Ilya Kaminsky: de cómo el silencio interviene el oído

Presentamos, en versión de Gerardo Iván Claudio Huachina, un  magnifico texto a manera de poética, de Ilya Kaminsky. Se trata de una especie de crónica personal que detalla su modo de entender la poesía. Es un ensayo que antecede a su nuevo libro Deaf Republic. Ilya Kaminsky (Odessa, 1977) llegó a Estados Unidos a los dieciséis años. Publicó el libro de poemas Bailando en Odesa (Valparaíso México / Círculo de Poesía, 2014). Es un referente tanto de la poesía norteamericana actual como del circuito internacional.

 

 

 

 

 

 

Buscando una Odessa perdida  /  una infancia sorda

Un poeta regresa a la ciudad de su nacimiento.

 

El año es 1989, la mañana de la revolución, el año en que el país donde nací comenzaba a desmoronarse. Sus orejas eran tan largas como mi cabeza; yo estaba de pie en la espalda de un niño que estaba de pie en las espaldas de otro niño. Yo estaba depurando la enorme cabeza enterrada en un pedestal en el centro de Leo Tolstoi Square, un bloque de su primer apartamento. Esto es infancia: una vez al año, mis compañeros de clase y yo fuimos enviados al centro de la calle. Nuestra tarea era limpiar la cabeza del escritor muerto. Escalamos sobre otros cuerpos para fregar las fosas nasales y las orejas de Tolstoi.

A la distancia mis padres miraban y se reían. Su hijo sordo escaló y fregó las enormes orejas. Detrás de eso, una banda de marineros marcha sola. Odessa es un puerto marino con una longeva escuela naval. El joven capitán gritó, difícilmente no lo podía oír: izquierda, derecha, izquierda, derecha. La pierna del marinero subía y bajaba, subía y bajaba. Consciente yo veía desde mi……… mi mediana edad,

 

 

Yo no tenia audífonos cuando llegué a América. La Odessa que conozco es una ciudad silenciosa, donde el lenguaje es el vínculo invisible del movimiento de labios de mi padre cuando veo su boca repitiendo las historias una y otra vez. Él se aleja. La historia se detiene. Él me mira de nuevo, pero la historia ya ha avanzado.

Décadas después, cuando regresé a la ciudad, yo no sentí que regresara hasta que me quité los audífonos.

Click – y los labios de la gente se mueven otra vez, pero no hay sonido.

Los pasos de las abuelas no corren detrás de sus nietos. No hay anuncios de los conductores del tren en las paradas del tranvía y, finalmente, yo entro.

Un taxi pasa junto a mí y se detiene bruscamente en la acera. No escucho el chirrido de sus frenos.

Esta es la Odessa de mi niñez: los labios de mi padre abiertos en Proviantskaya Street. Yo veo una historia. La historia se detiene. Después, cuando se levanta y me sonríe, es otra historia.

 

 

Un marinero arrastra a un niño judío afuera de la casa. Su madre adoptiva, una mujer rusa, está corriendo detrás del marino, medio desnuda, gimiendo. Otro marino la bloquea. Otro marino la abofetea y se ríe. La calle se vacía, los juguetes de los niños están tirados en la nieve. Los vecinos cierran las ventanas. Golpes de puertas. Una mujer se arrodilla en la acera mientras dos marineros empujan a su hijo dentro de una van.

Ahí fue cuando pasó, los labios de mi papá se pausaron.

Fuera de la nieve de Odessa, unos ucranianos gordos aparecen. ¿Qué están haciendo? ¡Bastardos! ¿Por qué se están llevando lejos a mi hijo? ¡Denme sus nombres! Bastardos. Iré con las autoridades. ¡Sus nombres! Su saliva vuela en el aire enojado. ¡Quiero ver sus documentos! Él no puede parar de escupir.

Los soldados esperan, desconcertados. Este es un niño judío, ¿no puedes verlo?

¡Idiotas! ¿me veo como un judío? El ucraniano gordo pisotea sus pies, sacude su largo cuerpo alrededor de la joven mujer en el pavimento.

