Sobre la poesía de Julio Barco. Texto de Nicolás López-Pérez

Nicolás López-Pérez es un crítico chileno que ha escrito un libro sobre el poeta peruano Julio Barco. La contraportada del libro dice: Los ritos ardientes. Discursividades en la obra de Julio Barco (Contraeditorial Astronómica, 2025) es un texto, por ahora, único en su tema y aproximación. Nicolás López-Pérez (Rancagua, Chile, 1990), en esta oportunidad, nos ofrenda un cuidadoso y un nada banal análisis de la obra de un escritor de hoy. Si bien la crítica literaria se mueve en los pliegues de su presente y, a veces, en pretérito o como porvenir, es más bien gentil hasta disolverse en su poco impacto. La crítica literaria, en el mejor de los casos, debiese asediar el campo cultural mediante agenciamientos desinteresados y efímeros. Este libro incita a seguir de cerca poéticas en progreso y deja elementos para, por qué no, reoxigenar a la crítica y testimoniar precozmente inquietudes que, aquí y ahora, pueblan el vasto universo de la literatura hispanoamericana del mañana.

 

 

 

 

Nicolás López-Pérez nació en Rancagua (Chile) en 1990. Ha publicado ocho libros de poesía, entre ellos,​​ De la naturaleza afectiva de la forma​​ (2020),​​ Cielo de correspondencias​​ (2024) y​​ La división de​​ algunos​​ días​​ (2024). En 2025 ha publicado el ensayo​​ Los ritos ardientes. Discursividades en la obra de Julio Barco​​ y la antología​​ Un volantín yéndose paila​​ (2015-2025). Administra la mediateca de poesía cotidiana​​ la comparecencia infinita. Escribe crítica literaria en la revista argentina​​ Metaliteratura. Actualmente está traduciendo a los poetas Rocco Scotellaro y Sidney Keyes y enseña lengua y culturas hispanas en la Universidad de Salerno.

 

 

 

 

 

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Los ritos ardientes. Discursividades en la obra de Julio Barco

 

 

 

“Estas páginas no son obra de la amistad ni del compromiso, sino de la admiración. Admiración por un poeta que ha sabido mantener con dignidad​​ y pasión insubordinables los indiscutibles dones de su espíritu y de su destino poético. Al halago o la indiferencia exageradas con que se acostumbra reconocer o desconocer el don creador de nuestros poetas hemos opuesto el afán y el interés para acercarnos en lo posible a las experiencias poéticas…” (13).

 

 

Con estas demoledoras palabras, el escritor chileno Rosamel del Valle inaugura los fuegos de su libro La violencia creadora (1959), un ensayo que elogia y profundiza críticamente en las costuras de la obra poética de su amigo y compatriota, el poeta Humberto Díaz-Casanueva. Releyendo esa pieza de generosidad intelectual y entrañable amistad más acá y más allá de la poesía, observo con espanto la mezquindad organizada y la velada guerrilla literaria que se da al interior de los focos editoriales y el campo cultural. Resulta que hablo en general, ya que con los alcances de Internet y la difuminación en pequeños destellos canónicos (por ejemplo, eventos en los que participa un escritor de una relativa pública notoriedad), no sabría definir los límites de un espacio que alguna vez se trató de una primacía de la palabra escrita y de una aristocracia ilustrada. Solo nos quedan las ruinas de una industria que sucumbió al posfordismo y el devenir irrelevante de la literatura.

 

En otras palabras, nos hemos llenado de best-seller que transformaron al libro en un bien de consumo, permitieron que el mercado pudiera modular a su lector que no lee y, en el caso de la poesía, su destierro al reino poblado por prosumidores silenciosos, lectores prejuiciosos y sujetos reconocidos como poetas por ciertos parámetros objetivos (por ejemplo, premios literarios, participación en talleres, antologías o eventos de libre acceso). Hasta aquí no he mencionado nada de la calidad ni de falta de mérito: no se me ocurren diatribas en este momento; además, mi voz emitiría tan solo un grito afónico y banal. Estoy tan lejos del espacio en que ocurre la socialización de la literatura, ni siquiera Internet es un buen mediador en esta oportunidad, tampoco​​ sabría a quién dirigir estas palabras. Es tan solo un diagnóstico boomer o desencantado: quien habla aquí, está estipulando en favor de otro por libre voluntad.

