Ha muerto Daniel Sada

Daniel Sada[1]

Murió ayer, a los 58 años, Daniel Sada (Mexicali, 1953). Sada ganó premios como el Herralde, Xavier Villaurrutia, Nacional de Literatura, Narrativa Colima para Obra Publicada y, justo ayer, el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011. Como brevísimo homenaje presentamos su cuento “El fenómeno ominoso”.

 

 

 

EL FENÓMENO OMINOSO

 

Se puede vivir lejos, muy lejos, allá donde no llega ninguna carretera ni hay vías de tren cercanas: en un viejo aposento perdido en la llanura; allá donde no existen ni veredas fortuitas ni enemigo que salte, en ese duro espacio que amolda voluntades y cede al abandono dejando tras de sí los aires mundaneros, la humeante sociedad que nunca para, la tentaciones prontas. A cambio… Optar y para siempre por el retiramiento, por la experiencia viva que afina los sentidos y alarga cuanta forma. ¿Acaso es necesario? No, pero alguna vez sí -aproximadamente- se puede vivir solo. Lejos, donde el tiempo no premia las sabias lentitudes.

Corneliano Pineda desde hacía muchos años vivía solo en un rancho llamado El Gavilán: lugar seco y talludo como un cuero atezado, con mellas de erosión y bajo un sol hendido en todas partes. Ámbito legendario donde la incandescencia parece asesinar a tanta sombra intrusa y donde por doquier hay un enorme “No” de un golpe machacado que provoca a la postre la estirada del tiempo. Serenidad a cuestas acaso categórica que le ha dado al fulano el amor necesario por lo que no ha de ser, también para su alivio, una memoria agreste capaz de regodearse en el silencio de los años que ruedan de ida y de regreso.

De hecho para él la vida diaria no era sino un largo suceso y nada más.

A veces, a capricho, el fulano quería cambiarle el ritmo a ésta soledad carente de altibajos, y era que podía a medias, porque la tal monotonía lo arrastraba hacia el método en que siempre se cae cuando no hay esperanzas de que las cosas cambien.

Sin embargo, he aquí su cuadro vital:

Por lo común las hambrunas: comiendo puros trompillos: única hierba a la mano, pues si quería variedad –matehualas, culantrillos o cardenches- tenía que ir a buscarlos. Pocas veces carne roja, cada que mataba bestias con su rifle de tasquiles, de donde: sentíase beneficiado al poder entremezclar el trabajo rutinario con la suave recreación. Ese hechizo de ser único en el mundo cantando canciones de antes y dejándose llevar que al cabo que estaba solo. Un perro su compañero, único escucha posible, éste, con orejas muy paradas, flaco y bravo, y sus ojos: dos tizones. Entonces, de qué podía lamentarse Corneliano y con quién que lo entendiera. ¿Con el perro?, por decir… Una posibilidad; y con ello su ventura se parecía mal que bien a la punta de un cuchillo: un atisbo que es difícil contemplar.

Empero, tenía un encargo: él era peón velador, mas no recibía salario, ¿para qué? Ya con tener una estancia le era más que suficiente; por supuesto, allá cada cuatro meses venía su patrón se zampaban un puerquito o una gallina asada, traídos por este último, pero esa era la excepción.

Siendo así, pues lo de siempre: al medio día largos sueños en que no pasaba nada.

Siestas que cambian el ritmo…

Siestas, aparentemente dulces, que engañan y que apechugan, y después, ya por las tardes, Corneliano solía ir al portal –construido por él mismo­­- de aquella casa de adobe para quedarse mirando el hundimiento del sol. Sentábase en una piedra, por no tener mecedora, al tiempo que le llamaba a su guardián-compañero. “Psst, Dandy… ¡Ven!”, y aquél que lo obedecía echándose  por costumbre a los pies del sedentario para ambos observar los declives de las nubes entre colores naranja. Esas graves hinchazones de los tintes que agonizan.

Y ¡qué decir de las noches! Un escenario estrellado casi a punto de caerse…

Mas sucedió un día de tantos que don Gumaro Velázquez, propietario de aquel rancho, llegó de prisa en su jeep. Venía con él un fulano, quien, según dijo el patrón, se quedaría en su ranchillo y por el tiempo que fuera a fin de que secundara a Corneliano Pineda en unos nuevos proyectos que se le habían ocurrido. Y que piensa el viejo peón: Ya me fregué para siempre. ¡Ya tengo otro como yo! El problema, en realidad, era mucho más agudo, y que añade con enojo para sí: Qué de mañas no tendrá ese hombre potrancón. De seguro que ha venido de un lugar mucho mejor.