Las ventanas se vuelven a abrir. ¿Quién le habla así a los soldados en una ciudad ocupada? La gente observa. Los soldados roban las miradas de las ventanas. Ahora caminan rápido hacia la van. El niño está a la izquierda en la nieve.

El hombre gordo toma al niño en sus manos, lo envuelve en un abrigo. ¡Me quejaré con las autoridades! Para la mujer: un beso frenético y persistente. La van con los soldados desaparece dentro de las calles.

Sin decir una sola palabra, el hombre gordo camina lejos, con el niño y la mujer. Se asegura que ella vaya enfrente de él. Los vecinos nunca lo vuelven a ver. Pero esta historia vive, y mi padre, el niño salvado, el niño que nunca vio a ese hombre gordo, sigue repitiendo esta historia a su propio hijo sordo.

 

 

Si mis primos y tíos se encontraran conmigo en la calle, podrían ser escandalosos. Les envío correos navideños y regalos ocasionales. El hombre que en sus 40’s que regresa a esta ciudad no soy yo, ni el pariente americano que conocen. ¿Por qué estoy de regreso en este país que traicionó a mi familia? Por años, cualquiera a que conozco me pregunta por qué regresé a estas calles. ¿Qué es lo que estoy tratando de recordar?

Desconecto mis audífonos y camino sobre las calles, las toco con mis dedos. Este es el acto de un tonto que toca la piel del tiempo y camina a través de él, hacia mi niñez, toca las aceras de las calles que tocó como un niño sordo de 15 años. Cuánto significa el momento presente para quienes no tienen nada más.

Cuando el tranvía pasa, las calles tiemblan, al igual que los recuerdos rotos de las historias. Ingenuo pensar esto. Ingenuo pensar que esa Odessa, que es una parte de la conciencia de mi padre, es mía nuevamente. Apago mis audífonos y estoy otra vez en el silencio alrededor de los labios de las personas moviéndose.

 

 

Mi padre es adoptado. El año en el que nació fue cuando su padre, Ilya, fue detenido y fusilado como “un enemigo de la gente”. El año en el que nació su madre, Julianna, es “despedida” a Siberia. El no recuerda nada de esto. Su memoria empieza cuatro años después.

Es 1941, la guerra comienza y Shura, el hombre que adoptó a mi padre, fue voluntariamente al frente. Es 1941, y su madre adoptiva, Natalia, toma un tranvía para cavar trincheras en las afueras alrededor de la ciudad. Es 1941 cuando un niño de 4 años de edad tiene su primer recuerdo: un ucraniano gordo lo salva de soldados extranjeros. Los vecinos abren las ventanas y ven a Natalia llorando en la nieve.

1941 es el primer año que mi padre recuerda. Los aviones de Axis bombardean la fabrica de Vodka. Los vecinos están corriendo afuera con teteras, sartenes. Toman vodka de adoquines. Yo soy el niño sordo que ve los labios de mis padres.

Se inclina para atarse los zapatos y la historia se detiene.

Se endereza y la gente esta corriendo con teteras goteando vodka. Todos son felices, pero solo por un momento.

En la historia de mi padre es siempre 1941. Una vieja mujer toma shots de vodka de su pequeño frasco de pastillas. Ellos dicen que no, como si trataran de ocultar algo. ¿Qué esconden en 1941? ¿El silencio de sus hombres que no escriben desde el territorio en guerra? Es 1941, los labios de mi padre lo dicen. La fábrica de vodka esta bombardeada. Las mujeres tintinean vidrios. La saliva vuela como un minúsculo pájaro.

 

 

Mi padre tiene mucho tiempo muerto. En las calles de Odessa hay nuevos coches, nuevos ruidos. La gente ahora grita en una lengua diferente, hay nuevos edificios erectos y caen rápidamente en la ruina.

Apago mis audífonos americanos. Ahora soy el chico sordo que trata de caminar rápido en la nieve de las calles de Odessa. Los labios se abren, pero no emiten sonidos. No hay pasos de mi padre mientras arrastra nuestras bolsas de compras. No hay gritos de paso de sirenas.

