Santiago Erazo (Bogotá, 1993) es editor de la revista El Malpensante. En 2019 recibió el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia. Ese año publicó su primer libro, Una llaga en el cielo (Tertulia Literaria Gloria Luz Gutiérrez).
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Bruxismo
Todo indica
–dice la biología evolutiva–
que hace millones de años el corazón tuvo dientes.
Al parecer, en el torrente caudaloso de la sangre
se colaban masas informes
que debían ser absorbidas de alguna manera.
La ira y la frustración producían unos sedimentos lipídicos
que llegaban a los ventrículos
como leños sueltos vagando sin control por el afluente de un río.
Entonces unas pequeñas y afiladas calcificaciones
enterradas en el miocardio
iban triturando esa especie de quiste intravenoso
como otra boca guarecida dentro del pecho.
Con el tiempo, los avatares del cuerpo olvidaron
que había residuos clandestinos
cuyo destino terminaba siendo el sistema circulatorio.
Por eso
–y en los últimos años los biólogos evolutivos han sido enfáticos en esto–
aquellas personas que rechinan sus dientes
con un castañeo desesperado en mitad de la noche
han conservado en su boca una memoria muscular,
el vestigio de ese movimiento cardíaco
que procuraba eliminar con rabiosa diligencia
lo que en el día, silenciosamente,
aún se aloja en el corazón.
13
Cualquier cosa que hagas, no dividas.
No dividir las heridas del cero,
no dividir el centro mismo de las vísceras,
no dividir la orina, dejarla intacta,
/un trozo grande y completo y amarillo.
No dividir nuestro nombre,
ni cada una de las hormigas
que cargan sus sílabas
como amargos cristales de azúcar.
No dividir la “s” que sulfura
los siseantes sucesos de este poema,
no dividir el error,
el deseo de amar que anida
entre sus grietas,
esa viscosa lluvia que libamos,
cómo no,
ese sol embrutecido
que vibra entre las piernas.
1.1. Los cartílagos de las orejas piden ser transitados a cabalidad. Desovillar una infinita cuerda de guitarra entre los recovecos de su laberinto. Un sonido que se vierta en ellos hasta colmarlos, volverlos dos guijarros en el fondo de un río. Es algo que no tiene que ver con el tono ni el volumen, sino con el tamaño real de su resonancia. Y si no es posible, sería menester que nazca una tercera oreja, guarecida secretamente dentro del cuerpo, que escuche cantando, como los murciélagos regurgitan la oscuridad de sus entrañas para poder ver.
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