En esta nueva sección Poema para leer un viernes por la tarde, nuestro editor, el poeta Mario Bojórquez, nos propone la lectura de La duquesa muerta, de Robert Browning en la espléndida traducción de Enrique Díez Canedo. Esta sección es un feliz pretexto para volver a viejos, conocidos poemas, así como para descubrir nuevos autores.
En este modelo de monólogo dramático escuchamos hablar al Conde de Ferrara sobre un cuadro que seguramente pintó Agnolo Bronzino o sus alumnos de la Duquesa Lucrezia de Medici, el Conde habla frente a su posible nuevo suegro de cómo le importunaba la alegría floral de su antigua esposa, de cómo ella era amable con todos y con todos tenía siempre un trato cordial, esa risa contagiosa y feliz era dolorosísima para el celoso marido, la Duquesa se había casado a los 14 y murió a los 17 en circunstancias sospechosas hacia 1561. El poema resulta perturbador por la ominosa actitud del Conde que revela una proclividad hacia la manipulación y los celos y quizá sugiere la actitud del asesino, “siguió aquello”. Robert Browning consigue aquí el punto de inflexión al proponer una atmósfera del crimen sin precisarlo, las líneas finales dedicadas a una escultura en bronce, refuerzan esta idea, se ha contado hace apenas unos segundos el infortunado fallecimiento de la Duquesa y ya el punto de vista del seguro asesino descansa sobre una figurilla de bronce, este proceder esquivo en la atención, revela, al menos, una profunda verdad inasequible al lector.
Mario Bojórquez
LA DUQUESA MUERTA
FERRARA
En aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta: se diría
que vive; prodigioso lo reputo.
Aquí está como un día Fra Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla
¿sentaros no queréis? De intento dije
«Fra Pandolfo», que nunca vio un extraño
como sois vos, en la figura, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mí (pues la cortina
que la cubre y por vos he descorrido
nadie la toca sino yo) ganoso
de preguntar, sí osaba, cómo el raro
prodigio vino aquí; ya en otros muchos
vi tal curiosidad. Señor, no sólo
de su esposo el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres
ponía. Fra Pandolfo bromeaba
con frecuencia diciendo: «La mantilla
de mi señora cae demasiado
por la fina muñeca», o bien: «El arte
pierda toda esperanza, que impotente
será para copiar ese desmayo
de suavidad que muere en su garganta.»
Galanterías de tal suerte fueron
bastantes para dar a sus mejillas
esos alegres tonos. Era el suyo
un corazón —no sé cómo decirlo—
un corazón propenso a la alegría
y a todo encanto fácil. Encontraba
gozo en todas las cosas, y sus ojos
en todo se posaban. Todo grato
para ella, señor: mis agasajos
en su pecho; las luces del poniente;
las cerezas que un necio le traía
del huerto, adulador; la mula blanca
sobre la que, de la terraza en torno,
cabalgaba; cualquiera, cualquier cosa,
su rubor o su elogio merecía.
Daba gracias a todos —¡bien, de alguna
manera! —no sé cómo— y mi regalo,
de novecientos años de nobleza
con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién vituperaría tan ligera
frivolidad? Si yo tuviera ingenio
—que no lo tengo—en el hablar, muy claro
le hubiera dicho: «En esto justamente
me disgustáis, y en esto; erráis en esto;
pasáis en esto de la raya» —y ella,
si al verse corregida, no mostraba
su agudeza ni excusas os pedía,
vituperio existiera; y vituperio
no admito yo. Señor, sonreiría
sin duda al verme tolerar; empero
¿quién toleró, de una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas
de una vez, acabaron las sonrisas.
Vedla aquí como en vida. —¿Sois gustoso
de levantaros? Descender podemos
junto a nuestros amigos. —Os repito
que la notoria esplendidez del Conde,
vuestro señor, es buena garantía
de que todas mis justas peticiones
de dote atenderá —mas os declaro
que la sola hermosura de su hija
me aficiona.— Señor, bajemos juntos.
Ved el Neptuno aquel, que va rigiendo
un caballo de mar. Una bicoca
no del todo vulgar: obra de Claudio
de Insbruck, en bronce para mí fundida.