El patrón expuso luego un argumentazo bárbaro acerca de sus deseos, dando a entender por lo tanto que a partir de ese momento el trabajo aumentaría. Se explayó más de la cuenta en ideas fantásticas sobre el porvenir del rancho y por ende de los peones. ¡Hacer un poblado aparte!, pero en el mero desierto. Anuncioles que traería dentro de una semana en camiones de redilas a cientos de jornaleros a sueldo con sus picos y sus palas, asimismo, y tomando bastante aire, igualito a un orador de plazuela: les dijo que iba a venir con dos baúles repletos de carabinas y balas. ¿Armas?, al respecto, no hizo esbozo del motivo. El caso es que también dijo que semana con semana iba a traer muchas casas de campaña, herramientas, equipos de soldadura, ferrería y ganado al por mayor, todo lo que hiciera falta según las necesidades, y además les ordenó que ya empezaran a hacer adobes y más adobes para construir estancias.

Invertir: era su fórmula mágica para los cambios completos. Pero, ¿armas?, ¿habría líos de muchedumbres en las zonas circundantes?

Se despidió don Gumaro. Antes: les dejó retazos de cabrito y de gallina e hizo que sus empleados se saludaran de mano –el perro estaba contento- exigiéndole a su hombre de confianza y casi junto a su oreja: “Aconséjamelo, enséñalo”… Ya por último el patrón dio breves indicaciones y se fue como de rayo.

Solos ahí al aire libre, estos peones se quedaron sin decir una palabra, timoratos entrecruzaron miradas de escarceo y conocimiento al tiempo  que contemplaban la polvareda del jeep alejándose veloz: lo bueno es que encontraría un camino sinuoso o una alegre carretera que derecho lo llevara a cierto punto remoto… El patrón entre otras cosas les dijo que cada quien por su cuenta debía hacer su lodo en grande, sus adobes bien tableados. Y si ellos se miraron con ojos perdonavidas, Cornelio tuvo un simple titubeo, se le escapó una risilla reprimida pero amable y necesaria. El otro ni se fijó, porque sin hacerle caso que se dirige al portal. Corneliano que lo sigue con la vista para luego decidir irse tras él, que tan pronto entró, ya empezaba a descargar en el piso de cemento su equipaje terregoso.

-¡No! –que grita Corneliano mientras apretaba el paso para llegar sofocado-. ¡Allí no!

Es que: era el sitio predilecto para ver atardeceres. Que le indica Corneliano otro lugar. Fue: abajo del lavadero, el cual estaba ubicado en un recodo mugriento, aunque sí en el interior de aquella estancia olorosa a catingas antañonas. Con gran énfasis le dijo que allí dormiría por mientras, o sea: hasta no estar terminadas las nueve habitaciones.

Era pleno mediodía y el primer inconveniente: no había agua. Bueno, sí, nada más la de tomar: un tambo de treinta litros calculados para un mes; de modo que: si se lavaban las manos o de plano se dieran un remojón: sería para bien o para mal, revolucionar un hábito, a sabiendas de que el agua quedaba a mucha distancia como para ir a traerla cuando menos, supongamos, dos veces a la semana. Siendo así: ¿cómo iban a hacer adobes si no podían hace lodo?

-No podemos trabajar en lo que pidió el patrón. Sólo hay agua para cuando nos dé sed.

-¿Y qué hacemos?

-Debemos organizarnos.

Téngase que a su manera el viejo peón entendió que se le había conferido poder sobre aquel fulano que, por la facha atildada, se le notaba a las claras que era nuevo en estas lides. Sí, con su sombrero y sus botas, pero exquisito en el fondo; por lo cual, pues, Corneliano, con crudeza, tuvo que explicarle un poco sobre la horrible carencia, y conforme aparecieran le explicaría las demás, desde luego, de acuerdo  a la apreciación del hombre recién llegado.