 Soy un hombre que vuelve después de 20 años y encuentra a todos muertos. Soy otra vez un hombre que se quita su chaqueta en un banco, mira los dientes descubiertos de los perros, un sonido de lengua, un silbido. Él no sabe por qué está aquí. Porque es feliz, libre. El no sabe por qué compró su boleto para Odessa si sus padres están muertos, ¿qué hay aquí para él, en esta ciudad vacía?

 

 

Papá no tiene historias. Una y otra vez, el mismo recuerdo de la ciudad ocupada se repite. Soldados alemanes y rumanos marchan en 1941. No hay cartas de Shura en 1941 porque nadie escribe cartas desde los regimientos bombardeados en 1941. Natalia cose vestidos porque incluso en la ciudad ocupada la gente compra vestidos. Ella compra manzanas porque los niños en 1941 comen manzanas. Y todavía no hay cartas de Shura. Nadie sabe que fue enviado a caballo para atacar a los tanques alemanes.

Es 1941 y Odessa es una ciudad vacía de sus judíos. Alemanes marchan en las calles de la ciudad donde la vida continúa, la gente compra vestidos. Mi padre no tiene historias. Es un joven niño rasurado, por lo que su cabello negro no llama la atención a él. No existen historias de 1941.

Cada mañana es el olor del pan fresco. No es para el niño. Natalia esta horneando pan para los vecinos cada semana, para que ellos no reporten a la familia. Bofetada. Niño, no te comas el pan, bofetada.

Ese año, 1941, en la ciudad ocupada, Shura aparece en los escalones de su apartamento. No existen historias, solo esta imagen. Un soldado huyendo toca en la puerta. Esto es siempre 1941 en la ciudad ocupada, y Shura siempre aparece en los escalones del apartamento. Eso, y el olor del pan que el niño no tiene permitido poner en su boca.

 

 

No hay historias. El hombre que pensaron que estaba muerto se para frente a ellos en la sala. ¿Hubo bombardeos? ¿Hubo caballos? ¿Tanques? Él no da detalles. Fue capturado por soldados alemanes. Cargado en un tren. Saltó a la mitad de la noche.

Soy un niño sordo que le pide una historia a su padre. Solo alrededor de la mitad del ruso hablado es visible en los labios.

Dos docenas de años después, estoy de vuelta en esta ciudad. He subido y bajado bulevares, tratando de recordar las historias de mi padre. Abro las ventanas, veo los perros orinar sobre los monumentos de políticos, su pecho arrogante apoyado en la historia.

No hay historias, solo cada segunda palabra en los labios de mi padre, solo eso. Un soldado que huye se cuela dentro de la ciudad ocupada para ver a su hijo. Todo lo que tengo es esta imagen de él abriendo la puerta.

 

 

Mi padre no tiene historias. Solo sus labios se siguen moviendo frente a su hijo sordo que no tenía los audífonos. Sonido subiendo las sinuosas cavernas de mis oídos, luego conducido a través de huesos delgados, haciendo las membranas vibrar y bailar a esos minúsculos cabellos. Mi padre muere justo después de que venimos a los Estados Unidos de América.

No hay historias. Ahora atrás en las calles de Odessa tomo de nuevo los audífonos. Luego, me los pongo. ¿Qué es eso que trato de recordar? Escuchar no es una reflexión. A un sordo, cuando le dan los audífonos, se le debe enseñar a escuchar:

Este es un sonido de camioneta

Este es un timbre de teléfono

Esto es un borracho en el segundo piso que tose como un pollo despellejado vivo

Shura camina a Odessa en la nieve por un mes. Lo veo todo en fragmentos. Los fragmentos son mi todo.

Es 1941. El no tiene comida. Habiendo saltado del tren alemán mientras el convoy dormía, cojea. Evita caminos principales. Come nieve. Está caminando a Odessa durante treinta días de nieve. Roba comida de los pueblos vecinos. De otra manera, come nieve.

¿Cuántos de los pueblos eligen no reportar a este hombre, huyendo de los patios traseros con un pollo sin cabeza? De otra manera, come nieve.

