Poesía mexicana: Julieta Gamboa

Leemos poesía mexicana. Nos acercamos a la poesía de Julieta Gamboa (Ciudad de México, 1981). Es autora de los poemarios Taxonomía de un cuerpo (Fondo Editorial Tierra Adentro, col. La Ceibita, 2012), Sedimentos (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016), El órgano de Corti (Ediciones Digitales Punto de Partida, UNAM, 2018) y Fotones (https://fotonespoesia.cargo.site/).

 

 

 

 

 

Julieta Gamboa (Ciudad de México, 1981). Autora de los poemarios Taxonomía de un cuerpo (Fondo Editorial Tierra Adentro, col. La Ceibita, 2012), Sedimentos (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016),​​ El órgano de Corti (Ediciones Digitales Punto de Partida, UNAM, 2018) y​​ Fotones​​ (https://fotonespoesia.cargo.site/).​​ 

 

 

 

 

 

 

Fotones​​ 

(selección)

 

 

 

Primeras luces.

 

Abrí los ojos y había un destello,

reflejos móviles,

algo de claridad entre las sombras.

 

Pero las formas no estaban definidas aún para mis ojos;

en un estado silencioso

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ con apenas voluntad

en la sustancia oscura,

envolvente,

esperé algún tiempo para hacer una afirmación certera

sobre lo que parecía la realidad.

 

Escuché y aprendí que en lo visible

se sellaba la verdad de las cosas.

 

 

 

 

 

 

 

Una imagen que inventa la materia


Miles de partículas
            (en espirales
                        curvas
              elipses)
improvisan un orden.

Los axones del nervio óptico extienden en mi cerebro un conjunto de información
que satura los huecos,
encierra trozos de realidad
           y llena el mapa.

Mis neuronas conjeturan un sentido:
se aferran a las marcas de luz.

 

 

 

 

 

 

 

 

Las imágenes son difíciles de dominar pero no son el mundo.

No son materia:

contienen algunos hechos

contorsiones,

                           dogmas,

vestigios;

más que nada

la evidencia de fisuras,

lo que no está inscrito en la incandescencia

del momento del relámpago.

 

 

 

 

 

 

 

 

La sombra y su reverso
(
“La niña de la fábrica de algodón”, 1908)

Comenzó
con ocho años
a tomar la fibra entre las manos
y separar semillas de las hebras blancas.
Empezó de noche;
continuó las horas suficientes
para alcanzar a ver la luz de la mañana
una vez terminado el ciclo
              una vez
y otra.

La fábrica fue una casa,
apenas habitable en sus techos altos
y estancias frías.

Sus ojos,
concentrados en mirar las impurezas de la médula textil
seleccionaban el blanco más limpio entre la niebla.
Terminaba con las primeras luces
acompañada por los ruidos
tenues
del hambre.

Le tocaba contener la maquinaria
con las pequeñas extremidades algo dormidas
desde un vértice del cuerpo
que le hiciera guardar el equilibrio.

La reproducción de los ritmos el sonido agudo
terso
del metal
en sus oídos,
                       el metal
en sus tímpanos centrados.

En el momento de la toma, Sadie
—ese fue su nombre—
medía ciento veinte centímetros,
tenía diez años
y unos cuantos hermanos.
La fotografía la hizo un hombre que fingía vender biblias,
la cámara escondida detrás del libro
empastado en azul cobalto
para fijar las huellas del trabajo.

Y todo continuó idéntico
hasta llegar a ciento setenta centímetros,
treinta años
y los mismos hermanos
en un espacio comparable en sus sonidos
                                   afilados
con nuevas marcas
en cada articulación endurecida.

 

 

 

 

 

 

 

Acciones en el espejo
(
“Detrás de puertas cerradas”, 1982)

Un hombre golpea a su mujer
en el amplio baño de una casa

               luminosa,

               confortable.

Él refiere a su esposa,

            —su mujer—

con el posesivo siempre delante.

Es el Nueva Jersey de los ricos

que se piensan a sí mismos

en la cima de la montaña,

únicos e impredecibles.


Ese movimiento de brazo parece ser común

en los espacios íntimos.


Él golpea con el puño cerrado

mientras una cámara registra el hecho,

proyectada en el espejo.