Concerniente  a lo del agua el trabajo consistía en caminar varias leguas con carga de tambo posmo y aparte con la molestia del calorón y el solazo. No contaba Corneliano ni siquiera con mulas o carretillas. Nada. Sólo su espalda y sus brazos, dado que le parecía un arrojo descarado exigirle a don Gumaro utensilios para el rancho, no fuera a pensar que él era un simple currutaco. De ahí se infiere por tanto que la crítica a su manera de hacer, sería un señero apachurre a su vida anacoreta.

Lo dicho tenía que ser: las preguntas abundaron, y armándose de paciencia, por no estar acostumbrado a hablar más de lo debido, ni siquiera con el perro, el viejo peón se explayó en una y más sutilezas para dar a conocer sus hábitos tan añejos o sus métodos probados. Diciéndole a aquel novato, por ejemplo, que hasta llevaba la cuenta del uso proporcional de cada vaso con agua, a tal grado de aguantarse la sed durante horas y horas, a veces un día completo con su noche respectiva.

-Yo me baño, más o menos, allá cada cuatro meses, cuando de plano no aguanto el salpullido en la piel. Eso es un gran sacrificio, tengo que ir a un tremedal que está entre unos oteros, a gran distancia de aquí, como a unas siete leguas… Entonces, ya sabe lo que le espera.

-Pero hay que hacer los adobes. Fue la orden del patrón.

-Sí, es cierto, lo que pasa es que sólo tengo un tambo disponible y más chico. Para ir al acarreo necesitamos salir casi cuando raye el alba. Son muchas horas a pie y más con el peso encima. Yo casi me tardo un día cuando voy…

-Lo bueno es que ya estoy yo ¿No se le hace que entre los dos el trabajo es más sencillo?

-Sí pues sí… aunque no es mucho remedio. El desierto el peliagudo.

Al fulano que llegó le empezaron a entrar dudas naciéndole por lo tanto mieditis y desencanto. Por el simple beneficio de un futuro entendimiento, no podía mostrar flaqueza ante los ojos del peón, que no siendo aún su amigo podía humillarlo a la brava nomás portándose huraño; entre los dos y de tajo se establecería quizás una barrera infranqueable, la incómoda relación entre el que debe instruiré y el que enseña secamente: sólo porque es menester. Puras recomendaciones y nada de intimidades. También, el fuereño presintió que aquel lugar desolado no era ni para cuando el ideal para vivir por un tiempo indefinido. Lo que sí que ¡ya ni modo! Su realidad era ésta porque no podía escaparse. Todo estaba tan distante que lo más aconsejable era tratar de adaptarse y hacerse amigo del peón: entre más pronto mejor. Entonces la solución: darle por su lado y bien, al menos durante unos días, y ya después que Dios diga. No obstante, volvió al tema de la orden:

-Insisto tenemos que hacer lodo.

Era un dardo solamente. Este hombre acostumbrado a tratar con los demás manejaba perspicacias de preguntas y respuestas:

-Mejor salimos mañana. Es que: regresaríamos de noche y a mí no me gusta eso. Nada a ciegas sale bien. Yo prefiero que le entremos de una vez a la carne que nos trajo don Gumaro, es un lujo esta comida porque no hay todos los días.

Plausible despachadera: buscada a final de cuentas. Sonaban distinto aquí todas las afirmaciones. El tiempo tenía otras normas y los conceptos igual. El fulano arremetió ya con sobrado conato:

-Es difícil una vida sin contacto con la gente.

-Yo ya estoy acostumbrado… Ahora sólo falta usted.

-El patrón nos dijo claro que traería a muchas personas. ¡Las cosas van a cambiar!

-Mm, siempre promete lo mismo. La vez anterior que vino dijo que iba a poner una fábrica de yeso. Otras veces ha venido entusiasmado con planes disparatados de hacer de esto algo así como una cuenca lechera, y a cada nueva visita trae diferentes proyectos. La verdad no ha cumplido con ninguno todavía. Para colmo, sus venidas son escasas. Se le olvida o se hace guaje sobre lo que prometió, y yo ni se lo recuerdo, ¿para qué? Lo oigo como oír llover… Pero ¿a usted le confió algo cuando venían en camino?

-Antes de salir me dijo que El Gavilán era un rancho muy bonito, pero que necesitaba un poco de atención. Como yo andaba en el pueblo buscando un nuevo trabajo supe que él me podía dar y por eso le pedí, porque según me contaron él es dueño de muchísimos terrenos y siempre requiere gente. Lo que sí que durante el viaje no hablamos media palabra, y eso que fueron cuatro horas.