Habiendo escapado de los alemanes, Shura para en pueblos en la noche. Evita caminos principales. Es un hombre guapo. Las mujeres le dan comida. No quedan maridos en los pueblos. En medio de la noche él roba ropas de las lavanderías, corre. Por días, nieve.

Evita caminos principales. Pero acercándose a la ciudad, los puntos de control aparecen en cada entrada. Guardias. Perros.

Ahí los labios de mi padre se detienen.

 

 

Shura, con la barriga llena de nieve, conoce a dos mujeres en el camino. Él es un fugitivo. Ellas son locales en territorio ocupado. Él las está viendo. Ellas no pueden reportar al fugitivo (y ¿por qué no?). Los soldados saben de comida robada a los granjeros a lo largo del camino.

Se arrodilla. Frente a ellos se arrodilla. ¿Por qué está ahí? Dice que busca ver a su hijo de cuatro años en Odessa. Por favor.

Yo escuché solo fragmentos de esta historia. Un hombre arrodillado en la nieve. Una de las mujeres se arrodilla junto a él. Un fragmento, nada más. Lo escribo en la página vacía. Me detengo y camino alrededor. Lo borro. Escribo de nuevo. ¿por qué ella se arrodilla junto a un hombre que no conoce? ¿Quizá este hombre le recuerda a ella o a su propio hombre muerto en la guerra? Su barriga llena de nieve.

Shura y la mujer pasan de un punto de control al otro. Él sonríe a los soldados, la mujer se inclina contra él. Un beso largo. Él arrulla al niño en sus brazos.

Los labios de mi padre se detienen. Mucha nieve.

Después de que ellos pasan por las puertas la mujer se despide. Shura nunca la volvió a ver.

 

 

Hay muchas versiones de la historia del soldado fugitivo. En una, el niño besa a su padre y detrás ve a la policía rumana entrando al edificio. Rápido, la madre del niño se quita su largo vestido y su gran sombrero blanco. Rápido, el papá del niño llena un sujetador con periódico. El niño mira a Shura y a Natalia, vestidos como dos niñas, vals en el patio, pasa este soldado, pasan otros soldados, dentro de la calle.

No hay historia para recordar. Solo fragmentos en los cuales Shura y Natalia, vestidos como dos niñas, escapan por las calles. Un policía rumano borracho intenta detenerlos. Se le está insinuando a Shura. Está diciéndole un cumplido a las curvas de Shura en vestido de verano. El rumano ebrio está tratando de agarrar a Shura por el dobladillo del vestido, metiendo dinero dentro del bolso. ¡Ven conmigo, belleza!

Qué vista debió haber sido. Besándose en la nieve, ahí están, Natalia y su esposo. La nieve cae sobre su cabello, sobre su blusa de tafetán.

 

 

O quizá no hay un hombre en un vestido. No caen gotas de vodka del cielo. Solo un hijo que está temeroso de admitir lo que realmente pasó. Entonces inventa muchas historias. Soy un niño sordo que ve el silencio dentro de su padre, mientras el padre trata de llenarlo con historias. El niño ve esto, pero no entiende.

Desde todas estas historias, una cosa se queda conmigo. En cada versión, mi padre es siempre el niño que besa Shura y detrás de él ve a los policías rumanos entrando al edificio.

 

 

Aquí está algo de lo que mi padre nunca habla: la guerra terminó en 1945 y Shura regresó. Natalia organiza una fiesta que es interrumpida por la policía militar soviética. Entran sin golpes y se llevan a su esposo lejos.  Los soviéticos sospechan de él. Traición. Cientos de veteranos están siendo enviados a Siberia. No suicidarte cuando te toman cautivo es un delito castigado por el estado.

Aquí esta algo de lo que mi padre nunca habla: lo que salva a Shura de la prisión es el hecho de que cuando regresa de la guerra está casi sordo. Una vez, bajo bombardeo, arrastró a su sargento del ejército herido para cubrirlo. El bombardeo continuo. El sargento sobrevivió. Shura regresó sordo.