 

Quisiera haber comenzado este libro con palabras tan hermosas como las de Rosamel, uno de los poetas en lengua española que he leído con exultante fruición, pero he llegado tarde. Aunque la conexión con esas palabras, no ha sido extemporánea. Hay un mensaje que hace eco ultratumba. Humberto responde sin responder: ante la muerte de su amigo ocurrida en 1965, escribe un libro de versos que operan como una elegía y como un homenaje intitulado El sol ciego (1966). Si bien trata de una pasión amical, es un legado que queda en la literatura. Del mismo modo, ocurre con los epistolarios, entrevistas y demás agenciamientos en los que hay una desprejuiciada y fraternal discusión sobre asuntos poéticos, estéticos y vitales.

 

Las páginas que vienen a continuación son el fruto de una conversación que ha durado años: a veces, mis palabras se dirigían a una multitud incalculable y anónima y quedaban en la posteridad de revistas en papel y digitales; a veces, mis palabras se dirigían al producto de una obstinación con la belleza y el pensamiento que Julio Barco había transformado en un libro, en un poema, en una novela, en un escrito que nos deja pasmados; la mayor parte de las veces era un diálogo infinito con un amigo. No sé si nos parecemos a Rosamel y a Humberto, pero estoy seguro que son cada vez menos y cada vez más escasos los esfuerzos de largo aliento por leer, analizar y viviseccionar la obra de otro. Las amistades en la literatura no son perfectas, aunque brillan aquellas que logran tocarse en el núcleo de lo humano. No es fácil alcanzar madurez en la propia obra ni mucho menos el despegue, quiero decir, el mostrarse a otros, el volverse público y, por tanto, objeto del placer y del juicio ajeno. Por otra parte, escribir es un acto de ejecución solitaria frente al folio virtual o hecho de lo que alguna vez fue un árbol, pero cuya dimensión social entraña asociarse con otros, brillar junto a ellos, chasconearlos, admirarlos cuando no se es protagonista o sentir el júbilo de los demás mientras uno vibra con lo escrito mientras se comparte.

 

Escribir sobre otros es un testimonio que no queda en vano, ¿cuántas obras se publican y luego de su presentación (si la hubiere) desaparecen en bodegas o rincones de casas porque ya nadie habla de ellas? Si bien un libro se basta a sí mismo, la crítica se convierte en una pista para los arqueólogos literarios del mañana o los detectives salvajes de turno para ir escudriñando, ¿cuántos libros no han sido reencontrados porque un/a investigador/a se vio frente a una mención crítica? Por ejemplo, me encontré con una grata sorpresa cuando leí el Atlas de la poesía de Chile (1900- 1957) del crítico Antonio de Undurraga, ¡había tantxs poetas que no conocía! Y no me refiero a una cura contra la ignorancia, sino a nuestra capacidad de poder constituirnos más allá del presente como sujetos históricos. Un rescate de la crítica que no puedo dejar de mencionar es Ecbasis cuiusdam captivi per tropologiam (Fuga de un condenado en la alegoría). Trata de un manuscrito cuyo autor es desconocido y cuya data no se sabe con certeza, pero que se ubica entre los siglos XI y XII. Fue hallado en 1838 en Bruselas por Jacob Grimm –uno de los célebres cuentistas– y este, además, de proceder a su publicación, preparó un aparato crítico nada despreciable: Grimm ubicó al libro como la épica de bestias más antigua de la que se tenga registro.

 

Una obra sin crítica vive en las sombras. O para no elevar tanto el discurso: una obra de la que nadie habla se entristece y se queda en silencio hasta ser descubierta. Una crítica es la prueba de una obra que existió, aunque siempre se puede inventar el aparato crítico o la materialidad misma de la obra. Por ejemplo, la artista italiana Chiara Fumai en 2010 presentó en Nijmegen (Holanda) una muestra dedicada a Nico Fumai. En ella, intervino una serie de portadas musicales, dando el título y la autoría al pseudónimo que escogió para su padre, creando así no solo un artista sino también una obra. Estas operaciones con la imagen y el lenguaje son fascinantes, pero la crítica, por lo general, se queda en obras tangibles, toda vez que su objetivo es participar del espacio literario. Al menos en Chile se tiene consciencia que la crítica es inseparable de la literatura: en 1959 no solo se publicó La violencia creadora, sino que también Hernán Díaz Arrieta​​ (Alone) fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura. Alone, junto con Omer Emeth (Emilio Vaïsse) e Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez Langlois) fueron las puntas de lanza de la crítica en Chile durante el siglo XX.