-¿Y le va a pagar salario?

-Me dio por adelantado veinte pesos de papel.

-Que no le van a servir porque no hay donde gastarlos.

-De modo que me mintió.

-Lo mismo hizo conmigo. Tengo en el rancho diez años; a lo largo de este tiempo me ha prometido mil cosas, las cuales todavía espero. Al principio quise irme, pero luego me rajé, porque nomás de pensar que viviendo entre la gente yo debía ganar dinero, y para eso la verdad necesitaba hacerme retemañoso, pues me entró la indecisión. Con el tiempo le he tomado mucho amor a El Gavilán.

-Por lo visto, yo le estorbo.

-No se crea, aunque se me hace que usted bien pronto se aburrirá. Otros hombres han venido y a las primeras de cambio se van sin decir adiós. He visto a muchos partir… Se van a pie a lo tarugo. Ah, no conocen las penurias del desierto.

-¿Y el patrón no les da raite?

-No, él cumple con acarrearlos.

-Pues por lo que usted me dice, no es necesario hacer lodo.

-Sí, al contrario, a la mejor ahora sí va deveras. No pierdo las esperanzas de que El Gavilán sea otro. El problema son las gentes que no logran adaptarse.

El hombre recién llegado tomó sobria providencia a no entrarle más al diálogo, por desilusionarse. Su silencio posterior fue una forma de apetencia: alusiva meramente: con objeto de tener chanza de asimilación. Entre ambos, por lo pronto, hubo apenas un discreto intercambio de miradas para compensar quizás sus pareceres opuestos. Mas ninguno todavía coloreaba un poco al otro como para competir.

Un respeto subconsciente pero cierto, tanto, que el fulano que llegó dio unos pasos hacia atrás. No amistad de toma y daca sino examen de su parte. Desde luego comprendió que en circunstancias como ésta él era un simple bisoño que lento estaba aprendiendo. Ah pues no tenía a dónde hacerse. Si optara por el retorno al pueblo de, adonde fuera, sería muy calaverudo. Una vastedad así por supuesto le ofrecía una tregua vagarosa: aplastamiento de fuerzas: un enigma y mil terrores. Fue que su miedo expresivo hacía que él reculara cada vez y: el viejo peón se sonrió, hasta que: lo detuvo con un “¡ey!” convidándolo a zampar los retazos de comida.

Aquél, triste, obedeció dispuesto a encontrar siquiera un nuevo estado de ánimo. Encaminaron al cabo hacia el lado de la casa donde el viento no hace juegos, junto a la pared oeste, también buscando un poco de sombra para prender la lumbrita. Sí aceptado. Como consecuencia ambos dejaron pues que volaran las sospechas y las cargas de dando paso a lo concreto de una acción reconfortante. Entonces, primero buscar piedrones; fue una lata conseguirlos, pero al fin, nomás con cuatro de éstos colocados como en rueda y gobernadora que el peón tenía bajo llave contemplaron la pirula. Pusieron la carne al centro. Lo que llamó la atención al fulano fue que el viejo solitario sacara chispas capaces de producir vivas llamas mediante dos pedernales: roce correcto y ¡qué tal!

Luego la gran recompensa. Ese gusto, esa avidez, hasta bailaban los ojos de Corneliano Pineda al morder aquellas carnes traídas por el patrón. Vianda frita, ¡qué caray!, un prodigio a sus expensas. El hombre recién llegado quiso entender por lo mismo el pote de tal deleite y por ende la plática sobrevino. Hablaron del alimento: ¿qué era lo cotidiano? En respuesta: salieron a reducir los trompillos –de fibra y jugo sabrosos, además, de sus propiedades de cura-, también salieron a flote varias plantas resinosas, aunque no muy nutritivas, pero sí muy chiquiadoras. Muy rara vez lo de hoy. Ya una víbora era un lujo.

-Las liebres nunca se acercan. Me imagino que han de estar bien enterradas de mi buena puntería. Aunque le voy a ser franco, a mí me da harta flojera andar cazando animales. Eso sí cuando vienen me los echo.

