Poesía cubana: Arístides Vega Chapú

Arístides Vega Chapú, Santa Clara, Cuba 1962. Poeta, narrador y promotor cultural. Miembro de la UNEAC. Ha publicado más de cuarenta libros en editoriales cubanas y extranjeras en los géneros de poesía, novela, cuento, testimonio, crónica y literatura infanto juvenil.

 

Ha sido traducido al inglés, ruso y árabe. Ha recibido varios premios nacionales e internacionales como el Premio de Poesía Internacional Nicolás Guillén de México, la Medalla por la​​ Cultura Cubana, el Premio Ser Fiel, el de la Colaboración Cultural, Reconocimiento del Centro de Cultura UNESCO por su trayectoria literaria y el de Hijo Ilustre de la Ciudad de Santa Clara. Sus últimos libros publicados son;​​ Un día más allá​​ (novela) y​​ Las​​ sombras de un gesto​​ (poesía) en la Editorial Mc Pherson, Estados Unidos, en el 2020;​​ Evocación a la vida​​ (crónicas) y​​ Edificio Cuba​​ (poesía) por Ediciones Crisálida, Canadá 2023 y​​ La búsqueda de la verdad. Crónicas de martes,​​ Por Ediciones Loynaz y​​ Puerta​​ de arribo​​ (poesía), Editorial Letras Cubanas, en el 2023.

 

 

 

Barredor de calle

Por el caño se desliza el agua

esquivando la espuma pestilente

de la lluvia caída días atrás.

Sin temer a la desolación​​ 

y entre los atajos que deja lo inservible

repite un mudo recorrido​​ 

sin esperar sorpresa alguna.

Esquivando los autos

que ennegrecen aún más el asfalto,

el barredor de calle sigue la ruta del agua

porque sabe que en senda tan estrecha

no es posible trazarse un rumbo diferente.

El barredor solo precisa obedecerla

para abrirse paso entre la niebla​​ 

que desciende al amanecer sobre la calle.​​ 

La calle recordará un mártir, o un santo,

o un simple número para jugárnoslo.

Pero él no necesita saber​​ 

de la existencia de un mínimo espacio​​ 

cedido por lo inservible:

insectos vivos, insectos muertos;

flor artificial que resignada se deja arrastrar

hacia donde se refleja​​ 

todo cuanto alcanza la escasa luz.

Del otro lado del surco trazado por el agua,

el barredor no sabe que es domingo,

no necesita saberlo.

Él es el​​ barredor de calle​​ 

y puede que sea esta su única verdad.

 

Santa Clara, 2011

 

 

El esposo

Despierto intranquilo, dudoso de permanecer​​ 

bajo el húmedo techo de siempre.

No es mi culpa ser adivino, sino mi ventaja.

Saber que existe un cordón a ras del suelo

trasmitiendo mensajes entre mi cabeza​​ 

y la cabeza de mi anterior vida.

No todos los sueños predicen

ni tienen en cuenta los días más esplendorosos.

Me vi llevar en brazos el desvanecido cuerpo,

con su herida fresca,

ojos abiertos como los de un guerrero,

dispuesto a defender a toda costa la pasión​​ 

que intentaron arrebatarle.

Prefiero la vigilia,​​ 

escuchar el tenaz sonido de los trenes

que se enfrentan a la noche,

su peculiar rugido estremece mi casa.

Me acompañan las sombras​​ 

que provoca el movimiento de​​ la noche,​​ 

los ojos aún cerrados de mi amada​​ 

como si tuvieran pudor de poseer​​ 

la luz que ahora falta.

Probablemente ningún ave recorra el cielo

bajo el que estoy despierto, intranquilo,

sin saber si pronto amanecerá.

Prefiero la vigilia,​​ 

el cielo que desciende sobre mi pecho,

el cielo dispuesto a dialogar​​ 

con el impreciso ritmo de mi respiración.

Amo a la mujer dormida a mi lado,

es mi asidero en este instante donde la madrugada

me hace creer que soy el único testigo de su esplendor.

 

 

El asombrado

En​​ el aparente sosiego del amanecer,

deseo encontrar un asidero.

Saludo, con las manos extendidas,​​ 

todo cuanto la luz desfigura​​ 

entre los residuos de la realidad​​ 

contaminada por otra luz artificial.