La policía militar soviética pregunta: él no escucha. Ellos están gritando. Él no escucha. Bofetada. Él no escucha. Bofetada. Sordo y tonto, los oficiales dicen. Ellos lo dejan libre.

¿Por qué compré mi boleto a Odessa?

Encontré este garabato en los escritos de mi padre, al reverso de la foto de Shura: Un hombre sordo grita, inaudito por sí mismo. No puedo olvidarlo. Ese grito. Sin censura incluso por sus propios oídos. Una voz humana como realmente es.

 

 

No puedo escuchar a través de las paredes. Si me disparas cruzando la calle, no podría girar mi cabeza. Hay una especie de apertura en la sordera. Mis audífonos silban, mi acento se delató, ansiosamente, muy ansiosamente. Miro fijamente los labios de las personas. Una persona sorda, encuentro que la mayoría de personas se vuelven íntimas conmigo casi al instante. Ven a un hombre grande y torpe delante de ellos. Ellos se podrían sentir ligeramente superiores o ligeramente frustrados con mi acento. Están desconcertados al tener que repetirse dos, tres o cuatro veces. El teatro está en cómo lo dicen. Entiendo tu acento, asienten.

Décadas después. Regreso a Odessa y apago mis audífonos. Éste, lo sé, es el silencio en el que se encontró Shura cuando regresó aquí en 1945. Su sordera es algo que mi padre nunca compartió conmigo.   

 

 

Estamos en la playa. Papá esta contando historias de Shura mientras mamá se ríe de repente viéndonos a mi amigo y a mí correr dentro del agua, nadando media milla al embarcadero, escalándolo y después caminando sobre él. Mientras camino en el agua, las olas regresan a mis padres. Son tan pequeños, dejados ahí en la arena. Estamos mandando besos a chicas guapas tomando el sol en la terraza del hotel.

No hay historias completas para un niño que lee los labios. Pero hay fragmentos. Algunos se encuentran en la estación de tranvía. Algunos se huelen en la esquina de la calle, que se convierten en un recuerdo. Algunos son trozos de arena.

Sentado en la arena, mi padre está en medio de su recuento, cuando mi madre lo interrumpe, señala a dos niños caminando sobre el agua.

Si mis padres están muertos, ¿qué hay aquí para mí en esta ciudad ahora vacía? Cuando digo la palabra nada, nombro algo que está ahí.

 

 

Tengo 8 años, en la nieve viendo a mi padre entrar a un restaurante caro. Dentro hay una boda de alguien.

Mírame, dicen los labios de papá.

A través de los grandes ventanales de un restaurante, su hijo lo observa desde la calle nevada.

El padre entra en la habitación, ya bailando. Entra en la habitación, abriéndose camino hacia la novia. Él está besando a la novia en ambas mejillas, luego se ríe, la levanta, la pone sobre sus hombros y se balancea en el centro de la habitación.

Estoy de pie en la nieve, aferrada a la mano de mi madre. Al otro lado de la calle, mi padre, con esa gran nube blanca de novia sobre su cabeza. Él está dando vueltas con la novia sobre sus hombros mientras la habitación se reúne a su alrededor para aplaudir. Luego coloca a la novia justo delante del novio y le besa la mano.

No estoy seguro de lo que está pasando. Ahora se acerca a la abuela más gorda de la habitación, cogiendo una botella de champán y vertiéndola en su copa. Se arrodilla ante esa gorda mujer, besándole la mano. Todos los rodean, y aplauden.

Afuera, en la nieve, soy un chico desconcertado viendo a su padre rodear la habitación en la boda de un extraño. Mi padre, que pasa tantos años repitiendo la misma historia, se ríe y la habitación a su alrededor se ríe. Él regresa afuera, sonriendo, trayendo una gran botella de champán y siete pedazos de pastel de boda.

En una gran boda nadie se conoce, susurra el padre. La novia cree que el visitante es pariente del novio. El novio intenta impresionar al importante invitado de la novia.

Aquí hay algo de lo que mi padre nunca habla, algo que descubriré solo muchos años después: este es un truco aprendido de Shura. Shura regresó de la guerra incapaz de encontrar un trabajo para llevar comida a casa, bailó en bodas de extraños, sorprendiendo a su hijo y esposa en la noche con platos de pastel de boda.

