Valparaíso Ediciones ha publicado recientemente en España “El honor del peligro”, un volumen antológico de la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, uno de los poetas raíz de la tradición mexicana. La selección y el prólogo corrren a cargo del poeta Vicente Quirarte. Presentamos a continuación el prólogo del libro, magnífico ensayo, seguido de dos poemas. Valparaíso está en todas las librerías de España y también en la web http://valparaisoediciones.es/
El honor del peligro disponible en línea
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El honor del peligro
Dice un refrán kukuana: “Una lanza afilada no necesita brillo”.
Sir Henry Rider Haggard, Las minas del Rey Salomón.
El 12 de noviembre de 1923 llegó a este planeta un niño llamado Rubén Bonifaz Nuño. El empleo itinerante de su padre como telegrafista determinó que el nacimiento tuviera lugar en un sitio ilustre: la casa en la Ciudad de Córdoba donde se firmaron los tratados que otorgaban a México su existencia como nación independiente. Ambas circunstancias determinaron el futuro de ese niño: su padre transmitía mensajes en ayuda del prójimo, y el sitio donde Rubén vio la primera luz culminaba un tiempo de héroes y hazañas épicas, de principios exigentes y lumbres morales, elementos todos a los que ha sido fiel nuestro maestro.
Todo niño sueña con ser héroe o mago. De ser posible, ambas cosas. Rubén Bonifaz Nuño no fue la excepción. La encomienda materna de ir a las compras en el antiguo, siempre hondo y sorprendente barrio de San Ángel adquiría proporciones épicas. El niño Rubén iba en busca del pan y la leche con Sandokan y sus compañeros de aventuras, revividas en las ediciones de Saturnino Calleja, traducidas del italiano por R. Balsa de la Vega e ilustradas por A. Della Valle y L. Palau. Trasponer el umbral de la escuela primaria Porfirio Parra -oficial, como todas aquellas en las cuales habría de templarse el acero de su alma- equivalía a la iniciación experimentada por Alain Quatermain a punto de dar el paso que lo separa de la gloria o de la muerte. Enfrentarse a golpes con Narciso Bassols a la salida de la secundaria 10, en Mixcoac, lo llevaba al instante supremo en que Melchor Ocampo exclamó: “Me quiebro, pero no me doblo”.
Con motivo de la exposición Rubén Bonifaz Nuño en la Biblioteca Nacional, el maestro facilitó sus libros: los salidos de su pluma y aquellos otros, igualmente importantes, que forjaron su educación sentimental: Víctor Hugo, Pietro Collodi, Edmundo de Amicis, Daniel Defoe. En esos libros de aventuras, en esos sus primeras lecturas, Bonifaz, halló tempranamente “el alma / de gozosas herramientas: nervios / de espadas, sangre destellando / por el codo abajo, resquebradas / corazas…” Los héroes del niño y adolescente Bonifaz fueron aquellos seres de excepción que por medio del valor, el conocimiento o la integridad se elevaban por encima de sus semejantes, eran rechazados por ellos y devolvían con creces las bondades de mundo. Más tarde, las facultades de Química, Derecho y Filosofía y Letras lo recibieron y fueron testigos de la manera en que deseaba ejercitar sus armas: los misterios de la materia y sus transformaciones, la defensa de las causas justas, las letras que ilustran y liberan. Estas tres disciplinas recorren y vertebran su escritura y su existencia. El Bonifaz defensor, que demuestra su disciplina de abogado, ofrece las pruebas necesarias para establecer la relación entre hombres y serpientes. Sin su conocimiento de los grandes arcanos, no existiría el hermetismo luminoso de La flama en el espejo o de El corazón de la espiral. Su prodigiosa capacidad verbal y su autenticidad expresiva lo han llevado a ser el más clásico y el más mexicano de nuestros poetas vivos.
