Nueva Poesía Chilena: Víctor Campos Donoso

Leemos poesía chilena. Leemos algunos textos de Víctor Campos Donoso (Iquique, 1999) es licenciado en Lingüística y Literatura Hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Ha participado en los talleres Gimnasio de poesía, Taller de poesía La Sebastiana y Taller de poesía La Chascona, al que renunció. Recientemente, ha cursado talleres de métrica y personales con Rafael Rubio. Asimismo, ha publicado reseñas y ensayos sobre poesía en diversos medios: La Calle Passy, Cine y literatura, WD-40 y Revista Phantasma. Actualmente, es editor de la sección de “Inéditos” en el medio digital literario 49 Escalones, ayudante del proyecto Postlarimos: pasados-presentes; presentes-futuros (a cargo del doctor Claudio Guerrero) y ayudante de la cátedra Introducción a los estudios literarios (a cargo de la doctora Ana María Riveros).

 

 

 

Blasfemia

 
Regreso envejecido de los sueños,
a cuestas del dolor que han heredádome
los muertos que ‒fingiéndose entre muertos‒
están vivos. La noche con el canto de

 
clepsidra los delata en su sosiego.
Tan torpe es nuestra sangre que, calándome
cual dioses afiebrados en invierno,
me donan en el sueño la mano del

 
ancestro eterno. “Cuida de tus llagas”,
me digo entre los árboles suicidas.
La noche atrás quedó, y su conjuro

 
de acólito blasfemo por su aimara,
de apóstol cabizbajo entre la sidra,
dirá nada a los parias del sepulto.

 

 

 

 

Stábat Mater

a Ninoska

 

Y la belleza fue mi dios, mi madre cayendo
a tierra santa bajo la cruz de los heridos.
Su espalda curca daba sombra a la sangre seca
que caía de mí. ¡Oh frente sudorosa!
Ni mil jornales más podrán, ni mil jornales…
La vida fulge muerte. Y me surcarán la cara
cuando el sol ya se vaya, y me quede dormido,
y el sol… se vaya… Mira, los dedos se me pudren
cuando el véspero gesta su propio canto. ¿Acaso

 
fue tu rostro la lágrima? No llores más mamá.
La tierra ha de secarse sobre la herida mía
brotada por la ley. Lava tu cara con la
creda que te dan, cruda; apóyate en el hombro
de la amiga que vive a pesar de la piedra;
y no llores más, solo dona tu fe en mis pies.
Yo, sangrante, veré esta noche el paraíso.

 

 

 

 

Éxodo

 
Y esa sidra que baña las carnes del origen.
Recoge nuestros muslos como masa
y somos masa. Y como carencias en la cara,
dormimos bajo el véspero del himen.

 
Torpe el signo mancha la noche.
Nace el deseo del primer dolor.
He mis cantos de Ilión
empuñar en la fe de lo vivido? Norte

 
de Sion, cicatriz hueca, cultiva tú tu voz:
la vida se refugia en la palabra muerte
y somos fuga sin sueño maligno,

 
la nación asaltada sin sentido
sitiándola con nuestras tardas huestes:
llagas de Cristo en la tierra sin Dios.

 

 

 

 

La raza

La main à plume vaut le main à charrue.
–Quel siècle à mains!- Je n’aurai jamais ma main.

 
Heredé de mis ancestros
una deformación craneana,
la cadencia del deseo frente a cada santa,
los ojos de una pereza y su bostezo.
Me fue dada una pedestre cobardía,
los restos de una fe,
                         una raíz,
                                     una guerra.

 
Nací de su sangre
como el vómito por la boca.

 
     Roído
                    como el anciano que fue mi padre,
     jugué con bestias al borde del estero,
aquel encomendado a la oración de la sequía;

 
     supe al ver sus aguas morir:
el beso de una niña no puede redimir la piel.

 
Ser un capullo en el estío más helado
     donando al fuego la cruz.
Nada sanó del pecado, nada
vivió en la mirada. Nadie
sudó por su espalda la sangre.

 
 
     (Recuerdo el meconio, los minutos
en que besé el calostro materno,
                   el primer sueño que tuve de noche)

 
Despertaba atravesado por los días.
     Miraba
     cegado las venas oculares,
sus cuerpos arrugados bajo el sol.

 
Mis harapos quisieron ofrendarse, mas solo
una blasfemia fueron. Cuando el vello en el frío
se descubrió con pudor
deduje que jamás sería otro:

 
                                   He medido mi vida con un cordón umbilical.

 
Solo en el charco creí posado mi reflejo:
una cara barnizada por la lluvia,
unas manos que sostienen
el libro de un muerto, unos pies
que no soportan la caída.

 
          En el vientre se acuna la voz muda,
y una boca que bebe la baba
                   ya no desea rezar.

 

 

 

 

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