Aquí la sexta entrega del Premio Pulitzer de Poesía que contiene una selección de poemas del libro ganador de este certamen, seleccionados y traducidos por David Ruano González y nuestra editora, Andrea Muriel. Se trata de una muestra representativa del trabajo de cada uno de los poetas que han ganado este galardón, uno de los más importantes en lengua inglesa, haciendo un recorrido cronológico de 1990 hasta nuestros días.
.
En esta ocasión presentamos una selección de poesía de Philip Levine (Detroit, Michigan, 1928 – Fresno, California, 2015) que recibió el Premio Pulitzer de Poesía en 1995 con el libro The Simple Truth. Una de las más grandes virtudes de este libro se encuentra en el descubrimiento de elementos cotidianos desde una sencillez deslumbrante. El jurado que le otorgó el Pulitzer es también de mencionarse: Louise Glück, Mark Strand y Charles Wright. Levine también obtuvo el National Book Award algunos años antes, en 1991, con What Work Is y en 2011 fue Poeta Laureado de los Estados Unidos.
Para ver las entregas pasadas, haz click aquí.
.
.
.
UN DÍA
Todos saben que los árboles se irán un día
y nada tomará su lugar.
Todos se han despertado, solos, en
un cuarto de luz fresca y han subido
a conocer la mañana como nosotros lo hicimos.
Qué tanto hemos esperado
silenciosamente a un lado del camino
para que alguien lento se detenga y preguntar por qué.
La luz se está yendo, primero de entre
las largas filas de oscuros abetos
y después de nuestros ojos, y cuando
ya se ha ido nosotros nos habremos ido.
Nadie quedará para decir,
“Él tomó la rama y marcó
el lugar donde la puerta debería estar”
o “ella sujetó al niño con ambas manos
y cantó la misma canción
una y otra vez.”
Antes de la cena nos formábamos
en línea para lavarnos la grasa de nuestras caras
y restregarnos las manos con un cepillo duro,
y el recipiente del agua espesado y grisáceo,
con una suciedad blanca hecha espuma en la cima,
y el último arrojaba el agua al patio.
Papas hervidas, con mantequilla y sal, cebollas,
gruesas rebanadas de pan, leche fría
casi azul debajo de la luz débil,
el olor del café proveniente de la cocina.
Sentía mis ojos cerrarse lentamente.
Tú fumabas en silencio.
¿Qué vida
estábamos esperando? Barcos partieron
de puertos distantes sin nosotros,
el teléfono sonó y nadie contestó,
alguien vino a casa solo y se quedó
por horas en el oscuro vestíbulo.
Una mujer se inclinó a una vela
y le habló como si ésta la pudiera oír,
como si le pudiera responder.
Mi tía fue a la ventana trasera
y llamó a su hijo menor, que desde hace
27 años está bajo la custodia
del estado, diciendo su nombre una
y otra vez. ¿Qué podía yo hacer?
¿Responder por él, pues se había olvidado
de su nombre? ¿Tomar los zapatos de mi padre
e ir a buscarlo a las calles?
Sí, el sol
ha salido de nuevo. Puedo ver las ventanas
nuevas y escuchar a un perro ladrar. El viento
cede a la delgada cima del aliso,
la conversación de las aves nocturnas
se calla, y puedo escuchar mi corazón
fuerte y regular. Viviré para ver
el final de día así como viví para ver
la tierra volverse líquida y blanca,
luego en metal, luego en cualquier estado
que acuñamos ahí mientras reímos
por largas horas de la noche o cantamos
cómo el águila vuela los viernes.
Cuando llegó el viernes, las tempranas horas perfectas
y frías, maldijimos nuestras propias vidas
y pasamos la botella de atrás para delante.
Algunos murieron.
Yo volví y él se fue, mi amigo
con la gran sonrisa, que caminaba
cautelosamente y comía con la cabeza
baja, como un oso, y su áspero cabello
casi tocaba el plato. Aquel alto
con brazos no tan gruesos como los de una chica,
quien maldijo su cara deforme
como si pudiera tener otra.
Aquel cuya voz se entonaba suavemente
cuando levantaba un dedo y hablaba. Me senté
a su lado, tratando de describir el mar
como si lo hubiera visto, pero el mar estaba perdido,
distante e invisible, tal vez ya no
se encontraba bajo el cielo próximo. Traté de decirle
cómo las olas se oscurecieron y dejaron solamente
el sonido de su romper,
y después un silencio que aprendimos a soportar,
todo regresó. Él se dio vuelta
hacia la pared y se durmió, y yo me fui
a la ciudad. Fui yo quien sostuvo a su esposa
y sintió los huesos pequeños de su espalda
levantándose y cayéndose como si ella no llorara.