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años ha continuado siendo mago y héroe. La refinada y exigente alquimia de sus versos, lo ha conducido a transformar la miseria cotidiana en un as de oros que permite la entrada a ciudades fundadas sobre el canto. La atracción por el ser más prodigioso de la creación, escrito con cinco letras, lo ha llevado a hacer de la emoción inmediata poemas de amor que vencen las edades y ya forman parte no sólo de nuestro canon sino, lo que es más difícil e infrecuente, de nuestro patrimonio espiritual. Su inmersión en los trabajos y los días de los antiguos mexicanos lo ha llevado a encarnar las múltiples máscaras del héroe, desde Temilotzin de Tlatelolco, guerrero y cantor de la amistad, hasta el indígena anónimo que, a la pregunta del conquistador de dónde podía encontrar grandes señores, respondió, espontáneo y seguro: “Aquí todos somos grandes señores”. El heroísmo de Rubén Bonifaz, al frente de su Seminario y la revista Chicomoztoc, ha consistido en buscar nuevos escudos para defender la dignidad de una parte esencial de nuestra herencia. Su estoicismo nace además de soportar calladamente los trabajos del solitario, de ejercer la caridad sin hacerla pública, de afianzar la mano fraterna sin decirlo. “Yo amé, se hace insigne en mi memoria, el honor del peligro”, escribe el poeta. La vida es el más peligroso y noble y canalla de los oficios, contesta el hombre. En nuestro héroe Rubén, ambos deberes se cumplen y se nutren. Cada uno de sus versos y de sus actos vitales es una apuesta total al arte de vivir.
Muchas son las imágenes que guardo en la memoria acerca de mi maestro. Algunas no las viví, pero a través de sus palabras las he imaginado. Fausto Vega, amigo de Bonifaz desde su juventud, podrá dar mejor testimonio de aquellas caminatas juveniles desde el viejo barrio universitario hasta la calle de Frontera, donde vivía Rubén. Caminatas de joven, de rebelde, de inconforme, cofradía de seres luminosos que se afanaban en su oscuridad y en asomarse a las fiestas, “ávidos de tiernas compañías”. Me gusta imaginarlo asimismo el día de la victoria aliada, en compañía de su maestro de francés, don Luis R. Cuéllar. Sorprendidos por la noticia, comenzaron a cantar la Marsellesa en compañía de quienes en ese momento se hallaban en la plaza mayor de México. En una fotografía de los hermanos Mayo, así como en las películas existentes sobre el movimiento del 68, aparece registrada la marcha de silencio, encabezada por el rector Javier Barros Sierra. A su lado camina el poeta Rubén Bonifaz Nuño, que en ese entonces traducía uno de los libros que mejor reflejan el amor y la cólera de esos días: Cayo Valerio Catulo, merced a sus traducciones, volvía a ser nuestro contemporáneo. “Toda juventud es sufrimiento”, inicia ese texto estremecedor y formador de quienes en ese instante, al igual que Catulo, se enfrentaban al mundo con la entrega y la energía de sus años verdes.
Sé que no estoy solo cuando afirmo que Rubén Bonifaz Nuño es uno de los grandes acontecimientos de mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que lo cite, mencione o recuerde alguna de sus múltiples enseñanzas, desde sus invaluables, irrepetibles lecciones poéticas y gramaticales hasta la sabiduría amorosa que tiene mejores resultados en quien recibe el consejo que en quien lo da. Como la montaña, Rubén siempre está allí, sincero en sus dolores, estoico en la carcajada de niño que lleva a la práctica su idea de que escribir poesía es como jugar. Lo dice muy seriamente porque cuando jugamos, nadie nos obliga, y estamos realizando una actividad que nos hace libres. Igual la poesía. Escribe Luis Miguel Aguilar, a partir de unas palabras de Cesare Pavese: “Sólo hay un modo de hacer algo en la vida. Consiste en ser superior a lo que haces”.
Si líneas arriba me he atrevido a hablar de la cofradía de los Calaca es porque nuestro general jefe ha dado a la luz, en su cumpleaños emblemático, un libro de poemas titulado Calacas. Muy clásico y muy mexicano, Bonifaz habla con la Dientona, la Flaca, la Huesuda, la Pelona, y lo hace con sentido de humor, con irreverencia, casi con amor. En la plenitud de sus años, Bonifaz la provoca y la burla. Sin embargo, en esta juventud, en esta frescura verbal que sólo se logra con el paso de los años y con el dominio del oficio, el poeta es fiel a la esencia que lo llevó desde el principio a enfrentarse al mundo. Léase si no este fragmento de Siete de espadas:
Hiel del macho hasta el fondo; bilis
negra del macho desde el fondo; amargo
tizón viril del que se aguanta,
por dentro, los filos y el resuello.
Resquemor mexicano en las espinas
de lujo. Si me viene guango.
Si te fuiste. Si me importa madre.