Candidez al por mayor: y férrea para acabarla…

De resultas, pese a pese –si se ve-, principios que se sostienen tan sólo por la experiencia. No cerebro atormentado siempre expuesto a pormenores, sino lógica sencilla, por lo que cualquier palabra dicha por el viejo peón era glosa extraordinaria para el hombre que llegó con otra idea de concordia y de prontas apetencias.  Su silencio -repensado- era acorde con el medio: escuchar sería lo mismo que esperar algo mejor, siendo que él era en tal caso el aprendiz que deseaba adaptarse cuando antes.

A propósito el fulano sólo comió una ración: una tirita de carne, dejando que Corneliano se atiborrara feliz; por ello se limitó a observar con toda calma los masques desesperados, también el perro ranchero que aguardaba un tanto inquieto a unos pasos de ellos. Así, lo que cayera a sus pies sería un regalo supremo, una entera sabrosura.

Concluida la zampada no se movieron de ahí. Corneliano, satisfecho, monologó como nunca, en voz alta, cual si le rezara a nadie. Le dio por narrar historias de cuando él era muchacho. Anécdotas paradójicas y proyectos al vapor fatalmente bien contrarios a ésta su vida rucia. Expuso, como con sorna, sus ideales de aquel tiempo y las causas –arbitrarias a los ojos del fulano- que lo indujeron después a vivir en soledad. Fue tal su declaración que el otro lo secundó.

Nuevamente las preguntas viceversas aparecieron sin más. Las respuestas, sin embargo, enfatizaban de a tiro su tiesura melancólica. Ambos queriendo ser fuertes, por no poder extraviarse, se afirmaban en las chanzas de los que pudo haber sido y que ahora no preocupa. El avance de las horas bajo la sombra buscada fue un caudal de confesiones de ambas partes para llegar a saberse algo así como elegidos por un destino divino casi fuera de este mundo. Entonces, el sol se estaba ocultando y:

-Yo acostumbro ir al portal para recibir la noche. ¿No quisiera acompañarme?

-Está bien.

Caminata refrescante de los dos por haber soltado tristes sus  amarras de comienzo. Pauta para que enseguida, conforme la adaptación, tal vez se abriera de capa. Así: que llegan hasta el portal donde: luego luego Corneliano acaparó su piedrota –por el uso, ya con moldura de asiento-, y el perro presto que se hecha con su leal automatismo.

-Puede sentarse en el piso. Por desgracia, ni siquiera tengo silla que ofrecerle.

-No importa. Aquí me quedo parado.

La escena, pues, derretida, sedimento aletargado de horizonte parejito, ¡a la vista!: mancha y cujos hacia abajo, sólo eso, porque el silencio se impuso largo rato para ver. Después: la inmovilidad. En el portal: una estampa y dos colores, como para recortarse -y-: alrededor desdibujo o atareada borradura, más cuando el último tinte parecía finalizar ellos abrieron sus bocas para decirse sus nombres. El viejo peón dijo el suyo, en espera de que:

-Yo me llamo Adelo Bringas.

Entonces, gravemente apareció la antigüedad de la noche. A meterse de inmediato, según la costumbre de años. Cerrar puertas. Guarecerse. Que lo de afuera se ahogara.

-Como usted podrá notar, no hay luz eléctrica aquí. Yo me acuesto muy temprano para que me rinda el día. La noche es para dormir.

En lo oscuro Corneliano volvió a usar sus pedernales; ¡zas!: la chispa, y que enciende la cachimba. Enseguida abrió el cajón de una cómoda para sacar presumido un pistolón de a deveras con unas cachas preciosas.

-Tenga… Guárdesela bien. Tiene una bala allí adentro, no vaya a desperdiciarla…

Y.

-Ah, coja esa almohada de plumas y con esa lona azul haga su cama en el piso; cobíjese como pueda porque tendrá mucho frío.

Sorprendido Adelo Bringas tomó el arma con cuidado. Que la mete en su equipaje, en la parte superior, sí, quería tenerla a la mano por lo que fuera a pasar, pero, ¿por qué la confianza? A su juicio todavía él era un desconocido.

En efecto, su estupor aún no hallaba hilazones, sin embargo, no quiso ni preguntarle a Corneliano Pineda el motivo de la entrega. Juego feo o extraño modo: hacia qué turbio acabose; aunque sí, por precaución, se salió por la tangente:

-Pienso que en este lugar es bueno andar bien armado.

