El poema de Sylvia Plath que reflexiona sobre su propio aborto, “Parliament Hill Fields” ya lo conocía, pero no lo había leído con atención. No fue la “colina desnuda (bald hill)” ni el cielo “sin rostro (faceless)”, donde el niño perdido se suelta como la “mano de una muñeca (doll grip lets go)” lo que me detuvo al releerlo esta vez, sino el verso: “Supongo que no tiene sentido pensar en ti en absoluto (I suppose it’s pointless to think of you at all).” Esto quizá nos enseña algo sobre el duelo y su razón de ser. Aunque también recordé haber leído el poema radiofónico de Plath, “Three Women”, hace al menos quince años o más, nunca escuché con atención las tres voces que lo componen. Tal vez lo pasé por alto, pensando que algún día volvería a ese poema sobre la maternidad cuando sus implicaciones fueran relevantes para mí. En aquel entonces, no podía distinguir con claridad entre la madre “feliz” de un hijo; la madre “reacia” que da en adopción a su hija; y, por supuesto, la mujer intermedia, la “Segunda Voz”, que sufre un aborto espontáneo. Ahora, para mí, la segunda voz es la más poderosa, conmovedora. Se identifica como moribunda, muerta y la muerte misma. Ha perdido una “dimensión”. Es plana, sin propósito, no ha creado un nuevo rostro. Pero otros rostros, los “rostros sin rostro de hombres importantes”, las naciones, la sociedad, los gobiernos, todos conspiran contra las mujeres que tienen el poder de crear nuevas dimensiones vivientes. Las que, de otro modo, no carecen de propósito.
No soy fea, soy incluso hermosa.
El espejo me devuelve una mujer sin deformidades.
Las enfermeras me devuelven mi ropa, y una identidad.
Es habitual, dicen ellas, que algo así suceda.
Es habitual en mi vida, y en la vida de otras.
Soy una entre cinco, algo así. No estoy sin esperanza.
Soy hermosa como una estadística. Aquí está mi pintalabios.
I am not ugly. I am even beautiful.
The mirror gives back a woman without deformity.
The nurses give back my clothes, and an identity.
It is usual, they say, for such a thing to happen.
It is usual in my life, and the lives of others.
I am one in five, something like that. I am not hopeless.
I am beautiful as a statistic. Here is my lipstick.
Pero el duelo no es inútil; su lamento o melancolía ofrecen algo cuando no hay nada que mostrar ante la muerte. ¿Dónde está el lenguaje especial del duelo reservado a las mujeres que tienen un aborto? ¿Depende la expresión de este dolor específico de una lengua prestada, más que de un amor particular o una felicidad especial, los antecedentes necesarios del duelo? Busco por todas partes una forma de arrancarlo de las bocas de doctores y enfermeras. Sobre los mortinatos, sí, hay libros valientes. También sobre las muertes de niños que han tomado aliento. Pero encuentro tan poco más allá de las publicaciones de “autor desconocido” en páginas web –una ventana emergente me pregunta si quiero un “amigo de duelo”– y los intercambios entre mujeres que llevan una muerte secreta que hacen que amigos y familiares se queden sin saber qué decir.
El poderoso ensayo de Helen Charman, “Parental Elegy: Language in Extemis”, (Elegía parental: el lenguaje en el extremo), explora el Síndrome de Duelo Complicado en la poesía a través de Time Lived, Without Its Flow de Denise Riley y los trabajos de Jahan Ramazani y Andrea Brady sobre la elegía. Charman escribe que “La relación entre productividad, paternidad y duelo refuerza, en lugar de mitigar, el ‘complicado’ problema del dolor y la narrativa.” ¿Cuáles son las consideraciones éticas de escribir poesía desde el dolor si ese dolor carece de sentido, no encuentra propósito y le responde a la muerte con un lenguaje adquirido de manera ilegítima e imprecisa?
No eres un filósofo. Cada vez que hablas de este tipo de muerte, temes estar exagerando. La muerte es real; lo que te ocurrió no es eso, sino una pérdida indescriptible. Un hecho que no puede explicarse en el marco de la vida y su orden. No tienes un lenguaje propio, solo un vocabulario ajeno, prestado de madres en duelo, roncas como Deméter, cada una heroica– y tú no eres ese hecho en absoluto.