En los versos anteriores se halla una de las piedras angulares de la idea del héroe cantada y personificada por nuestro poeta y una de sus más altas lecciones. Este México al cual ha dedicado sus afanes -en sus próceres, en sus piedras, en la defensa de su lengua, en sus centros educativos- se mantiene en pie merced a la casta de sus habitantes, a su capacidad de sacrificio y a la virtud de burlarse de sí mismos. Rubén Bonifaz Nuño no se toma en serio porque sabe que a la vida hay que enfrentarla con la mayor gravedad. En varias ocasiones, ante los detractores de nuestra Universidad, ha dicho que en ella se concentran los cien mejores hombres de México.
Traductor de los clásicos grecolatinos, heterodoxo y valiente lector de los antiguos mexicanos, es sobre todo nuestro primer forjador de cantos, como se llamaba al poeta en la Gran Tenochtitlan. Sus palabras consuman la alianza con el prójimo, la mujer amada o la ciudad, “sitio y raíz de solidaridad, ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación.” En sus versos se testimonia la entrada de la lluvia, la consagración de la primavera en el cuerpo femenino, la cotidiana derrota del hombre de la calle y su capacidad de resistir, la valerosa alegría con que enfrenta la inminencia de la sombra. Hacer parte nuestra sus poemas nos templa el alma y blinda el heroísmo de existir con dignidad y plenitud.
En caminatas con sus discípulos en La Venta; en páginas de libros como Hombres y serpientes, Escultura azteca en el Templo Mayor, El cercado cósmico; en las páginas lúcidas y provocadoras de su revista Chicomoztoc, Rubén Bonifaz Nuño enseña que las piezas elaboradas por nuestros ancestros, desde la más humilde vasija, utilitaria y cotidiana, hasta los grandes monolitos simbólicos, son acumuladores de energía, formas que nos entregan su mensaje a través de los siglos. Poeta, humanista y hermano mayor, Rubén Bonifaz Nuño, Rubén corazón de león, lujo entre los lujos de la Suave Patria.
II
Entre las numerosas luces de la constelación que Rubén Bonifaz Nuño ha trazado para ser fiel a la consigna que descubre en el hombre la medida de todas las cosas, la poesía ha sido la más libre de sus ocupaciones. En un poeta tan riguroso como él, semejante afirmación parecería un elegante juego de palabras. Pero quien examina en conjunto su aventura verbal y la compara con la vida del autor, descubre que el hombre ha sabido llevar a la práctica lo planteado por el poeta. La poesía ha sido para él una labor solitaria, compañera de duelos y alegrías de lectores que en sus palabras han hallado una vía para latir al mismo tiempo que el corazón del mundo.
En 1945, Rubén Bonifaz Nuño publica su primer libro de versos, La muerte del ángel. En 1994 aparecen sus Trovas del mar unido. Las trompetas fastuosamente enlutadas de los pájaros del alma de su admirado Rilke acompañan ese primer vuelo, Jaranas y zapateado, la más reciente colección de sus versos. En medio siglo de escritura, el mundo y el poeta han cambiado. El joven taciturno y valiente que descubría el fin de la inocencia, no es el hombre maduro, el niño grande cuya fresca carcajada nos estremece la osamenta y nos brinda una nueva lección de hombría. En estas cinco décadas de combate, Rubén Bonifaz Nuño ha aprendido a reírse de sí mismo y, lo que es más ejemplar y difícil, nos ha enseñado que cada uno de sus versos es una lección práctica de vida. En ese medio siglo de iluminaciones, el poeta ha vivido, escrito y amado, según el anhelo de Stendhal, y ha dejado huellas indelebles de ese triple ejercicio.
El epígrafe de la presente antología de sus poemas proviene de la “Égloga primera” de Garcilaso de la Vega. Semejante licencia amerita una explicación: en febrero de 1959, Efraín Huerta publicó, como octava entrega de Cuadernos del Cocodrilo, El dolorido sentir, poema de Bonifaz que, con algunas modificaciones, está incluido en El manto y la corona. ¿Qué le dice Garcilaso, el soldado poeta que una mañana de 1536 tomo una escala para iniciar, sin yelmo ni coraza, el ascenso para aliviar la impaciencia de Carlos I de España y V de Alemania ante la impotencia de sus soldados para tomar por asalto la fortaleza de Muey, defendida por las tropas de Francisco I? Como él, Bonifaz sabe que el buen cortesano, de acuerdo con la definición de Baldassare Castiglione, desempeña con igual habilidad, honor y valentía el ejercicio de las armas, las letras y el amor. Como él, ha cumplido cabalmente con esas tres exigencias que justifican nuestra estancia en la Tierra.