 

Especialmente a los contemporáneos, es un ejercicio cada vez más difícil y que queda siempre sujeto a la ligera postergación y a la elasticidad del tiempo, ¿cuánto demoramos en leer un libro, o dos, o tres? Ni hablar que después falta el tiempo para sentarse a escribir y, sobre todo, escribir algo que tenga sentido. La crítica no es un ejercicio vanidoso: es la liberación de la palabra en favor de otros y de la ofrenda de una obra ajena a una comunidad. Así como un editor que organiza un lanzamiento o que invierte -sin pedir nada a cambio al autor- es de una generosidad incalculable, una crítica es poner a disposición la casa para celebrar el cumpleaños a otro. Si el poeta peruano, como escribía Julio en una de sus columnas hebdomadarias y sabáticas en Diario Uno, “respira contra el viento, en un país donde la vida se enfrenta a sí misma, donde la poesía apenas es una posibilidad”, la persistencia de una obra es algo que tenemos que seguir festejando. Estas páginas son obra de la admiración de quien se planta de frente a la crisis, el dolor y la resistencia. Y son un testimonio fraternal que va también dedicado a la pequeña Alba en su venidero primer cumpleaños.

 

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Julio es una de esas intensidades que también vengo a bien subrayar. Un pulso literario que nace a lo lejos, en un chispazo de vitalidad titulado​​ Me da pena que la gente crezca​​ (2012). En una entrevista concedida a Enrique Cauti, Wilmer Speksis y David Tarqui en el programa radial tacneño “La hora del Búho” en 2019 contó que ese libro lo escribió de un tirón en una noche. Un disparo de locura y lucidez, tal vez la mejor y peor contradicción para afirmar la soga por la cual subir por el acantilado del arte. Así está bien. Al comienzo de su viaje, quemando las naves que lo ataban al puerto de lo inédito, de lo que no ha cobrado una forma perenne, la dedicatoria “para el que fui y​​ soy y quizá no seré”. Más adelante confiesa “¡y esto es la metaliteratura!”. Pongamos atención a eso, si ese oráculo es o fue cierto hasta el día en que a fierro caliente se tatúa esta selección de obras.

 

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Recuerdo que en 2021 fue la primera vez que tuve la oportunidad de trabajar con materiales provenientes de la obra de Julio. En un par de meses pusimos manos a la obra y todo se aceleró por la participación de mi querido amigo en el maravilloso festival​​ Latinale​​ que desde hace décadas lo organizan Timo Berger y Rike Bolte en Alemania o en tour por el mundo. El mismo 2021 se realizaba el evento en Berlín y en otras ciudades alemanas, Julio había sido contactado en otoño y ya en primavera estaba yendo a vivir el otoño europeo por un par de días.​​ Made in Perú​​ fue un intento por sintetizar diez años de obra, intercalando los géneros literarios clásicos en los que Julio había incursionado, sumado a textos de lo que el crítico chileno Leónidas Morales llamó “la escritura de al lado” (12). Los géneros referenciales en​​ Made in Perú​​ sumaban discursos, fragmentos de entrevistas, diarios, semblanzas autobiográficas… solo nos faltó incluir correspondencia, ciertamente, un vacío en el material publicado de Julio, aunque tapizado con creces por la primera entrega de su monumental​​ Los Elementos.​​ 

 

Made in Perú,​​ por aquel entonces, nadaba entre las antologías que ya se habían hecho, pero que solo se centraban en aspectos poéticos de la obra de Julio. Zeuxis Vargas en plena pandemia, en abril de 2020, editó como parte de la línea “Obra abierta” de la Seshat Ediciones​​ (SO) Sistema operativo.​​ En el prólogo el escritor colombiano precisaba que se estaba en presencia de un “lenguaje en continua transformación y vísceras triturando como las mollejas de los gallos, al amor, es lo que resulta de unir a un joven y su vagabunda precocidad de (Arthur) Rimbaud, con la poesía orgánica de los últimos tiempos” y añade, más adelante: “hablamos de una obra vastísima y​​ vertiginosa que se acaudala alma abajo arrastrando las posibilidades cibernéticas como troncos a la deriva sobre los que se agarran-aferran náufragos los sueños. Esta poesía juega y programa formas fractales de comunicar” (11). En​​ (SO) Sistema operativo​​ quedaban antologados extractos de la poesía publicada por Julio hasta entonces, incluyendo​​ Copiar, cortar, pegar, cargar​​ (2020) que, en principio, se iba a publicar por Buenos Aires Poetry y que, finalmente, salió a la luz en otra​​ colección de Seshat Ediciones titulada “Lector in fabula”.

