El poeta y crítico Christian Barragán reseña el poemario más reciente de Víctor Cabrera (Arriaga, 1973), Signos de traslado, a la luz del trabajo de Fabio Morábito.
Habitar el mundo es hacer del trasiego humano una estancia perdurable en el tiempo. Mudar del silencio al canto, de una casa a otra, y de ayer a hoy se reduce, no sólo aparentemente, la existencia del hombre. Transito y permanencia a un mismo instante. Escribir, de este modo, deviene en mundar por el privilegio de la palabra; sino, qué otra cosa. Sucede, entonces, que en el muro abandonado o en el verso inédito se revela de pronto, en silencio, una presencia antigua e imperdonable. Acaso los restos que dejaron tras de sí los días pasados como una sombra súbitamente olvidada, resguardo de la pátina que cifra la voz y la mirada de quien nombra su permanencia en la partida.
Es de este territorio, punto de encuentro entre quienes se van quedando, que se suscitan los poemas recogidos en el volumen Signos de traslado (Casa Juan Pablos/Leer y Escribir, 2007) del escritor chiapaneco Víctor Cabrera (Arriaga, 1973), segundo título poético publicado por el autor. Hace cinco años dio a conocer, en edición propia limitada a ciento cincuenta ejemplares, sus humorísticos Diez sonetos. Textos regidos por la tradición lírica que poseen como único tema el placer de disfrutar los alimentos. Experiencias culinarias antecedidas por un “aperitivo cortesía” del poeta Francisco Hernández, figura tutelar entonces y aún ahora de Cabrera. Aunque, en esta ocasión, se evidencia señaladamente la figura del también poeta y además narrador Fabio Morábito. Y aquí es prudente detenerse.
“Quien pretenda imitarlo se arriesga a cometer un suicidio”, ha sentenciado Sergio Pitol respecto a la obra de Morábito, y no se equivoca. Víctor Cabrera es consciente de ello y asume la apuesta al dejar en descubierto el andamiaje de su escritura. Me parece, a pesar de los logros evidentes que ha conseguido Cabrera, que sigue siendo la suya una jugada peligrosa. En contraparte, quién podría negar el aliento o la visión de otros autores en su propia obra. Si alguien así lo hiciera, paradójicamente, podría dudarse de su trabajo. El punto crítico es, hablo de Signos de traslado, que no haya una natural o depurada asimilación de estas compañías inevitables, deseadas incluso.
“Ducha” es el texto, en este sentido, que más carece de autenticidad dentro del conjunto, puesto que es donde la voz de Cabrera deja de ser ella misma (humorística, contundente en sus últimos versos) para ser suplantada por una impostación de la particular escritura de Fabio Morábito (despejada, templada, filosófica, cotidiana y elegante a la vez). Mientras que en Cabrera predomina, con eficacia, el habla coloquial, próximo a la amistad y la fiesta para nombrar el desarraigo desde un “yo” protagónico; en Morábito hay alguien anónimo que sobrio reconoce y descubre la vida a través de sus más simples actos, pero sin celebración, tan sólo como un hecho de justicia contra el olvido. Cierto que ambos recurren a la primera persona del singular frecuentemente, que sus tópicos (“la mudanza” por ejemplo) y expresiones llegan a ser similares (“ganar la tubería como una savia”, “poblar los muros”, “y al hacerlo, sin saber / me purifican”, fragmentos estos del poema ya citado: “Ducha”). Sin embargo, la diferencia primordial reside en la posición que cada uno toma al enunciar. Morábito duda y en consecuencia el “acaso” lo determina. Cabrera señala, anuncia y confirma. De ahí, que la voz de Cabrera en esos momentos resulte ajena.
Ahora, de la misma forma hay que subrayar que la obra de Cabrera es inusual, diferente y, por lo mismo, única entre las últimas tres generaciones de poetas mexicanos. El humor, ausente en muchos de los esfuerzos conocidos recientemente, es ejercido con admiración por él. Su fuerza incitante, referencial, atrevida y reveladora hace de la poesía de Cabrera su mayor rúbrica. Poemas como “Vecinas”, “Lázaro” y “Todas las fiestas de antier” así lo demuestran. Este último dice:
cuando la boca sabe a cenicero
y las risas apagan ya su flama
cuando el trago que amarga es el postrero
porque atiza la sed que lo reclama
cuando abril amanece siendo enero
sólo sombras se tienden en tu cama
cuando empieza a escucharse más sincero
el canto atroz del pájaro en su rama
cuando afuera ya pasan los camiones
y se ha ido tu última invitada
cuando Amor se largó de vacaciones
y algo muere y no es la madrugada
y todo lo que queda son canciones
ni un vaso de licor ni un polvo nada
Sumado a esta valiosa dote, la concreción y contundencia en las líneas finales enriquece sus textos. A veces, incluso, el poema recae sólo en esos sencillos versos que pueden leerse apartados del resto del poema sin ningún demérito. Enlisto un par de casos:
“…mudarse es el signo del arraigo:
sólo se queda
en lo que se va dejando.” (Ararat 1.)
“Porque un día nosotros también nos iremos,
cada quien a frotar sus talismanes,
a habitar una casa a la medida.” (Explicación)
Reitero que no debiera olvidarse que al escribir nadie puede estar solo. Que al final, del día o la mudanza, sólo la poesía queda. Y que más de lo quiere creerse, para hallar la poesía hay que guardar silencio y estar a la escucha como nunca (Morábito dixit). Así el poema que clausura Signos de traslado, coda de esta breve nota:
Rescoldos de un naufragio
refulgen sin luz sobre la costa
y vista desde aquí la playa
se extiende lejano borde de promesas.
Restos de sí
las piedras sólo aspiran a ser piedra:
humildes piezas de una exacta orfebrería
cumplen con su destino de arena inexorable.
Por eso nos sorprende
—algunas veces—
el eco inesperado de unos ojos
que puebla la mañana de reflejos. (Guijarros) ~
*Víctor Cabrera. Signos de traslado. México: Casa Juan Pablos/Leer y Escribir, 2007.