Cuando una mujer con ciertos privilegios está a punto de dar a luz, hay un arduo proceso de aprendizaje. Guías impresas y miles de sitios web. La mayoría no considera otros posibles resultados. Poco a poco, aprendes a contar tu vida en semanas. Consideras comprar uno de los muchos nuevos libros sobre la maternidad, en su mayoría escritos por mujeres blancas de clase media. Aprendes lo que significa [censurado]. Sientes cómo tu energía se va drenando silenciosamente y la pluralidad de una conversación interna se desvanece. Cuando le dices a la partera que optarás por un parto dirigido por un médico, se sorprende de que “una mujer tan inteligente como tú haya tomado esa decisión”. Le lanzas una sonrisa forzada. Cómo será para ella verte a ti, o alguna versión de ti, una y otra vez, día tras día. Tomando decisiones equivocadas. No del todo inglesa. Los folletos del NHS acumulados en tu mano. Los carteles hostiles en las salas que amenazan a quienes no tienen estatus legal. Esta mujer del Estado está decepcionada de ti. Pero, de todas formas, nunca vuelves a verla. Dejas de hablarte a ti misma.
El cuerpo de la mujer está a la deriva. Encuentras hermanas que te cuidan. Su cuerpo es un cementerio, dice A. M explica: los abortos espontáneos atormentan a las mujeres generación tras generación. S, que sufrió una muerte fetal, te envía un mensaje: Este es un momento menor en la vida de una mujer que, en su momento, se siente inmenso. B te envía un hechizo por correo. D y V, ambas estadounidenses, te asesoran sobre los medicamentos y procedimientos correctos. P, hermana de sangre y doctora, te mantiene hablando: No te quedes callada. El aborto espontáneo tiene su propio lenguaje: los médicos lo mantienen vivo, mientras las mujeres escuchan su fría melodía y luego la olvidan, o tratan de hacerlo. Qué significaría mantener este lenguaje en uso común. Reivindicarlo. ¿Alguna vez las mujeres compartieron formas de explicarse esto entre ellas y consigo mismas? “El lenguaje no puede hacerlo todo”, señala Adrienne Rich en su obra Cartographies of Silence (Cartografías del silencio). “El grito/ de una voz ilegítima // ha dejado de escucharse a sí mismo, por lo tanto/ se pregunta a sí mismo// ¿cómo existo?”.
M comenta que, en India, incluso los hombres saben lo que es un legrado. Por qué será eso. Tu familia jamás reconocería la vergüenza que supone el embarazo. Tías que se mueven pesadamente con el pecado que te dio pesadillas a ti y a tu hermana por al menos treinta años. Tampoco hablarían del feticidio femenino o de la amniocentesis, un método prenatal que permite determinar el sexo. Pero sabes que tus tías han escuchado este lenguaje mal utilizado en su contra. Esos tíos que les piden crudamente a sus esposas o amantes que se corten las entrañas usando el término correcto.
Le dices a tu esposo, “si todo va bien”. Dices “tú” porque no es tu cuerpo. Te imaginas el tiempo avanzando rápidamente.
Y, cuando el futuro se detiene, nada va bien. Dices “yo” pero no en voz alta –una maldición no pronunciada–. Qué es el lenguaje, al fin y al cabo. Un acuerdo. Para hacer reparaciones. Con quién. Para qué.
Un mundo en silencio debe ser este hecho.
Para el cual no hay lenguaje preciso.
El monitor se apaga y te conducen
a través de una sucesión de madres a una habitación marcada como “vacía.”
Las taxonomías del duelo eluden a la no-madre,
a la no-maternizada, a la que es todo-menos-este-hecho.
Sin rostro, sin dientes, sin ojos ni puños apretados.
Para iluminar la oscuridad con una respiración particular.
Una lámpara negra bate sus alas en la orilla.
En la oscuridad hay respiración.
Tras cinco visitas al hospital, los moretones
de los codos internos cosiéndose a sí mismos
en la obsolescencia, las enfermeras dejan de decir: lo siento por tu pérdida.
Quizás llegue a extrañar estos pasillos laminados.
Conozco el camino hasta allí, hacia el artefacto de la pérdida.