Las farolas se apagan de golpe,​​ 

como un milagro.

A esta​​ hora nada puedo hacer​​ 

salvo aceptar la belleza​​ 

que luego pierde sentido.

Tras la brevedad de esos instantes

volvemos a observar los sitios​​ 

sobre los cuales edificamos todo,

incluso lo que llamamos acontecimiento.

Una vez estuve en Baracoa

y vi las estrellas varadas en un cielo​​ 

profundo e infinito: sentí pavor.​​ 

Ahora observo el amanecer​​ 

y de igual manera me sobrecojo.

 

 

El balsero

Sabiendo que escucho mi respiración

y ningún otro sonido,

reconozco en el sueño un dramático mar​​ 

donde gira tu cuerpo, sin​​ hacer resistencia,

sin dirección previsible,​​ 

como tronco echado entre las aguas.

Entre las aguas y tu cuerpo hay una continuidad

sobre la cual se tiende un cielo simétrico

que desafía todo orden universal.

Como si te dirigieras a un confesor

estás​​ mirando al cielo, sus deidades,

instante en que te percatas​​ 

por primera vez de su existencia,

sin necesidad de comprender.​​ 

Dejas que las aguas penetren por tus ojos,

como si fuese una sombra ligera quien los nubla​​ 

para no ser testigo de nada.

No importa​​ hacía dónde te lleva la corriente,

nunca lo supiste, nunca dependiste de un destino.​​ 

Tengo certeza de escuchar​​ 

el sonido mecánico de mi respiración

y que tu cuerpo flota​​ 

entre un cielo sublimado por el sueño

y un mar que perforan todas las tormentas,

un mar presto a la crueldad​​ 

de no dejar tierra alguna

sobre la cual se pueda escribir tu nombre.

 

 

El matarife

Recibo por herencia el cuchillo

con que mi padre arrebató a tantas reses​​ 

la ebriedad de sus cabezas.

Lo hacía sin limitar la ira ni la impericia​​ 

que provoca el espectáculo de la muerte

y sin permitirse revelar el dolor.

 

Pastaban, insatisfechas y quejosas, secas de leche.

Del otro lado de la cerca

mi padre quebraba los frágiles dibujos de la hierba

descolorida por la ausencia de lluvia.

 

Es un campo minado, le advirtieron

con cierto tono de angustia. Es un campo minado.

Pero el hostil aire de adviento no le permitió escuchar

y en señal de arrepentimiento se deshizo de su cabeza

como si fuera una de las reses,​​ 

de las reses que se alejaban con soberbia lentitud​​ 

intentando no ser alcanzadas por la sombra

con que la noche suele hollar las tierras de nadie.​​ 

 

Santa Clara, 2011

 

 

Conversación con mi madre

Constelada de sombras, mi madre permanece de pie

en el umbral de la puerta que no nos permitió​​ abrir.

Es la hora en que el cielo prende cirios en cada estrella​​ 

y los búhos salen a deambular​​ 

y las perezosas jicoteas se sumergen

bajo el espesor de cualquier oscuridad.

Quise decirte adiós

pero tuve dudas si era esta la noche a la que viajaste

o es​​ otra de las tantas noches insulares

que nos dejan absortos, ​​ imitando ser un punto inmóvil

sobre la escasa luz de las llanuras​​ 

en la que crecen las palmas más erguidas

cuyos penachos curvos, como el resplandor del cielo,

rozan los frágiles techos a dos aguas que nos protegen.

No desmiento haber envejecido

por la obligación de darle de comer a tantos pájaros

que sobrevuelan mi mesa, disputándose los restos​​ 

abandonados encima de un mantel sin alisar hace años,​​ 

ni disimularle las manchas.

Es el mismo sobre​​ el que mis padres comieron juntos

por primera vez, el de los escasos cumpleaños

y las visitas que impresionadas por el esplendor

de un mantel de hilo bordado

derramaron culpables el vino, el puré de tomate de las pastas

o la grasa de la carne picada a partes iguales.

Precisaría en este instante de una madre,​​ 

de diez hermanos socorriéndome con el peso del árbol

que aún aspiro trasplantar​​ 

en el centro de la sala de casa, donde nos reunimos

para seguir juntos el trazo​​ 

dejado por la más alta y oscura de las​​ noches.