Después vi a mi hijo a una distancia
y no lo llamé. Pude levantarme esa noche
a lado de una mujer que dormía y contar
cada respiro.
De pronto ya era verano, en la tarde,
la ciudad se escondía dentro del gran calor,
el aire caliente secaba nuestras caras. Yo dije
“ellos se fueron”. La luz cambió de rojo
a verde y avanzamos. “Si ellos no están aquí”,
dijiste, “¿dónde están?” Nos quedamos
mirando el cielo como si
ese fuera nuestro único hogar. Manejamos.
Nada removido, nada revuelto
en el horno de este valle. ¿Qué
quedaba por decir? El cielo
estaba en llamas, el aire entraba
por las ventanas abiertas. Nos liberamos
más allá de los lotes de autos, las ventanas pintadas,
los bares de toda la noche, los lugares
donde los niños se reunían, y nosotros sólo
nos pasamos de largo, tan lejos como podíamos
en un día que nunca terminó.
Traducción por David Ruano González
.
.
.
.
EL POEMA DEL GIS
De camino al bajo Broadway
me encontré esta mañana con un hombre alto
hablando con un pedazo de gis
que sostenía en su mano derecha. La izquierda
se encontraba abierta, y mantenía el pulso
ya que su charla tenía un ritmo,
que era un canto o una danza, quizá
incluso un poema en francés, dado que él
era de Senegal y hablaba francés
tan despacio y de un modo tan preciso que yo
podía entenderlo como si
hubiera regresado en el tiempo cincuenta años a mi
salón de clases de la preparatoria. Un hombre esbelto,
elegante a su modo, vestido impecablemente
en los restos de dos trajes azules,
la corbata anudada de modo cuadrado, su camisa blanca
sin manchas aunque sin planchar. Él sabía
la entera historia del gis, no sólo
la de este pedazo en particular, sino también
la del gis con el que yo escribí
mi nombre el día en que me dieron la bienvenida
de vuelta en la escuela después de la muerte
de mi padre. Él conocía el feldespato,
conocía el calcio, conchas de ostras, él
sabía que las criaturas habían dado
sus espinas para volverse el polvo del tiempo
presionado en estos perfectos conos,
él conocía la tristeza en los salones de clases
en diciembre cuando se oscurece
temprano y las palabras en el pizarrón
abandonan su gramática y sentido,
y luego incluso su forma para que
cada letra señale a todas direcciones
al mismo tiempo y no signifique absolutamente nada.
Al principio pensé que su corta barba
estaba escarchada con gis pero cuando estuvimos
cara a cara a no más de 30 centímetros
uno del otro, vi que las barbas eran blancas,
ya que aunque joven, en sus gestos
él era, como yo, un hombre envejecido, aunque
mucho más noble en apariencia con sus altas
mejillas esculpidas, los hombros amplios
y sus transparentes ojos oscuros. Él tenía el porte
de un rey del bajo Broadway, alguien
salido de la mente de Shakespeare o
García Lorca, alguien para el cual la pérdida
se había endulzado en caridad. Permanecimos ahí
por un largo minuto, ambos
compartiendo el último poema de gis
mientras la gran ciudad bramaba alrededor
de nosotros, y luego el poema terminaba, como todos
los poemas lo hacen, y su mano izquierda se dejó caer
abruptamente a su lado para entregarme
el pedazo de gis. Yo hice una reverencia,
sabiendo lo enorme que era este regalo
y escribí mi agradecimiento en el aire
donde podrá escucharse para siempre
debajo del grito endurecido de una concha de mar.
Traducción por Andrea Muriel
.
.
.
.
SOÑANDO EN SUECO
La nieve cae sobre los altos juncos pálidos
cerca de la costa, e incluso aunque en algunos lugares
el cielo es pesado y oscuro, un pálido sol
se asoma a través de ellos y arroja su luz amarilla
en la cara de las olas que llegan.
Alguien dejó una bicicleta recargada
contra el retoño de un árbol joven y se adentró
en el bosque. Los rastros de un hombre
desaparecieron entre los pesados pinos y robles,
un hombre lento, con pie grande, arrastra
su pie derecho en un ángulo extraño
mientras intenta llegar a la única casita de campo blanca
que lanza su pluma de humo hacia el cielo.
Él debe ser el cartero. Una bolsa de tela,
medio cerrada, se sienta en una caja de madera
sobre la llanta de adelante. Los discretos
cristales de nieve se filtran uno a uno
borrando la dirección de una sola carta,
aquella que escribí en California y envié
sabiendo que no llegaría a tiempo.
¿Qué tiene que ver con nosotros esta costa
cerca de Malmö, y la blanca casita de campo
sellada herméticamente contra el viento, y la nieve
cayendo todo el día sin sentido
o necesidad? Ahí está nuestra bolsa de tela de las preguntas,
si tan sólo pudiéramos encontrar las cartas para cada una.