En los poemas de este libro, como en los de Garcilaso, no hay sitio para la melancolía, sí para la tristeza, cuyos embates el poeta soporta con estoicismo y conocimiento de causa. La melancolía es el emblema del sabio, el ángel oscuro que para tener nombre borra el nuestro. La tristeza, en cambio, es universal, latente e invencible. Desde sus primeros combates verbales, Rubén Bonifaz supo que para enfrentar las Furias —esas que se concentraban en su carne pero eran también las de su semejante— era preciso ser armado caballero y forjar armas refulgentes que soportaran el paso de los años y no perdieran el filo tras cada nuevo combate. Su disciplina, su prodigiosa capacidad retentiva, su devoción por la belleza y precisión del lenguaje lo llevaron desde siempre a convertirse en el joven maestro dominador de todas las formas métricas y estróficas. De ahí que en sus versos nunca se noten los andamios y sí asistamos a una sinfonía donde las notas brillan con luz propia. Desde sus primeros libros de joven madurez, Bonifaz Nuño encontró su tono y, aunque pareciera negarlo la suntuosidad de su poesía, es el más clásico y el más mexicano de nuestros poetas. En sus poemas se percibe tanto la devoción a la sabiduría conceptual y rítmica de los clásicos grecolatinos como hacia la experiencia en carne viva de José Alfredo Jiménez y la agonía istmeña. Acaso en los poemas de Albur de amor sea donde mejor se aprecie este enfrentamiento entre los grandes lugares comunes y el talento personal e irrepetible de Bonifaz. Él sabe que el gran poema es intemporal, y sus poemas de amor son para nuestra cultura un patrimonio utilizado para la conquista o el homenaje, para el combate o su celebración.
La poesía de Rubén Bonifaz Nuño es altiva y humilde, rijosa y elegante, culta pero no culterana. Cómo ha podido consumar esta difícil y en él armónica relación entre lo clásico y lo popular —que lo popular es también, en cierto modo, lo clásico—, es un secreto que escapa al más atento de sus lectores y acaso al propio poeta. Pero en esa alquimia se halla el eslabón más vigoroso de su escritura. El aprendizaje que dan los años le enseñó también que la emoción no basta si no la vertemos en moldes donde el músculo verbal y la iluminación inédita ejercen plenamente sus potencias. De esa combinación nace el tono hablado y natural de sus poemas, desde la transparencia conversacional de El manto y la corona hasta el hermetismo lúdico en Del templo de su cuerpo.
Más que a Rubén Bonifaz Nuño, este libro pertenece a los numerosos hombres y mujeres que han pasado por la llama poderosa y exigente de su poesía: el enamorado a quien nada puede despojar del manto y la corona y reivindica su derecho a entrar en el combate; el hombre que sabe que “es mejor sufrir que ser vencido”; la mujer que ha sido conquistada por versos que todos, en algún momento, hemos utilizado en el preludio o la consumación del amor; el iniciado en los altos misterios que fulguran en La flama en el espejo o El corazón de la espiral. Todos ellos, al leer estos versos, demostrarán la victoria de la luz sobre las tinieblas, el imperio de la voz sobre el naufragio.
En Del templo de su cuerpo aparecen resumidas las moradas amorosas sucesivamente habitadas por el poeta: enamorarse de un cuerpo con los tres sentidos no platónicos que agudizan sus capacidades ante el descuido de la vista y el oído; descubrir paulatinamente ese cuerpo como espejo de nuestras ansias; excursionar en sus abismos y tersuras y siempre pedir más; hacer que el tacto encuentre la analogía de cada parte del otro con el vasto cuerpo de la creación; lograr que el olfato consuma sus nupcias con humedades íntimas e irrepetibles; llevar la lengua a descubrir la lisura de un vientre lamido sin tregua por el mar; aceptar que el amor, como la vida, está determinado por el tiempo; cantar desde la herida. Finalmente, hallar que la armonía con el otro es fruto de un combate que ha de librar con honor quien se afane en practicar el “placentero orgullo imprudente de ser hombre”.
