Dentro del dossier Cartografiar en femenino, presentamos a Trinidad Gan (Granada, 1960). Escritora y poeta, sus primeros textos aparecen en los libros “Antología” (Colección Genil-21, 1996) y “Nuevas voces de la literatura en Granada” editado por la Junta de Andalucía y la Fundación Caja de Granada (Los papeles de la Cuadra número 1, 1998). Algunos de estos poemas aparecen también incluidos en el Diccionario-Antología “Plumas femeninas en la literatura de Granada (siglos VII-XX) de Amelina Correa Ramón editado por Universidad de Granada en 2002. En el año 2009 consiguió accésit en los Premios del Tren en al año 2009 con el poema titulado “El fugitivo”. En el año 2014 es invitada a participar, representando a España, en el Festival Internacional de Poesía de Costa Rica. Su último libro de poemas “El tiempo es un león de montaña” recibe en 2017 el XX Premio de poesía Generación del 27 y ha sido publicado por Editorial Visor.
Carretera 50
Perteneces —lo sabes— a esa raza estafada
que el dolor acaricia en los andenes.
Ángeles Mora
Sé que tiene sus riesgos iniciar este viaje,
y seguir conduciendo, en el atardecer.
La carretera inhóspita se abre ante mis ojos
con su asfalto teñido de confusos violetas
y en el arcén las copas de los árboles
forman quebrados márgenes que pretenden un bosque.
Pronto me envuelven los sonidos
de esa canción antigua, sus golpes de memoria
— Knock, Knock, Knockin´ On Heaven´s Door— –
y mi mirada busca el espejismo
de un cuerpo, de otra risa que salve mi viaje
pero el retrovisor, en su bruma, devuelve
tan sólo el balanceo de un león de mentira
sobre un fondo de asientos vacíos y arañados.
Los faros iluminan por trechos el camino
—negro que funde a verde, verde que torna en negro—.
sin apenas vislumbre de horizonte.
Me vigilan los ojos de una fiera,
su cuerpo es una ráfaga de fuego
que se adivina entre los raudos árboles
y finge acompañarme silenciosa.
Se abren las sombras como heridas, luego,
por el brillo animal de esas pupilas
y una silueta larga se dibuja
allí donde relumbran, al oeste,
raíles paralelos a mi huida.
Oigo ya muy cercanos los jadeos de un tren
—ese enjambre de luces parpadeando en mis gafas-—
que marcha acompasado con mi propio rugido.
En el cristal de una ventanilla
reconozco las letras que dejaron los dedos
de una niña al jugar con pizarras de vaho.
Sobre el primer pescante pone su huella el pie
que con temblor llegaba, tarde, al amor primero.
Y en los vagones encendidos, rostros
de mujer, raramente familiares:
esa que ordena su maleta —ropa pulcra a diario,
doble fondo de noche con poesía—,
la que lee a deshoras su libertad de insomnio
o duerme soledad en el compartimento,
aquella que recuerda la risa de su hija
mientras contempla el mar, mudo detrás del vidrio.
El coche avanza casi a oscuras,
intermitentemente traspasado
por la grieta de luz del tren en la arboleda.
Mas de pronto da un giro, alcanza un puente,
hunde su voz de flecha en la distancia.
Detengo el automóvil y trato de escuchar
los pasos ya veloces de este animal nocturno
que sigue inexorable buscando su destino,
sin darme tiempo apenas de cruzar la mirada
con la mujer que espera en el vagón de cola.
Y vuelvo a conducir en la noche cerrada,
fiando en cortas luces, rastreando el horizonte
hasta que el tren y yo tan sólo somos
puntos de luz perdidos, tiempo en fuga.
Perspectivas
A veces el poema es un espejo
y su fondo delata.
Allí contemplo ahora
la imagen invertida de mis manos,
su arbórea arquitectura
de venas, de cartílagos, de uñas.
Las manchas diminutas donde traza
su oscuridad fugaz lo ya vivido.
El reverso de líneas incompletas,
de huellas diferentes que tantean el mundo.
Esa cóncava hondura con que esperan
la caricia del agua.
Son mis manos, las mismas manos
que con cuidado intentan
romper la cáscara de cada día,
sostener solamente su centro luminoso.
Las que tratan, al escribir palabras,
de despojar sus dedos de la sombra
como si fuese un guante ya gastado.
Pero detrás de ellas, en el punto de fuga
trazado en el azogue del cristal,
se dibuja un paisaje con patíbulo:
la escalera, los postes, la trampilla
y el balanceo rojo de una soga.
Me estremezco al pensar si muchas veces,
mis propias, inconscientes, viejas manos,
aunque no hayan movido la palanca,
han apretado el nudo.
Desconocida
La observo, es tan joven
tras esa cristalera iluminada
en el café de la estación:
casi un cuadro de Hopper.
Una taza blanca sobre la mesa
y en sus labios ese brillo mojado,
quizá el sabor amargo
de la fugacidad.
Su cabello castaño roza
los bordes de un libro,
pero alza la vista y su mirada
parece ir en busca
de la columna del reloj.
Allí unos engranajes nos confunden,
hacen girar el eje de sus horas
en el de mis minutos.
—Apenas se distingue, mas, de fondo,
suena el entrechocar de agujas:
una mujer mayor está tejiendo
hilos de dos colores
y, con ellos, trama esta tarde—.
La chica con mis ojos
vuelve a las páginas que lee
mientras un tren que parte cruza,
súbito fulgor, el cristal.
—Unas agujas lentas
acuchillan el tiempo
y pronuncian mi nombre—.
23 segundos
Una mujer corre bajo la lluvia.
Con cada paso explota las burbujas
que el aguacero traza en el asfalto.
Huye, aunque no ve quién la persigue.
Sólo vaga en el viento la sospecha
de una respiración cada vez más cercana.
La nota en las ráfagas de los coches,
en el súbito aullar de una ambulancia,
en el lejano y rojo balbuceo
de la otra acera, rostros con semáforo.
La noche cambia a verde sus ojos de felino.
Cuando cruza la calle
y espera en la parada, sola,
cree encontrar al fin refugio
tras el cristal donde gotea,
en puzle roto, su propio reflejo.
Aún vigila, a su espalda,
por miedo a descubrir una sombra al acecho.
¿O tal vez era sólo ella misma
ese animal mojado que parecía cercarla?
Cierra los ojos y desaparezco.
Nadie va abriendo en ondas
la multitud del agua.