 

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La obra de Julio emprende el vuelo desde el Perú: luego de ser galardonado con el Premio Gremio de Editores (2018) y el Huauco de Oro (2019) viajó a Chile. En ese periplo, ofreció recitales, compartió con poetas y editores chilenos -destacándose Gonzalo Geraldo Peláez- dio vueltas por Valparaíso y Santiago. Sin embargo, no fue hasta 2020 que de un esfuerzo compartido con la escritora argentina Ana Abregú, publicamos para todo el territorio chileno​​ Mosaico.​​ Desafortunadamente, debido al estado de emergencia sanitaria no pudimos ponerlo en circulación como era debido.

 

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En poesía, Latinoamérica tuvo su primer siglo de oro y ahora está empezando el segundo, tal como sugiere Héctor Hernández Montecinos. Poetas cuya flor brotó, se abrió y marchitó; cuya flor botó las semillas para volver a germinar en otro espacio, en otro tiempo. Luces que se apagan y vuelven a encender, pequeños faros a lo lejos en tierras indómitas. Alguna vez el Perú fue una crónica, fue un libro antes que un tiempo. Quizás está mucho más allá de las palabras. Hoy prácticamente todo el continente americano es un álbum de ruinas que no vemos o no queremos ver, sumidas en un gran tono del capitalismo tardío. Estamos bailando, sí, pero lloramos mientras estamos bailando. Los monumentos están en el lenguaje, una herramienta telúrica por sobre lo​​ real, una que produce el encuentro indefectible entre el adentro y el afuera, entre un yo y el mundo. De esa comparecencia infinita entre el deseo y el balbuceo, entre el análisis y la síntesis, la poesía abre el paso inaugurando ciclo tras ciclo, yuxtaponiendo la vida y la muerte, dejando como sedimento una mutación que jamás acaba.

 

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La poesía como pasión por el lenguaje. La vida sabe leer. Lo formal es lo mental que se desenreda. Julio en​​ Respirar​​ se pregunta: “¿Cómo funciona la imaginación?” (9). No hay nudos en el mar de las posibilidades: “Yo estoy atravesado por mi propio delirio / Y mi delirio es fluidez incesante, apertura de ojos” (10); “Yo soy un muchacho que escribe su vida en una cabina de internet (…) ¿Qué es el Perú?” (13).

 

Detrás de ese yo, del que se puede decir fuerte, presente, es un narrador que está pensando, sintiendo, viendo, sufriendo ese lenguaje de lo que queda atrás, de lo que no quiere dejar y de lo que es abandonado. Es un gran hablante lírico que se escribe como una forma de vivir y se disfraza con el verbo que las circunstancias le pidan como tributo, como ritual del testimonio. La poesía de Julio tiene temáticas indisolubles de la vida misma, la mayoría en calidad de experiencia.

 

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Vivir de tu arte, ser poeta. Desarmo: Arte de tu vivir, estar poeta. La vida ya superó a la poesía. Con creces. La poesía le copia a la vida. En mayo de 2020 hice una selección de​​ Des(c)ierto, algunos pasajes que me llamaron la atención. Por ejemplo:​​ “Estallo en todos los cuerpos. No tengo futuro / Ni otro ritmo que mi furia interior​​ (…)​​ No te puedo contar el caos que es / mi furioso sonido. Por eso, / estoy ahora aquí, en tu ciudad, / escribiendo poemas que se / alejan como niños tristes / porque ya es tiempo de ser frontales / y si tomé un bus hace unos días / fue para besarte, / ¿acaso crees que juego​​ cuando expreso / mi intensidad?”​​ (Des(c)ierto​​ 28). La intensidad no solo es uno de los temas de la poesía de Julio, sino ya un tópico de la poesía peruana. Y su expresión, a modo de una simple cartografía para estos efectos, encuentra parecidos de familia en varias poéticas. Se me viene a la cabeza Rodolfo Hinostroza, a quien estuve releyendo no hace mucho (“mis poemas serán leídos por infinitos grupos de clochards / sous le Petit Pont / y me conducirán a los muslos de Azucena / pues su temporalidad será excesiva / cosa comunicante”). E igualmente Enrique Verástegui, Domingo de Ramos, Mirko Lauer, Óscar Málaga, Miguel Ildefonso, Bethoven Medina, Juan Ramírez Ruíz. Este último, en “Hechos que no deben olvidarse”, reza: “Llena de intensidad las palabras / Los poemas deben tener el olor del mundo y deben respirar como un ser vivo, un poema integral es siempre un operativo cultural” (Un par de vueltas​​ 117). Un pequeño gran Big Bang en la lira del Perú.