Traducción por Andrea Muriel
.
.
.
.
LA SIMPLE VERDAD
Compré dólar y medio de pequeñas papas rojas,
las llevé a casa, las puse a hervir en su cáscara
y me las comí en la cena con un poco de mantequilla y sal.
Luego caminé por los campos secos
a las orillas del pueblo. A mediados de junio la luz
colgaba de los oscuros surcos a mis pies,
y en los robles de la parte alta de las montañas los pájaros
se reunían por la noche, los cuervos y los ruiseñores
graznaban por todos lados, los pinzones aún se movían rápidamente
por la luz polvorienta. La mujer que me vendió
las papas era de Polonia; ella era una persona
que surgía de mi infancia con un suéter de lentejuelas rosas y unos lentes de sol
alabando la perfección de todas sus frutas y verduras
desde su puesto de carretera y me insistía en probar
incluso las pálidas, fresco maíz dulce transportado en camiones,
juraba ella, desde Nueva Jersey. “Come, come,” decía,
“Incluso si no lo haces diré que lo hiciste”.
Algunas cosas
las sabes toda tu vida. Son tan simples y verdaderas
que deben ser dichas sin elegancia, metro o rima,
deben ser puestas en la mesa junto al salero,
al vaso de agua, a la ausencia de luz captada
en las sombras de los portarretratos, deben estar
desnudas y solas, deben sostenerse por sí mismas.
Mi amigo Henri y yo llegamos juntos a esto en 1965
antes de que yo me fuera lejos, antes de que él empezara a matarse a sí mismo,
y los dos traicionáramos nuestro cariño. ¿Puedes saborear
lo que te estoy diciendo? Son cebollas o papas, una pizca
de simple sal, la riqueza de la mantequilla derritiéndose, es obvio,
permanece en tu garganta como una verdad
que nunca dirás porque el tiempo siempre es el equivocado,
permanecerá ahí por el resto de tu vida, sin decirse,
fabricada de esa suciedad que llamamos tierra, el metal que llamamos sal,
en una forma para la que no tenemos palabras, y tú vives en ello.
Traducción por David Ruano González
.
.
.
.
ONE DAY
Everyone knows that the trees will go one day
and nothing will take their place.
Everyone has wakened, alone,
in a room of fresh light and risen
to meet the morning as we did.
How long have we waited
quietly by the side of the road
for someone to slow and ask why.
The light is going, first from between
the long rows of dark firs
and then from our eyes, and when
it is gone we will be gone.
No one will be left to say,
“He took the stick and marked off
the place where the door would be,”
or “she held the child in both hands
and sang the same few tunes
over and over.”
Before dinner we stood
in line to wash the grease from our faces
and scrub our hands with a hard brush,
and the pan of water thickened and grayed,
a white scum frothed on top,
and the last one flung it in the yard.
Boiled potatoes, buttered and salted, onions,
thick slices of bread, cold milk
almost blue under the fading light,
the smell of coffee from the kitchen.
I felt my eyes slowly closing.
You smoked in silence.
What life
were we expecting? Ships sailed
from distant harbors without us,
the telephone rang and no one answered,
someone came home alone and stood
for hours in the dark hallway.
A woman bowed to a candle
and spoke as though it could hear,
as though it could answer.
My aunt went to the back window
and called her small son, gone now
27 years into the closed wards
of the state, called his name again
and again. What could I do?
Answer for him who’d forgotten
his name Take my father’s shoes
and go into de streets?
Yes, the sun
has risen again. I can see the windows
change and hear a dog barking. The wind
buckles the slender top pf the alder,
the conversation of night birds
hushes, and I can hear my heart
regular and strong. I will live to see
the day end as I lived to see
the earth turn molten and white,
the to metal, then to whatever shape
we stamped into it as we laughed
the long night hours ways or sang
how the eagles flies on Friday.
When Friday came, the early hour perfect
and cold, we cursed our only lives
and passed the bottle back and forth.
Some died.
I turned and he was gone, my friend
with the great laugh who walked
cautiously and ate with his head
down, like a bear, his coarse hair
almost touching the plate. The tall one
with arms no thicker than girl’s,
who cursed his swollen face
as though he could have another.
The one whose voice lilted softly
when he raised a finger and spoke. I sat
beside him, trying to describe the sea
as I had seen it, but it was lost,
distant and unseen, perhaps no longer
there under a low sky. I tried to tell him
how the waves darkened and left only
the sound of the breaking,
and after a silence we learned to bear,
it all came back. He turned away
to the wall and slept, and I went out
into the city. It was I who’d held his wife
and felt the small bones of her back
rising and falling as she did not cry.
Later I would see my son from a distance
and not call out. I would waken that night
beside a sleeping woman and count
each breath.
