Celebramos el centenario de la publicación de las Elegías de Duino (Duineser Elegien, 1923) de Rainer Maria Rilke, con la traducción de Roberto Amézquita. En esta entrega La Primera Elegía. Y, en entrada aparte pueden consultarse tres notas con materiales que nos ha preparado el traductor.
Inicia el año 1912 y Rainer Maria Rilke ronda los acantilados del Castillo de Duino, al pie del mar Adriático, hay un instante en que una voz –la del mar, la del vacío, la Poesía–, le dicta: ¿Quién, si yo gritara, me escucharía… Escribe Rilke ¿Quién, si yo gritara, me escucharía / entre las órdenes de los ángeles? y aun si alguno, / de repente, contra su corazón me estrechara: / con su más poderosa existencia me aniquilaría. / Pues la belleza no es nada, sino el principio / de lo terrible… y continúa la escritura frenética de esta primera y aún de una segunda elegía huésped, como era, de su amiga la princesa Marie von Thurn und Taxis-Hohenlohe, en el mencionado Castillo de Duino, donde inició también la escritura de las elegías tercera y décima, sin concluirlas. Luego vino el silencio. Un largo y pesaroso silencio después de recibir, quizá, las diez elegías en una sola revelación, pero no así su escritura.
Pasaron aquellos días de Duino y nuestro poeta pudo escribir con dificultad y lentamente, terminó la tercera elegía en París, en 1913. Escribió la cuarta en Múnich, en 1915. Continúo en España, en Ronda, tramos de la sexta elegía, en 1912; un avance más en París, en 1914, pero sin tampoco concluirla. También en Ronda, en 1913, escribió el comienzo de la novena, que continuó en París, en ese mismo año, pero sin terminarla. En lo general, las elegías yacían incompletas entre sus manuscritos y la depresión; entre el fervor de la memoria lírica y la ansiedad por la búsqueda del momento propicio para concluirlas en medio de los horrores de la Primera Guerra Mundial (1914-1919).
Para fortuna nuestra, esos días llegaron y –en una ilimitada tormenta del espíritu– Rilke completó la escritura de las diez elegías conocidas. Puso el punto final en febrero de 1922, en el Château de Muzot, en Suiza, lugar de su última morada. Ahí escribió completas la quinta, la sexta y la octava elegías, además de que concluyó todas las otras. La edición príncipe apareció en Insel Verlag, en 300 ejemplares in-cuarto numerados, encuadernados en marroquín verde con rombos al oro y detalles al centro en rojo y en tapas duras. Fueron impresos los interiores en tintas roja y negra, con la recién creada tipografía Tiemann-Antiqua, cuya primera aplicación es justamente en las Elegías. Se imprimió sobre papel con marca de pegaso y hecho a mano. Posteriormente, en octubre de ese mismo año, apareció la primera edición comercial. Celebramos entonces el centenario de la publicación de este libro axial para la poesía de todas las lenguas y de todas épocas. Comparto aquí con los lectores de Círculo de Poesía, mi traducción de La primera elegía.
Roberto Amézquita
Del patrimonio de la princesa
Marie von Thurn und Taxis-Hohenlohe
LA PRIMERA ELEGÍA
¿QUIÉN, si yo gritara, me escucharía
entre las órdenes de los ángeles? y aun si alguno,
de repente, contra su corazón me estrechara:
con su más poderosa existencia me aniquilaría.
Pues la belleza no es nada, sino el principio
de lo terrible, que soportamos tan sólo,
y que tanto admiramos, porque serenamente
desprecia destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo y ahogo el reclamo
de oscuros sollozos. ¿A quién podemos recurrir
entonces? Ni a los ángeles ni a las personas,
y los astutos animales se dan cuenta,
de que no nos sentimos como en casa,
en el mundo interpretado. Nos queda, acaso,
aquel árbol en la pendiente, que a diario
volvemos a mirar; nos queda la calle de ayer
y la lealtad a una costumbre que hemos consentido
para que nos agrade y se quede y no se vaya.
Y la noche, oh la noche, cuando el viento colmado del espacio
nos roe la cara–, ¿quién no permanecería en el anhelo,
dulce decepción, que con tanta pena apremia
al corazón solitario? ¿Es más fácil para los amantes?