-Sí, y le vuelvo a repetir: no vaya a disparar mal…

-¿Y usted también tiene arma?

-Tengo un rifle de tasquiles.

En suspenso quedó Adelo tras saber a la ligera que tan sólo se trataba de una oscura diversión. Suspicacias veteranas o fastidio solamente, acaso una trampa fina para el recién llegado se quedara boquiabierto y no pudiera dormir. No, no era correcto pensar que un hombre incomunicado desde mucho tiempo atrás tuviese tanta malicia. La verdad que éste quería hundirse ya en las cobijas sin hacer más comentarios. Se le notaba la prisa.

Empero, Adelo Bringas dudó. Tolerar a un inocente no era fórmula triunfal. De por sí el simple hecho de asignarle aquel rincón para acurrucarse incómodo no era de gente obsequiosa. Lo que: cuando menos por orgullo tenía que tomar revancha: una revancha sutil que doliera más delante; pues de plano, si se quisiera terrible, ¿qué ganaba con matarlo? Adviértase que este hombre venía de un pueblo difícil, de mucha agresividad, por lo tanto cada frase le parecía una indirecta, inclusive hasta un mohín. Esos miedos.

-Entonces, como quien dice, mi pistola trae metida una balita de salva –y que se ríe chachalaco.

Creyó que era chistosísima de contrataque. Con enfado que contesta Corneliano:

-Puede ser. Cuando usted jale el gatillo sabrá si es de salva o no.

Franco reto… Y de mientras la mudez… El viejo peón le dio vueltas al husillo para atenuar el alambre de la cachimba colgada. Adelo se consoló. Supo desde ese momento que su adaptación al rancho consistiría únicamente en zafarse poco a poco de tantos triples sentidos. Era entrar en la pureza de algo etéreo y sin igual. No obstante, reflexionando, pretendió sentirse bien sabiéndose afortunado por estar lejos de todo.

Aquello era un paliativo. También una paradoja.

Después, al fulano llegadizo se le cruzaron las ideas. Que si el patrón volvería cumpliendo con su promesa. Ojalá fuera la víspera. Que si no. ¿pues como irse? Le entraron sendos temores en cuanto a su porvenir. Pero, al cabo, por encontrarse, el foco se le prendió. Ya tenía una solución para mitigar un poco su ambigua desesperanza.

-Oiga señor –dijo Adelo con una voz casi niña-, perdone que lo despierte. Es que traigo aquí conmigo un radio de transistores y quiero probarlo ahora… Las pilas no están muy nuevas, eso sí. Nomás quiero ver si jala. Estoy muy acostumbrado a arrullarme con la música.

Corneliano, en duermevela, oyó aquello como un desbarramiento, empero, muy atractivo. Abrió los ojos de nuevo sin convencerse del todo; ahora sí que por un lado este dichoso fulano representaba un problema, y por otro, le encantó la idea del radio; uh, lejanas ensoñaciones de una vida ya imposible, oportuna sugerencia dado que cantaba a veces, ¡cómo no!, podía gritar sus recuerdos de juventud y de amor. Las besadas en la boca de hace mucho. ¡Claro!

-Bueno, ¡préndalo!… Nada más no se le olvide que mañana temprano hay que salir por el agua.

Adelo se puso a hurgar: ¡con un gusto!… Que saca su radiecito denotando  un entusiasmo casi casi de chamaco, a su vez: tiraba a diestra y siniestra la ropa de su veliz; por fin teniendo en la mano el aparato en mención sintonizó por doquier. Primeramente escucharon unos sonidos raspones, luego una voz en inglés, la cual pues no tenía caso. Enseguida, una voz aguardentosa que narraba con pimienta un juego de triple “A”.

-¡No!, ¡beisbol no! Yo lo que quiero es oír una canción de mis tiempos –clamó grave Corneliano.

