Sobre la poesía de Normand Argarate

Juan Pablo Abraham nos acerca al trabajo del poeta argentino Normand Argarate (1964). Su libro El verde corazón de William Shakespeare (Mascaron de Proa, 2023) obtuvo la Mención de Honor en el Concurso de Letras 2022 del Fondo Nacional de las Artes.

 

 

 

EL VERDE CORAZÓN DE WILLIAM SHAKESPEARE​​ 

 

En una sociedad donde el lenguaje suele considerarse simplemente como una herramienta pragmática para la vida cotidiana, la lectura de obras poéticas se convierte en una experiencia fundamental.​​ 

En esta ocasión presentamos unos poemas del libro “El verde corazón de William Shakespeare”, del poeta cordobés Normand Argarate, libro que además obtuvo la Mención de Honor en el Concurso de Letras 2022 del Fondo Nacional de las Artes, con un jurado conformado por Paula Jiménez, Valeria Pariso y Silvana Franzetti.​​ 

El volumen abre con un poema en el que un personaje llamado Álvaro pinta cuadros de tal manera que parece más un poeta que un pintor. Esto se debe al hecho de que Álvaro parece sumergirse en un mundo donde la naturaleza le proporciona el material esencial para su trabajo. Así, la poesía está presente en todas partes y no se limita exclusivamente al mundo de las palabras:​​ 

 

Sentado en una vieja reposera,​​ 

toda remendada​​ 

Álvaro pinta sus cuadros,​​ 

como quien explora el día​​ 

los élitros de un insecto​​ 

o se asoma al espejo del agua.​​ 

Es la forma, la misma maravilla​​ 

cuando dibuja en sus cuadernos​​ 

captura la esfera de cristal​​ 

el vuelo de una mosca.​​ 

Y sigue con su mano​​ 

la declinación de la tarde,​​ 

es el sol, un nido más​​ 

entre las ramas.​​ 

Y así trabaja, cuando su cuerpo​​ 

parece estar haciendo nada​​ 

porque es su línea, el movimiento​​ 

de las hojas, las horas, los rizos de la flor​​ 

que tremolan en la sombra.

 

Álvaro trabaja como si no estuviera “haciendo nada” porque es la belleza la que entra por su pincel, como puede entrar (acaso aparecer) el poema en la mano del que escribe, Como sucede cuando en otro poema dice: “…la melancolía de un objeto abandonado, / los empuja [a los mismos poemas] hacia la mano que escribe” (corchetes míos).​​ 

Las manos, cabe decir, aparecen una y otra vez, de una manera obsesiva: en la mano del pintor; la mano de Plinio (p.12); la mano del yo lírico que “hunde la mano en / materia viva” (p. 12); la mano del pescador (p.21); la mano del obrero en el hermoso poema que dice: “Un obrero descansa y come bajo los árboles del parque. /Arroja migas a las palomas. / sobre su mano extendida, reposa el mundo” (26); “en la mano que escribe / su mapa de estrellas” (59)

Entre tantos temas el poemario recorre la cuestión temporal, la de los espejos, la de los dobles, como en el mejor de los mundos borgianos. En el poema en el que aparece Plinio (aquel escritor y militar romano ya citado) el poder de sugerencia llega a un extremo cuando es el mismo personaje quien contempla el volcán en una noche abierta:​​ 

 

Plinio, el viejo, se afeita​​ 

en el espejo borroso​​ 

de cobre pulido.​​ 

Verse así, el rostro enjabonado​​ 

el mentón erguido​​ 

hacia la dócil navaja,​​ 

sobre la línea, piel o pergamino​​ 

donde la mano recorre​​ 

su forma de rasura,​​ 

su geografía de hombre.​​ 

Plinio, el viejo, se afeita​​ 

y contempla​​ 

el volcán en la fuente del tiempo,​​ 

la noche abierta​​ 

de árboles frondosos,​​ 

con pájaros dormidos.​​ 

El rostro es otro,​​ 

nosotros, los opacos monstruos​​ 

que desfilan,​​ 

cuando Plinio, el viejo, se afeita.

 

Los poemas están construidos​​ sobre una rítmica cuidada, y si bien no hay versos medidos al estilo clásico, la lectura revela unos golpes rítmicos que tienen la función de acompañar las distintas palabras que aparecen cargadas de sugerencias, connotaciones, y diría pecando de hipérbole: milagros poéticos.​​ 

La metareferencialidad también aparece constantemente, como cuando dice que la poesía no está en el ave de la mañana, en el camino, el​​ viento, la luna, en los cielos, etc. ​​ Pero al mismo tiempo afirma que la poesía está en todos lados:​​ 

 

La poesía no está​​ 

en el ave de la mañana​​ 

ni en la despeinada materia​​ 

del esplendor del árbol que lo sostiene.​​ 

Hoy la poesía no está,​​ 

en el camino, ni en la compañía del viento,​​ 

ni en los malabares de la luna,​​ 

ni en los prodigios de los cielos.​​ 

No está en los museos, ni laberintos​​ 

o detrás de los espejos,​​ 

no está en la mano que escribe​​ 

el secreto del papiro, o el rumor​​ 

de los muertos.​​ 

No está en las cosas de la memoria,​​ 

como flores imaginarias que ornan​​ 

el cartel de nuestra fiebre.​​ 

No está en las manos de esa obrera,​​ 

en cuyo suave cansancio envejecen​​ 

y es harina los días de su vida.​​ 

Hoy la poesía no está​​ 

y solo deja paso, pasa, como si nada.