Ah, ellos tan sólo ocultan, el uno con el otro, su destino.
¿Todavía no lo sabes? Arrojar los brazos al vacío
en los espacios que respiramos; quizá los pájaros sientan
íntima en su vuelo la extensión del aire.
Sí, las primaveras te necesitaban, las estrellas
brillaban para que tú las contemplaras, se alzaba
y rompía para ti la gran ola de lo inmemorial,
o a tu paso frente a una ventana abierta, un violín
se te entregaba. Todo eso era tu misión.
¿Pero la cumpliste? ¿No estabas siempre disperso
por la ansiedad, como si todo te anunciara
una amante? (Dónde quieres ocultarlos si,
después de todo, los grandes pensamientos desconocidos,
van y vienen a ti y tantas veces permanecen de noche).}
Pero si lo añoras, canta entonces a los amantes; está lejos
de ser lo suficientemente inmortal su consabido sentimiento.
Ellos, por ti casi envidiados, los abandonados te parecieron
casi más amorosos que aquellos correspondidos. Comienza
una y otra vez el inalcanzable elogio:
piensa: el héroe sobrevive, incluso su caída
es solamente un pretexto para su nacer supremo.
Pero la naturaleza exhausta atrae hacia sí misma a los amantes,
como si no necesitara el doble de fuerzas
para lograrlo. ¿Has pensado lo suficiente
en Gáspara Stampa? En ella o en cualquier otra,
abandonada por su amado, ¿sientes
con el intenso ejemplo de estos amantes:
que yo sería como ellos?
Estos dolores antiguos, ¿no deberían ser al final
más fructíferos para nosotros? ¿No es hora
de que amorosamente nos liberemos de lo que amamos?
y quedarnos temblando: como la cuerda
que la flecha abandona al vuelo
para ser algo más que sí misma. Pues no tiene ya
dónde sostenerse.
Voces, voces. Escucha, mi corazón, como alguna
vez sólo los santos escucharon cuando el llamado inmenso
los erguía del suelo y ellos por lo tanto se quedaron arrodillados,
los prodigiosos, y nada percibieron,
tan absortos escuchando. No es que puedas soportar
la voz de Dios más que eso. Pero escucha esa brisa,
el mensaje incesante que el silencio prodiga.
Ahora yérguete, para que escuches, el rumor
de los muertos prematuros. A donde quiera que fueras,
en las iglesias de Roma y Nápoles, ¿no escuchabas la voz
serena de tu destino? O las inscripciones, ¿no se te ofrecían
sublimes? La estela funeraria en Santa María Formosa…
¿qué quieres de mí? La ansiada liberación
de la apariencia de injusticia que a veces perturba
la agilidad pura de sus almas.
Por supuesto que es extraño no habitar ya la tierra,
no practicar unas costumbres apenas aprendidas,
dar a las rosas y a otros entes singularmente sugestivos
el sentido humano de futuro; no ser lo que se era
en la infinita angustia de esas manos;
tener que desprenderse hasta del propio nombre,
como quien tira lejos un juguete roto.
Extraño, no desear más nuestros deseos. Extraño,
ver en el espacio disperso, perdido, todo cuanto
estuvo alguna vez unido. Y es penoso el estar muerto
y arduo encontrar algún vestigio
de eternidad. –Los vivos cometen el error
de querer distinguir demasiado bien. Los ángeles
—se dice— ignoran muchas veces si caminan
entre los vivos o entre los muertos.
El eterno torrente arrastra entre ambos dominios
todas las edades, y entre ellas
es sólo su rumor cuanto suena.
Después de todo los muertos prematuros ya no nos necesitan,
ellos se desacostumbran levemente a lo terrenal,
tal como se dejan paulatinos los pechos de la madre.
Pero nosotros, los ávidos de grandes misterios, nosotros
que tantas veces sólo a través del dolor alcanzamos
la bendita superación, ¿podríamos sin ellos ser?
¿Es vana la leyenda, de que una vez en el lamento por Lino
la primera osada música atravesó la enjuta rigidez,
que en el sólo espacio aterrado, que un joven
casi divino abandonó de súbito y para siempre, alcanzó el vacío
esa vibración que ahora nos arrebata y nos consuela y nos socorre?