 

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La obra de Julio nos comparte ese fuego que es la poesía misma en la vida de alguien: desde la formación del escritor a los encuentros fortuitos. Fuera del papel, destaco también su voluntad de difundir la poesía desinteresadamente. El poder como ha conseguido acallar algunas voces del hoy, se acomoda a la promoción de una palabra que parece extemporánea. Julio es una de las voces del hoy que debemos amplificar: este libro es un megáfono, un parlante que busca resignificar la presencia del poeta en el espacio público (no necesariamente supeditado a su extensión).

 

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Sobre nuestros tiempos, Julio espeta en su monumental diario: “este mundo es un infierno, donde los sentimentales o intensos como yo no tienen cabida, donde siempre serán ridiculizados por la masa, donde apenas tenemos derecho a crear, desde nuestro dolor e incomprensión, arte para sobrevivir algunas décadas” (El nuevo fuego​​ 854-855), ¿cuál es la fuente y autoridad de ese​​ derecho a crear? No es un derecho como el que estatuye una ley, ¿por qué podemos usar la misma palabra para decir derecho a la vida, a la integridad física y psíquica que están en las leyes y con el derecho a vivir en un mundo libre de violencias o el derecho de vivir en paz como cantaba Víctor Jara? ¿Estamos frente a un derecho que no es derecho?

 

Los derechos poéticos no son ni reconocidos ni autorizados por el Derecho. Considérese la mayúscula, porque estamos hablando del ordenamiento jurídico como entidad que archiva lo que sí se puede decir en ciertos contextos. Novalis hablaba de arte poético (Dichtkunst) y decía que este “no es más que un uso voluntario, activo y productivo de nuestros órganos (...) al pensar, los sentidos aplican la riqueza de sus impresiones a un nuevo tipo de impresión; lo que surge de esto lo llamamos pensamiento” (219). Los órganos de los lectores elaboran un pensamiento a partir de la poesía, tal como el poema no responde a una pregunta, sino que agudiza esta última y se posiciona entre lo que se dice y lo que se calla. Los derechos poéticos no son soluciones, sino que rearticulaciones de la lengua frente a la lengua que habla el Derecho. Bramar por tener derecho a crear -como sugiere Julio- es un reconocimiento de la condición de poeta y asumir que el poeta debiese tener otro rol en la sociedad. Insistentemente se pide este cambio de paradigma, pero en el imaginario colectivo la idea de poesía se relaciona con lo empalagoso. Los derechos poéticos son un​​ derecho imaginario, son verosímiles y al criticar el orden o una presunta justicia se constituyen como​​ pensamiento en acto.​​ Pueden encontrarse en la poesía misma o en la palabra del poeta que trasciende los géneros. Tal como lo señalaba el crítico Terry Eagleton, un poema es “una declaración moral” y un enunciado “ficticio y verbalmente inventivo” (25). La obra de Julio no está exenta de ello, es siempre una obra en resistencia que construye una ética desde la estética. Aunque el poema no es fuerza ni mucho menos el carácter onírico del derecho: los derechos poéticos nos otorgan otra sensibilidad que canalizada. De ahí que la fuerza creativa sea capaz de intervenir un discurso para generar una crítica que pueda vincularse con lo político y la consciencia histórica.

 

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De tripas, corazón: Julio articula en medio de la precariedad su palabra y nos transmite una realidad urgente. Cuando se dice que un escritor interpreta el espíritu de su época, lo entendemos solo más adelante. Aquí, el testimonio de una mirada adelantada y atrasada. Desde esta obra podemos llegar a un Perú de contradicciones, sudor, hambre y furiosos deseos de igualdad. Quizás pueda generar una fisura en nuestro presente lo suficiente como para poner manos a la obra en honor a todos los habitantes de Seremsa. La autonomía del escritor es la libertad que tiene para hablar de otros. Huelga decir que la crítica literaria debiese interesarse por ese “instante de coincidencia total entre consciencia y subconsciencia” (De Rokha,​​ Arenga sobre el arte​​ 46) que ocurre en la poesía y que intenta desasosegar al lector. Punto aparte en este diálogo, me remito a una frase que Eguren le dijo a Vallejo en una entrevista de 1918 que se publicó en el periódico trujillano​​ La semana,​​ “yo y usted tenemos que luchar mucho”, tus palabras, Julio, son una arenga para seguir luchando por el futuro de la creación literaria y poética. Estoy seguro que ella seguirá dándonos cosas que no vienen desde otros saberes. La palabra nos retroalimenta, nos acerca en la lejanía y nos aleja en la cercanía; nos besa la memoria y nos resucita después de que hemos sido despedazados. Crear es jugar con fuego: nuestros ritos arden y nosotros también, nosotros también.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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