Tanto en La flama en el espejo como en El corazón de la espiral, la potencia femenina aparece como núcleo vital y engendradora de sí misma. En Del templo de su cuerpo el poeta no canta abstractamente el cuerpo femenino sino, de manera concreta, el cuerpo de una mujer en plenitud de sus capacidades físicas y atléticas. Es un cuerpo pulido “por los esmeriles del maratón y de la alberca”, dolorido e iluminado por el ejercicio. De tal manera, dos son las historias desarrolladas en el libro: una donde el amante reconstruye los fragmentos del instante total y único de la posesión; otra donde el cuerpo actúa como símbolo de la victoria presente.
Los mejores poemas amorosos de Bonifaz son aquéllos donde el orgullo del amante nace de la alabanza de la amada aun en su ausencia física, sea cuando ésta se despereza poco a poco en el lecho, cuando renace en el claustro simbólico del baño o cuando corre debajo de la lluvia. La mujer recorre la ciudad, se posesiona de ella, la explora llevando en el cuerpo las huellas del combate amoroso.
Testimonio de una doble victoria: la del cuerpo femenino que triunfa sobre sí al superar sus límites mediante el esfuerzo físico, y la del enamorado que exalta ese cuerpo, lo celebra y toca, hace su historia a medida que lo conoce y se conoce. La proeza del cuerpo femenino al enfrentar la fatiga, al desafiar su resistencia, al tomar físicamente posesión de la ciudad, es una lucha contra la muerte. El poeta acompaña ese cuerpo no sólo con palabras sino con sus sentidos. Entretejidas en los discursos amoroso y celebratorio, Bonifaz entresaca las cartas de su muy personal Tarot donde refulgen las potencias y energías enunciadas en la Cábala. Todo conocimiento es iniciático y para entrar en el templo donde el cuerpo es a un tiempo continente y contenido, el amante debe abandonar su condición profana. Sólo así descubre Bonifaz a la mujer “finita pero interminable”.
La colección más reciente de poemas de amorosos de Rubén Bonifaz Nuño lleva por título Trovas del mar unido, y tiene como antecedente las raíces veracruzanas del poeta, particularmente una tarde de noviembre de 1989, unas horas antes de dar inicio un homenaje que le dedicaba el Instituto Veracruzano de Cultura. Gozaba de la plenitud que sólo la Plaza de Armas del único Puerto que se escribe con mayúscula sabe brindar al alma y a los sentidos. A su mesa se acercaron Los Tigres de Jamapa, tres hermanos fabricantes de arpas que en sus ratos de ocio inundan de sones jarochos los portales. Cuando los enteramos de que el maestro Bonifaz era poeta, se entabló entre los del oficio —los Tigres y él— uno de los diálogos más sabios y nobles que sobre poesía hayamos escuchado. En Trovas del mar unido, el poeta amante de los clásicos sabe que para llegar a la difícil naturalidad, a la transparencia nacida de la autenticidad y no de la retórica, es necesario acudir a la ancestral sabiduría de la sangre. En Trovas del mar unido suenan las jaranas y el cielo es un tablado donde se consagran los tacones de la Ariles de Barlovento que roba el corazón con sus meneos.
En su memorable estudio sobre Cayo Valerio Catulo, Bonifaz hablaba sobre los riesgos de amar intensamente y sobre “la despiadada integridad del cuerpo de un hombre joven”. Un cuarto de siglo después, el poeta ha aprendido, pero el hombre continúa entregándose al amor con todos sus impulsos, altos los pendones y la armadura cada vez más reluciente.
Por una circunstancia que seguramente no es obra de la casualidad, tanto el primero como el más reciente libro de versos de Rubén Bonifaz fueron hechos por editores marginales. La muerte del ángel salió de la prensa de Ángel Chapero, un impresor de corazón que ya anunciaba la pasión tipográfica del poeta, otra de las artes donde se convertiría en maestro. Trovas del mar unido apareció, en una edición de 300 ejemplares, en la Colección Toque de Poesía de Guadalajara. Entre estos dos libros, que, como vimos antes, marcan los extremos temporales de su quehacer poético, Rubén Bonifaz Nuño nos ha enseñado además que el respeto a la poesía comienza por el respeto a los materiales y proporciones con que la palabra se transforma en página impresa. Cada uno de sus libros es una aventura tipográfica y en la mayor parte de ellos su participación ha sido fundamental para que las palabras se conviertan en un instrumento de combate, en una herramienta para mitigar los trabajos del solitario. Bajo el título El dolorido sentir, el poeta Mario Bojórquez propició la edición de los poemas amorosos de Rubén Bonifaz Nuño en una ejemplar edición que tuvo como cofrade a otro poeta amante del arte bibliófilo, Luis Cortés Bargalló. Como antes lo hizo el libro As de oros, la presente edición aparece en España para que aumenten los lectores de una obra que merece toda la atención y toda la pasión con la que fue concebida.