Soon it was summer, afternoon,
the city hid indoors in the great heat,
the hot wind shriveled our faces. I said,
“They’re gone.” The light turned from red
To green, and we went on. “If they’re not here,”
you said, “where are they?” We both
looked into the sky as though
it were our only home. We drove on.
Nothing moved, nothing stirred
in the oven of this valley. What
was there left to say? The sky
was on fire, the air streamed
into the open windows. We broke free
beyond the car lots, the painted windows,
the all-night bars, the places
where the children gathered, and we just
went on and on, as far we could
into a day that never ended.
.
.
.
.
THE POEM OF CHALK
On the way to lower Broadway
this morning I faced a tall man
speaking to a piece of chalk
held in his right hand. The left
was open, and it kept the beat,
for his speech had a rhythm,
was a chant or dance, perhaps
even a poem in French, for he
was from Senegal and spoke French
so slowly and precisely that I
could understand as though
hurled back fifty years to my
high school classroom. A slender man,
elegant in his manner, neatly dressed
in the remnants of two blue suits,
his tie fixed squarely, his white shirt
spotless though unironed. He knew
the whole history of chalk, not only
of this particular piece, but also
the chalk with which I wrote
my name the day they welcomed
me back to school after the death
of my father. He knew feldspar.
he knew calcium, oyster shells, he
knew what creatures had given
their spines to become the dust time
pressed into these perfect cones,
he knew the sadness of classrooms
in December when the light fails
early and the words on the blackboard
abandon their grammar and sense
and then even their shapes so that
each letter points in every direction
at once and means nothing at all.
At first I thought his short beard
was frosted with chalk; as we stood
face to face, no more than a foot
apart, I saw the hairs were white,
for though youthful in his gestures
he was, like me, an aging man, though
far nobler in appearance with his high
carved cheekbones, his broad shoulders,
and clear dark eyes. He had the bearing
of a king of lower Broadway, someone
out of the mind of Shakespeare or
Garcia Lorca, someone for whom loss
had sweetened into charity. We stood
for that one long minute, the two
of us sharing the final poem of chalk
while the great city raged around
us, and then the poem ended, as all
poems do, and his left hand dropped
to his side abruptly and he handed
me the piece of chalk. I bowed,
knowing how large a gift this was
and wrote my thanks on the air
where it might be heard forever
below the sea shell’s stiffening cry.
.
.
.
.
DREAMING IN SWEDISH
The snow is falling on the tall pale reeds
near the seashore, and even though in places
the sky is heavy and dark, a pale sun
peeps through casting its yellow light
across the face of the waves coming in.
Someone has left a bicycle leaning
against the trunk of a sapling and gone
into the woods. The tracks of a man
disappear among the heavy pines and oaks,
a large-footed, slow man dragging
his right foot at an odd angle
as he makes for the one white cottage
that sends its plume of smoke skyward.
He must be the mailman. A canvas bag,
half-closed, sits upright in a wooden box
over the front wheel. The discrete
crystals of snow seep in one at a time
blurring the address of a single letter,
the one I wrote in California and mailed
though I knew it would never arrive on time.
What does this seashore near Malmo
have to do with us, and the white cottage
sealed up against the wind, and the snow
coming down all day without purpose
or need? There is our canvas sack of answers,
if only we could fit the letters to each other.
.
.
.
.
THE SIMPLE TRUTH
I bought a dollar and a half’s worth of small red potatoes,
took them home, boiled them in their jackets
and ate them for dinner with a little butter and salt.
Then I walked through the dried fields
on the edge of town. In middle June the light
hung on in the dark furrows at my feet,
and in the mountain oaks overhead the birds
were gathering for the night, the jays and mockers
squawking back and forth, the finches still darting
into the dusty light. The woman who sold me
the potatoes was from Poland; she was someone
out of my childhood in a pink spangled sweater and sunglasses
praising the perfection of all her fruits and vegetables
at the road-side stand and urging me to taste
even the pale, raw sweet corn trucked all the way,
she swore, from New Jersey. “Eat, eat” she said,
“Even if you don’t I’ll say you did.”
Some things
you know all your life. They are so simple and true
they must be said without elegance, meter and rhyme,
they must be laid on the table beside the salt shaker,
the glass of water, the absence of light gathering
in the shadows of picture frames, they must be
naked and alone, they must stand for themselves.
My friend Henri and I arrived at this together in 1965
before I went away, before he began to kill himself,
and the two of us to betray our love. Can you taste
what I’m saying? It is onions or potatoes, a pinch
of simple salt, the wealth of melting butter, it is obvious,
it stays in the back of your throat like a truthPhi
you never uttered because the time was always wrong,
it stays there for the rest of your life, unspoken,
made of that dirt we call earth, the metal we call salt,
in a form we have no words for, and you live on it.