 

Los dos últimos versos se presentan como una paradoja y quizás demuestran, como no podría ser​​ de​​ otra forma sino en la metareferencialidad del poema, que la definición de la misma poesía es una paradoja y en el mismo centro​​ paradojal se intuye la existencia de su presencia. Una posible explicación de este mundo paradójico se encuentra en el hecho de que, al leer poemas, nos sumergimos en un vasto e infinito océano. En el acto de leer nos desvinculamos de lo cotidiano para permitirnos ser arrastrado hacia una “inmensidad imprevista”. Además, la poesía a menudo reside en la sonoridad de las palabras mismas, y en el poemario encontramos innumerables ejemplos de esto, como cuando dice "engarzan las garzas sus plumajes" (p. 19). Aquí, son los sonidos en sí mismos los que arrastran el sentido del poema, y las aliteraciones crecen y estallan en el centro del poema, específicamente en la palabra "palmar". Es en la conservación y el arrastre de ciertas vocales abiertas donde se define la última sílaba de la palabra "oscuridad". Veamos:​​ 

 

Engarzan las garzas sus plumajes,​​ 

al continuo espejismo de las aguas​​ 

y se desasen en altas fases​​ 

con longilíneo desplegar,​​ 

no es el vuelo de la luna,​​ 

al saludo inquieto de los juncos,​​ 

ni olas sobre el palmar, es la risa​​ 

de los niños, que llega con la oscuridad.

 

El poeta construye sus poemas como si recuperara isotopías o significados de poemas anteriores, sugerencias y metáforas que persisten en la imaginación del lector y las recicla en otros sentidos y otros poemas. En el poema que afirma "En la luz de la cocina, hay una paz de pequeña sabiduría", los peces que nadaban en la luz de la cocina continúan su camino página tras​​ página y aparecen en este poema con sus escamas atraídos por el movimiento celeste:​​ 

 

En el resplandor del agua,​​ 

el salto del pez​​ 

recamado de escamas​​ 

su infinito sello​​ 

como si el movimiento celeste​​ 

de la mano del pescador​​ 

tirara el sedal del cielo​​ 

y diera al día por cumplido​​ 

exacto, en su propio vaticinio.

 

De pronto aparecen poemas en prosa en los cuales se produce algo muy interesante y que tienen que ver con lo que Florencia Garramuño llamó de la​​ inespecificidad​​ de las artes. En el poema citado debajo, el yo lirico lee a John Cage sentado en un banco de plástico en Retiro. Uno sigue el texto como si se tratara de un relato breve, brevísimo, cargado de detalles en el que nos hace ver todo lo que sucede alrededor: el alto parlante, los colectivos que entran y salen con sus motores, la gente en el bar, una ambulancia…etc. Al final de este texto cargado de detalles un solo verso “se hace paso” y dice lo siguiente: “Leo a John Cage. En la página todo el silencio”:​​ 

 

Leo a John Cage, sentado en un banco de plástico, en Retiro. El altoparlante distorsiona la acústica cada diez segundos, anunciando la llegada y salida de los coches. En las plataformas, el cascabeleo de los motores gasoleros es punteado por el resoplido de los compresores de aire. Detrás de mí, el bar está concurrido, y​​ el murmullo de los clientes que observan un partido de fútbol, se mezcla con el zumbido de las cafeteras y el entrechocar de vajillas y cubiertos. Los maleteros vociferan destinos. A lo lejos, el ulular de una sirena, con su efecto doppler, es apenas un detalle en la sofocante noche porteña. A mi lado, la mujer de la limpieza bromea con un gendarme, y unos pasos más allá, una madre reprende a su pequeño hijo, malhumorado por la larga espera.​​ 

 

Leo a John Cage. En la página todo es silencio.

 

 

La "inespecificidad de las artes" puede apreciarse al final, en el último verso, o como solía decir Diana Bellesi, en la "retaguardia": Allí, la poesía interviene y se presenta envuelta en silencio, revelando su capacidad para trascender las limitaciones de las formas artísticas específicas y encontrar su expresión más profunda y universal.

 

En "El verde corazón de William Shakespeare", Normand Argarate despliega una exploración que abarca desde el uso de las palabras cotidianas hasta la expansión de la imaginación en los confines de lo metafórico. Este poemario se distingue por su habilidad para encontrar la poesía en los lugares más inesperados, desafiando la idea de que el lenguaje solo sirve propósitos pragmáticos. Argarate juega con la sonoridad de las palabras, las aliteraciones y las imágenes vívidas, tejiendo una lírica que trasciende las fronteras de lo meramente literario.

 

 

 

 

 

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Normand Argarate​​ nació en la ciudad de Córdoba en 1964. Publicó los libros de poesía​​ Mujer en el jardín​​ (1992),​​ La belleza de los gestos inútiles​​ (2000) y​​ Punga de Bondi​​ (2007); los libros de relatos​​ Tomad y bebed​​ (1984) y​​ Cosas de perros​​ (Eduvim, 2008). En 2020 publicó​​ El libro de Edith​​ (ensayo). Fue co-director de las revistas literarias "Huérfanos" y "El gran Dragón Rojo y la mujer vestida de sol". Fue editor responsable de "El Corredor Mediterráneo" del diario "Puntal" entre el 2004 y el 2015.​​ El verde corazón de William Shakespeare​​ (Mascaron de Proa, 2023) obtuvo la Mención de Honor en el Concurso de Letras 2022 del Fondo Nacional de las Artes.​​ 

 

 

 

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