Aquí están los más repetidos, memorables y memorizables poemas de Rubén Bonifaz Nuño, y un panorama de la totalidad de sus libros donde el amor a la mujer y al prójimo han sido fuerza que mueve al Sol y a las demás estrellas. Se incluyen algunos poemas a Lesbia de Cayo Valerio Catulo, en versiones rítmicas de Rubén Bonifaz Nuño, porque son fundamentales para comprender las influencias del autor y la manera en que las ha trasladado a nuestro idioma. Los jóvenes que tras el movimiento del 1968 descubrieron verdaderamente lo que era el amor y la cólera hicieron de los Cármenes un instrumento de combate más eficiente que los ladrillos y las bombas molotov.
Preparemos el corazón y los sentidos para ser plenamente partícipes de un concierto cuyo común denominador es el hombre enfrentado a la batalla de vivir. Si una figura simboliza y resume el conjunto de estos versos, es la del héroe llamado Odiseo, Eneas o Catulo, Cuauhtémoc o Bolívar, pero sobre todo la del héroe anónimo llamado Juan, o la gesta del prójimo nuestro cuyo nombre no llegamos a saber, ése que al mirar los pechos de la vecina en el autobús urbano, demuestra las rotundas verdades del poeta, en amoroso fuego todo ardiendo. En una entrevista con Myriam Moscona, publicada en su libro De frente y de perfil, Rubén Bonifaz Nuño afirma: “Los hombres sólo servimos para servir a las mujeres, y muy pocas veces lo hacemos bien”. Por una vez, el poeta se equivoca. En este libro, el lector podrá apreciar uno de los más altos homenajes al amor y a su causa, esa criatura capaz de trocar el agua en vino y hacer de la embriaguez un camino de iluminación.
Vicente Quirarte
Olivar de los Padres, febrero de 1998-Tlacopac San Ángel, diciembre de 2012
28
Lleno de compasión y celos,
he llegado a cegarme en el orgullo
de contemplar la púrpura y el oro
de tu fastuoso amor. He conocido
el lujo inagotable de tus ojos
a punto de cerrarse, el siempre nuevo
sabor de tu saliva, y el suntuoso
sabor que a nada sabe
sino a ti sola.
A conciencia he luchado.
Para darte placer.
Como el buzo que salva las lucientes
arcas de un barco sumergido
he descubierto en ti la ardiente
luz de collares húmedos, coronas,
tiernos metales pálidos,
abiertas gemas increíbles,
fulgor de cetros claros
en los pliegues de sedas intachables.
Nada tenía yo, no pedí nada
—nada en amor puede pedirse—
y, así, me diste todo.
Me enriqueciste tú con el oriente
de tus pechos pequeños, con tus piernas
como lechos nupciales,
con tu gozo de reina embarazada
para siempre a salvo de la muerte.
Y he tenido en mis brazos, en mis ojos,
dócilmente entregados,
la gloria, el brillo, la belleza.
En mí, para mí solo, deslumbrado,
ciego de tanta lumbre.
Y el prodigio de todo ha sido mío.
*
Cuando adiós me dijiste, te he encontrado;
te dije adiós, y me quedé contigo.
Me es —porque te recuerdo— el tiempo, amigo;
pueblas lo que vendrá de ese pasado.
Adiós te dije: en sombras me has dejado;
dijiste adiós: sin porvenir te sigo.
Ya soy —te fuiste, el tiempo es mi enemigo—
el sin remedio, el nunca recordado.
Afila sin objeto una esperanza
—de noche estoy, te columbré de día—
alegre, el corazón de la tristeza.
Cambia todo, tú quedas sin mudanza.
Y el tiempo es nada, y luce —ya lucía—
lo que pone de lujo mi pobreza.