Que le cambia Adelo Bringas, su deseo era también encontrar música buena. Sí, ilusionado movía la peonza de mero arriba, mas la frecuencia correcta ni para cuando encontrarla. Sintonías equivocadas. Es que las modulaciones se estiraban como chilles: un disloque de larguras que iban en disminución, aunque luego bien clarito se escuchó: Ahora les ofrecemos la inspirada melodía que lleva por título: “Como un lunar”, del recientemente fallecido compositor oaxaqueño: Álvaro Carrillo, en la voz y el estilo de su mejor intérprete: Pepe Jara, el llamado: trovador solitario… Guitarreo de introducción y: Como se lleva un lunar… Todos podemos una mancha llevar… En este mundo tan profano… Quien muere limpio… No ha sido humano… Si vieras qué terribles resultan las gentes demasiado buenas…

-¡Cámbiele! Busque una canción ranchera. A mí ésas no me gustan.

Sin chistar Adelo Bringas giró el sintonizador, él también deseaba de otras, y por más que hacía cabriolas, inclusive sacudiendo el aparato, no pescaba la del género. Todavía las tentaciones por localizar el número de la transmisión cabal, y no, no había forma de alargar hasta el tope la antenilla –por ejemplo- enderezando la punta que estaba algo retorcida.

Para abrume de los dos –expectante Corneliano esperaba sin cobija con medio cuerpo en flexión y las manos en la nuca- los registros sólo eran vil embrollo de chinadas, burbujeo murmurador y lineazos estridentes. Ni siquiera, de chiripa, las estaciones oídas hacía apenas un momento recobraron tal como antes su nitidez pasajera; porque, después de varios minutos de intentonadas y subidas de volumen al menos se conformaban con escucharlas de nuevo: la voz gringa. Pepe Jara. O el beisbol.

Solamente vocecillas redivivas al garete.

Lo peor sería desarmar el complejo mecanismo para moverle algún cable: no sabían de esas hechuras, sería mayor la regada, y de plano por azar de los vaguíos, se diluyeron las ondas. Cierto, pudiera ser que las pilas ya se  hubieran acabado. Si esto fuese, no había dónde conseguir unas nuevas o quizá de medio uso, pues el pueblo más cercano estaba a unas treinta leguas y ¡carajo!

-Bueno, ¡apáguele! Su aparato se fregó y no sé por qué razón; yo creo que esto significa que ya es hora de dormirnos.

Para no entrar en problemas Adelo se acomodó en su apariencia de lecho. Sí tenía frío pero: ¿qué?, no se iba a morir ahora. Su sensación de fracaso repunteaba más que nunca, no permitiéndole entonces encontrar alguna mengua a su infructuosa ensayada. Dormir: no; pensar: ¿qué diablos? Acaso de refilón supo que en este lugar no había posibilidades ni de conquistas parciales, por lo menos entendidas a la manera habitual de quien cree en el espectáculo de ruidos, cosas y gentes, de lo que se hunde festivo; sólo existían contingencias para que el más avispado viviera retrocediendo en aparente armonía, casi fuera de este mundo proyectando hacia el futuro, y por tanto, mientras la fuera pasando, mientras estuviera allí, quedaría desconectado.

Su radio: ¿la única vía?

Desenredo y desazón, alguna fe despistada y nomás por no dejar. Digamos que por inercia el hombre recién llegado fue cayendo en dormideras. Las vivencias de esta vez, el rudo cambio, el encuentro con tan drásticas rebajas lo obligaban a tantear en alguna fantasía, quimeras o pasatiempos: irrealidad sugestiva. Pero todos los caminos eran largos e improbables y supuso que ni el sueño sería una revelación… ¿Qué pasó durante esa noche?… ¡A saber! Lo cierto es que muy temprano Adelo se levantó a la carrera; que toma su radio y sale para calarlo de nuevo.

El relente mañanero –todavía cuando el albor-  ayudaría a captar ondas: otras quizá: las deseadas: las rancheras, una acaso; contimás a la intemperie.

Puro rumor y vareo de zumbos en reducción y luego de un breve lapso el radio se quedó muerto: ¿las pilas?, ¿un cable flojo?, ¿o una pieza ya oxidada? Abrir para revisar el relleno descompuesto, en detalle: pero: ¿cómo? No tenía desarmador. Iracundo fue a agitarlo a ver si así, mas como no se oía nada que lo azota contra el suelo: una, dos veces y ya, porque a la tercera vez con rabia lo aventó, viendo para su desgracia que se partía en mil pedazos: saltando en torno resortes, hilachos verdes y rojos, una placa de aluminio y demás estrapalucios. No se pudo, ¡ya ni qué! Fue pues que a sus pies quedaron los añicos esparcidos que poco a poco las rachas a ras de tierra empezaban a mover.