De un padre que amanezca cerca de la habitación

en que me desvelo intentando no dejarme cortar

por el filo de esa noche falto de aire

y un pecho reseco y jadeante

como si estuviese a punto de pronunciar una verdad.

He visto en el foso de esa noche​​ 

las hojas secas del árbol penetrar livianas​​ 

con el tufillo de una primavera muy antigua

paisaje de fondo para dejarnos alcanzar por el flash​​ 

de una cámara rusa, recién adquirida​​ 

en un comercio cerrado a falta de maniquíes​​ 

que se asomaran en sus vidrieras.

Converso contigo del lado contrario a esa sombra​​ 

que la noche hace girar a nuestro alrededor​​ 

haciéndonos notar que está a punto de ascender

para acomodarse en su sitio.

Los abuelos

Donde debió haber crecido un corpulento árbol​​ 

se desplazó una​​ inmensa extensión​​ 

sin encrucijadas coincidentes,

como si el cielo se hubiese aplanado sobre la tierra

y sobre ella la casa de mis abuelos.

Sigue la abuela dormida en espera de un aviso​​ 

del gallo madrugador,

mientras el abuelo maldice la voz​​ 

de quien notifica el mal estado del mundo.​​ 

Noticias todas predestinadas a la lubricidad​​ 

para compartirlas, sentado en el quicio de la puerta,

con quien transita por una calle nombrada Nazareno

que ya no debe existir.

Bajo el blanquísimo mosquitero, una altísima cama

de hierro trenzado, dispuesta para la siesta.​​ 

Abuela la cubre con una sobrecama bordada con flores

lista a retirar apenas llega alguien necesitado de reposo.

Al lado de otras casas y de otros árboles, talados o no,

pero ninguna con la puerta abierta de par en par

en la que ella cede su alegría

y su café a veces falto de polvo o de azúcar,

mientras despeja la hilaza tejida por el viento​​ 

refulgente del verano

para que avancemos a ocupar sitio en una mesa espaciosa

cuyos extremos se arquean pese a la dureza​​ del cedro.​​ 

Los ojos de mi abuelo, impedidos de ver

más allá de lo que sus manos describen precariamente.

Fijos al ascenso de los sueños que sujetan con destreza

los picos de las aves​​ 

que abuela les ha dado de comer en su mano​​ 

expuesta a la misma altura​​ que San Francisco extendía la suya.

De la misma manera alimenta a sus ponedoras gallinas​​ 

alineadas para recibir de su mano la ración justa

y luego levantar vuelo

en busca de la oscuridad amasada por el atardecer.

Reza y escoge el arroz,

lava las habichuelas para cocinarlas con carne de res y reza,

da de comer a las aves y reza

todo el tiempo al lado de Dios, interpretando su silencio

juntándolo al suyo.

Desde la ventana el sol confina cuanto objeto

encuentra a su paso,

salvo el piano que hace vibrar la​​ tía con virtuosismo

sobre el resplandor de la tarde, las coplas españolas

aprendidas por mi abuela de su abuela

y que sus hijas entonan en perfecta afinación,

inversas al cielo que amenaza con la densa luz de los relámpagos

desprender toda el agua acumulada en varios días de sequía.

Cantan sobre el tintineo de una lluvia canciones de antaño

sobre el soplido de un viento terrenal,​​ 

que desordena las auras de quienes se adormilan​​ 

con su insistente sonido de cristal quebrado por el fuego.​​ 

Las aves se arrinconan al fondo de la casa,

se duplican sus aletargadas sombras​​ 

y abuela absorta va junto a ellas y se dispone a rezar.

 

 

El jugador de gallos

(Valla de gallos en Villuendas)

Quien encontró la espuela sepultada en la arena​​ 

aún reverberante del ruedo

no retuvo palabra alguna en su salobre boca

copada de una saliva espesa y tan ácida como esas palabras

que hubiera querido pronunciar.

Me dejé reflejar por el ojo morado del gallo,

como sacado de un saco de carbón.

Estaba tendido bajo un cielo que se detuvo​​ 

en​​ el mismo instante en que dejó sus patas rígidas​​ 

apuntando hacia esa inexacta latitud.