Separada del mundo de los hechos hacia un silencio
donde no hay tumba más que tu propio ser tambaleante
del suelo al techo sin un milímetro de tu vida.
Ni de la mía. Ni de esta ausencia particular.
La enfermera lancastriana es directa.
Sus metáforas son agrarias; el lenguaje de la matanza.
Si empiezas a sangrar como un cerdo acuchillado.
Bajo esos gruesos blancos dedos una herencia
de válvulas colapsando y balidos
se transfigura en notas. Me resultas familiar.
Por qué has venido aquí, de nuevo,
a mi puerta con tus metáforas de matanza.
Una carpeta, amarilla, la palabra bebé
en su portada, refichada como miscelánea.
Lo que creció en ti no eres tú sino un sudario
y cualquier idiota sabe lo que es un sudario.
Un fantasma que te despierta cinco veces por noche
se queda indeciso entre habitaciones
temblando en su delgada sombra.
Conozco el camino hasta aquí, hacia el lenguaje de la pérdida.
Mi abuela, que murió dando a luz,
explica qué hace que la cornalina sea tan roja.
Pensé que era el hierro en sus venas
lo que llevo a los romanos a grabar sus perfiles
en sus frágiles coágulos. Pulso del imperio.
No digas eso / nunca te visité.
Un fantasma es la mejor familia / que podrías tener.
Va, itni der baad thusi aaye hai?
¿Después de todo este tiempo, finalmente has venido?
El niño que te arrastró hasta la muerte es mi pariente.
Sus huesos son una línea trazada en la tierra
que nunca quisiste cruzar, transfigurado en la espalda
de un convoy en otro lugar. Debe ser este hecho.
Un pueblo y sus campos y sus pozos
un día cualquiera de agosto
huelen a sangre y pánico
llevando a un niño de esta y aquella
enfermedad, cuya muerte está en tus manos.
Me pareces familiar. Por qué has venido aquí.
Marchito o por marchitar. Lo que se rinde se entrega
es reabsorbido por sí mismo como un arpa silenciada
imperceptiblemente en la noche.
A world gone quiet must be this fact.
For which there is no precise language.
The monitor goes off and you are led
past a succession of mothers to a room marked “empty.”
Taxonomies of grief elude the non-mother,
the un-mothered, the anything-but-this-fact.
No face no teeth no eyes or balled-up fists.
To light the dark with a particular breathing.
A black lamp beats its wings ashore.
In the dark there is breathing.
After five visits to the hospital, the bruising
of inner elbows stitching themselves to themselves
in obsolescence, the nurses stop saying: sorry for your loss.
I may come to miss these laminated hallways.
I know my way there, to the artefact of losing.
Loosened from the factual world into a silence
where there is no grave but your own self stumbling
from floor to ceiling without an inch of your life.
Or mine. Or this particular absence.
The Lancastrian nurse is matter-of-fact.
Her metaphors are agrarian; the language of slaughter.
If you start bleeding like a stuck pig.
Under those thick white fingers an ancestry
of collapsing valves and bleating
transfigure into notes. You look familiar.
Why have you come here, again,
to my door with your metaphors of slaughter.
A folder, yellow, the word baby
on its cover, refiled as miscellaneous.
What grew in you is not you but a shroud
and any idiot knows a shroud.
A ghost who wakes you up five times a night
stands undecided between rooms
shivering in its thin shadow.
I know my way here, to the language of loss.
My grandmother, who died giving birth,
explains what makes carnelian so red.
I assumed it was the iron in its veins
that made the Romans stamp their profiles
onto its brittle clots. Pulse of empire.
Don’t say that / I never visited you.
A ghost is as good a family / as you may get.
Va, itni der baad thusi aaye hai?
After all this time, you’ve finally come?
The child that clawed you towards death is my kin.
His bones are a line pressed into the earth
you never wanted to cross, transfigured on the back
of a convoy somewhere else. It must be this fact.
A village and its farms and its wells
on an ordinary day in August
smell of blood and panic
carrying a child from this and that
disease, whose death is on your hands.
You look familiar. Why have you come here.
Blighted or to blight. What gives up gives over
is absorbed back into itself like a harp gone quiet
imperceptibly in the night.