Densa burla del destino como para percatarse que su último contacto con el mundo de los otros se había roto para siempre. Hacía frío: es la verdad, entumido como un cuyo metióse a prisa sus manos en el pantalón vaquero y se quedó contemplando hacia donde amanecía. El tibio confín naciente pintaba apenas el llano.

Adelo reconcentrado en difusos devenires por suerte vio la antenilla entre la pedacería, que la coge y que la aprieta para que para lanzarla con fuerza en dirección hacia el sol que surgía tras de los cerros. Observó el iluso vuelo cuyo desplome a unos pasos se escuchó como traquido de hoja contra peñón.

Corneliano, encobijado –en el portal-: expectante, luego de ver la maniobra que lo llama:

-¿Qué hace tan de madrugada?

El hombre volvió su cara hacia donde provenía la voz casi como en eco. Vio a distancia El Gavilán rodeado de peladuras y hasta atrás el lomerío; en ensanche: tofo raso, y el hechizo: aquella casa –cual fortuita guarnición- envuelta en brumas exiguas de tinturas escarlatas. Un regalo para su ánimo, aunque, no se atrevió a responder porque el peón venía a su encuentro hecho un nudo todavía; al llegar, éste tuvo la prudencia de no ver el estropicio, antes bien, le dijo seco:

-Hay que irnos apurando… Podemos entre los dos cargar el tanque vacío. ¡Ande!, entonces… Y nomás pa que no diga, yo le ofrezco la mitad de mi cobija. Es que a esta hora los fríos penetran hasta los huesos…

-Muchas gracias.

-Ah, desde ayer quería decirle pa que lo tenga presente: no pierda las esperanzas de que el patrón vuelva pronto.

¿Sí? Lo que es que: desde ahora en adelante el hombre recién llegado se dejaría conducir por aquella mente experta en los asuntos agrestes. Fue su plena decisión dado que era un aprendiz. De regreso, encobijados –la cobija compartida- ya no hablaron de otra cosa.

Que se dirigen al sitio donde:

-Agarre de arriba el tanque, que es la parte descansada, yo lo agarro por abajo. Ya que vayamos llegando a la mitad del camino entonces hacemos cambio.

Y lo hicieron tal cual fue la indicación, pero:

-Se me pasaba decirle algo que es muy importante: no se le vaya a olvidar la pistola que le di, cuando uno sale de casa hay que llevarla con uno.

-¿Y usted va a llevar su rifle?

-No, no hace falta, con su arma es suficiente. Una bala mata más que cinco tasquiles juntos. Aparte, la pistola es menos carga.

Sin poner ideas en claro –ese juego suspicaz de muerte, potencias y armas- Adelo acató la orden. Fue. Vino con la incertidumbre de la sinrazón letal metiéndose el artefacto bajo su cinto de cuero.

Listo y arriba la carga. Iniciaron su camino. ¡Qué importaba en este caso que Corneliano Pineda dejara sin más ni más todas las puertas abiertas! Aunque la duda crecía en la mente del fulano al no lograr entender la inocencia o el hartazgo de aquel hombre a la deriva.

Durante el trayecto aún corto Adelo Bringas pensó que luego de lo ocurrido no le quedaría otra cosa que resignarse a vivir sin ambición ni dolor. La figura del patrón ahora le resultaba un arbitrio fantasmal y a cada paso que daba rumbo a quién sabe qué sitio supo que era un paso firme que lo alejaba deveras de cualquier felicidad. Cuando llevaban andando más o menos un kilómetro pues no se aguantó las ganas de hacer alto y de voltear: preguntando sin motivo:

-¿Y a poco la casa se queda sola?

-No, está el perro, él se encarga de cuidarla. Pero eso es un decir porque aquí no andan ladrones, y si vienen: que se lleven lo que quieran…

Adelo se quedó atónito –sin dejar su carga abajo- contemplando a la distancia la silueta de la casa despuntando holgadamente en la difusa extensión. Ya sorteaba el espejismo en aquella soledad: cruenta, aciaga, intemporal. Corneliano al ver que el hombre estaba como alelado sin hacer ningún movimiento, seguramente abstrayendo formas vagas y continuas, que le dice:

-¡Ande!, ¡vamos por el agua!

Y siguieron su camino.

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