Estaba yo sentado en las piernas de mi padre,

tendría siete años, si es que existe verdaderamente esa edad,

sujeto por sus manos que temblaban

como si portase sendas navajas

sin saber a quién cortar.

La luz tenue sobre el gallo agonizando

que había desparramado su plumaje escarlata sobre la arena

levantando un polvo imperceptible.

Toda la fuerza de mi padre​​ 

en función de mantenerme en su regazo

quizás por última vez.

Algunos vitoreaban al inexpresivo gallo vencedor,

que sostenía su diminuta mirada en un punto distante.

Pretendí visualizar ese atractivo predio​​ 

hacia el que miran los vencedores.

Por encima de los brazos de mi padre​​ 

cruzados sobre mi vientre lo intenté​​ 

como si estuviese haciendo de mí una cruz.

Ambos permanecimos en silencio, ​​ 

dejándonos reflejar en el ojo morado del gallo sin espuelas

ni otra vida para afincarse en la arena.

 

 

Las noches de nuestros hijos

Muy tarde en la noche los muchachos de casa se​​ alebrestan,

justo cuando la noche solo ilumina el fino borde de las hojas

en las copas de los árboles de mayor prestancia

como única luz real para calibrar​​ 

cuanto a esa hora levanta vuelo.

Hace años atrás estaban todos durmiendo,

disfrutábamos de su​​ reposo a trasluz,

de esa frágil pose de entregarse a un sueño profundo

sabiéndose velados por un cortejo de ángeles.

Alguna que otra estrella asciende para dejarse de ver

cuando se adentran al crepúsculo por atajos que solo ellos conocen.

Me desvelo en esas horas en que poco se distingue.

La inquietud me hace aguardar por sus regresos​​ 

como manera de acceder al verdadero reposo.

Opto por leer y mis ojos mecánicamente se cierran.

Preparo una tizana caliente solo por apresar la sirga del humo

que escapa con liviandad de la taza.​​ 

Su trazo hace una hendidura en la penumbra

que muy pronto cicatriza.

Dormito frente al televisor,​​ 

intentando distraerme con una película​​ 

en que siempre aparece un abismo​​ 

en el que puedo caer si me descuido.

Ni siquiera el riesgo me​​ mantiene alerta.​​ 

Los sonidos reales o no se dimensionan

estallan sobre la escasa luz​​ 

haciendo visible el espectro de la noche.​​ 

Todo ha cambiado, advirtió mi madre años atrás

cuando aún no lo habíamos notado.

 

 

Pródigos cielos sobre la Isla

Ver el​​ cielo, no su transparencia

ni su apacible paso en las visiones del hombre.

Solo el cielo y su vértigo,

el grávido descenso de un cuerpo

semejante al de un ave de ojos voraces.

Dejarme arrasar por sus pródigas fuerzas,

sangrante fiera de alma estremecida

abalanzada a un fatal destino.

 

Cielos que labran los días en silencio,

mil rostros que no son los nuestros

sino los de un río estremecido por el invierno.

Baste imantar el pecho, derribar tronos

con solo estacionar el ojo de vidrio en los augurios.

Los dedos hacen como si palparan el revés del cielo

donde el resplandor de los truenos sana

la oscura mitad del hacha.

Isla y cielo juntan su grandeza,

alguien que no habita en ellos

sino entre la verdad y el milagro

oficia la última noche del siglo.

Si el trueno​​ se fuga de nuestras carnes

sabremos de la vida que nos falta

en los venideros años,

con solo volver el rostro a los espejos

que nada revelan.

 

La traición en la fruta

los cielos enmascaran.

Aparece en el juego de mirarnos

las lujuriosas líneas de la mano.

No bastará el tiempo terrenal

para compartir por igual su olorosa extensión.

Se abandona a sí misma, casi inmóvil

en su reino rebosante de miel

donde el fuego linda con la paz

de los inocentes espacios.

Busco mi corazón, sus enojos,

pero solo se agitan las​​ fieras que habitan en él,

cobijadas por la vastedad de los cielos

que las aves han desplegado.

La sosegada Isla en mis brazos duerme,

mutila su cuerpo el espíritu de los oleajes,

le lanza el humo mortal de las cenizas.

 

 

Esta muestra es una colaboración​​ bajo la curaduría de Karel Leyva Ferrer 

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