En el reflejo hay un túnel

de irradiaciones:

él no mira, pero es observado;

ella se cubre para amortiguar el golpe;

la cámara es un arma para decir basta,

pero la acción del disparador no hace al hombre detenerse;

más bien le da un espectador

que documenta la fuerza de su cuerpo

ensanchándose.


Parece el vestidor de un par de actores de cine.

Pero no.

Es la casa prolija de una pareja bien avenida

donde se escenifica lo íntimo de lo íntimo

[detrás de puertas cerradas en donde se guardan los secretos]
y las luces iluminan los impulsos de los cuerpos,

un short a rayas

y la maniobra de balance de una mujer

que busca mantener el equilibrio

ante el golpe

en la danza de violencia que es el matrimonio.


Ella alcanza a cruzar los brazos

y se protege.


La pareja no acostumbra a dejarse ver así.

[Parece ser que esta es la excepción, no la regla]


Suelen pasar sus noches en un club

y ríen

y comparten

parejas y sexo

en las noches alocadas de los blancos

en una blanca discoteca.

Hay que decir que su casa es un lugar precioso

con las mesas llenas de nieve

también blanca y pura

repartida entre personas de éxito

con dientes perfectos

aún más blancos que la nieve.


¿
Este es el camino
para habitarnos,

fundirnos en uno solo?

Te hago daño porque tú me haces daño;

has mentido
como una niña pequeña que ha desobedecido al padre.


Como una niña que ha activado los músculos del padre,

la fuerza del padre.


El padre ha vuelto para hacer justicia
y mantenerte en cintura.


La fotógrafa quería contar un cuento de libertades;

se encontró con los silencios del tacto,

las ásperas confidencias de los cuerpos.


Hoy tengo miedo. Hay una magnum 357 sobre la mesa;
no lo comprendo

y siento que me pierdo

en el estallido del pulso.

 

 

 

 

 

 

 

 

Una imagen oculta

Esta enunciación interna
sin finales,
esta falta de calma,
las huellas por haber nacido en una década convulsa,
no son evidentes.

Lo que no se muestra reproducible,
duplicado,
diluye su existencia:
la materia falla.

Mi fluir interno: descargas eléctricas invisibles.

El estómago contraído,
los movimientos hondos de los órganos,
los recuerdos guardados como cápsulas.

 

 

 

 

 

 

 

Qué suerte
(
“99 centavos”, 1999)

Qué brillantes los paquetes de basura,
uno sobre otro
detrás del otro.

Como es arriba es abajo.
Como es adentro es afuera.

El azul verde rojo anaranjado vibrante
del polietileno
policloruro de vinilideno
policloruro de vinilo.

Horas de hombres y mujeres que contraen el estómago
los dedos en artrosis
en una cadena de producción
de sabores
               glutamato
como un disparo en el centro
de las papilas gustativas.

Y solo necesito
unas monedas para saciar el hambre,
el vacío intestinal
que está ahí
en el momento de salir de la cama
el vacío duodenal
que me apura a cumplir con el tiempo
las marcas del reloj
el trabajo sedimentado
en las uñas de pies y manos.

Qué suerte.
Tengo unas monedas para tener conmigo
comida de celofán
que fosforece entre mis manos.


 

 

 

 

 

Repetición

Rostros con experiencias deliciosas
cooptados por la ansiedad neuronal
de no ser vistos.

Lugares a los que todos iremos
gestos que deberíamos intentar
y experimentar
como propios.

Experiencias compartidas
que nos harán vibrar
           o al menos
mantener el cerebro enchufado en las pantallas de lo real.

Filas de cuerpos ciegamente dispuestos
                    en la fiebre del registro.
La manera
            continua
en toda norma
de mostrarse.

La náusea de Narciso cae
                          se despeña
por su peso.

 

 

 

 

 

 

 

Imágenes para el recuerdo

 

Las fotografías del álbum familiar

no tienen ese fulgor de verdad indiscutible;

pero parece que lo íntimo es volátil,

con menos peso que los actos heroicos.

 

Y qué es el heroísmo

sino luchar contra el peso de lo mutable

y sostener la danza de la sangre

que se replica también

en las honduras.

 

Desde el nacimiento:

construir un ser

un rostro

un movimiento preciso de las manos:

ser esto

ser algo

alguien

ser

 

aferrarse a una existencia legítima,

prenderla con alfileres:

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ ser

 

 

 

 

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