Me pregunto: en estas calles todavía puedo compartir contigo, padre, calles donde observaste a tu propio padre sordo en 1945, ¿estabas desconcertado por su sordera? Vuelvo para poder ver por ti las calles de Odessa que vio tu padre sordo. Los sonidos son contagiosos incluso si nadie se da cuenta. El sonido de alguien que respira pesadamente en la fila de la compra afecta la frecuencia respiratoria de otros en la fila. Estoy caminando hacia el hotel Krasnaya para ver la boda de un extraño.

Una vez robaste para mí siete pedazos de pastel de bodas. Mira, ahora te digo siete cosas que un hombre sordo ve en las bodas:

Uno. Cuando los esposos sonríen a sus esposas, las esquinas de sus bocas se mueven hacia sus ojos. Pero cuando sonríen ante el notario que firma el certificado de matrimonio, veo que las comisuras de sus bocas se mueven hacia sus oídos.

Dos. Cuando los empresarios hablan, se ponen de pies a cabeza. Pero si el pie de una persona comienza a alejarse, esta persona quiere estar en otro lugar.

Tres. Cuando las parejas comen pastel y están felices, sus piernas se menean o rebotan. Pero no necesitamos mirar debajo de las mesas para ver pies felices. Vea sus camisetas u hombros. Vea cómo los pies en movimiento hacen que los hombros también vibren.

Cuatro Una multitud esperando en el buffet de la boda. Observe cómo la gente silba para calmarse.

Cinco. Una mujer habla con el pariente que la incomoda un poco. Ella se toca la cara, se lame los labios.

Seis. A veces es un hombre que se siente incómodo. Ver su inquietud por cómo se está acariciando la barba.

Siete. Si hay una orquesta en la boda, hay silencio en los dedos del conductor antes de que se levante el bastón, haciendo visible la música dentro de los cuerpos de otros.

La sordera es un teatro. Aquí la persona sorda es la audiencia. Todos los demás son actores. No hay que preocuparse por el mundo silencioso al que las personas oyentes piensan que estamos exiliados. Los sordos no creen en el silencio. El silencio es una invención del oír.

 

 

Shura, adiós, me voy. Estábamos parados en el cementerio. Observo los labios de mi padre rodeando el silencio de su despedida cuando se arrodilla ante la tumba de Shura. Adiós querido. Me voy. Me voy a dar un futuro a mi hijo.

Está nevando. Es 1993. Observo los labios de mi padre susurrar a la lápida: nuestro cartero, Sasha, accedió a cuidar de su tumba. ¿Me escuchas?

Estoy en Odessa, padre. Es 2018, veinticinco años después de que dejáramos esta ciudad. Regreso aquí para poder apagar mis audífonos y detener el tiempo. Puse las manos en la pared y oigo el ruido de los taxis que se detienen frente a las luces, el ruido de los carros y las mujeres que discuten en la esquina. Quito las manos de la pared, nada. Manos a la pared: un perro ladra, una sirena se levanta en la avenida. Manos fuera de la pared – nada.

Es 1993 otra vez. El silencio no se suscribe al concepto del tiempo.

 

 

Leonid Brezhnev, el dictador soviético, está dando un discurso. Su boca se mueve, la multitud aplaude, no oigo nada. Estoy elevando el volumen del televisor, Brezhnev hace otro pronunciamiento, no lo escucho, elevo el volumen, la multitud está dando una gran ovación, no lo escucho.

Tengo cinco años de edad. El maestro viene a nuestra clase. Su voz temblaba. No lo escucho. Hijos, Brezhnev murió, dicen sus labios. Me temo que la guerra comenzará mañana a mediodía, dicen sus labios

Mis padres aún no saben que he perdido la audición, a consecuencias de un caso de paperas que un médico soviético confundió con un resfriado. Al mediodía, los silbatos de fábrica continúan durante una hora. Yo no los oigo.

El día que muere Brezhnev, mi madre se entera de mi sordera y comienza la odisea de los médicos y hospitales. Mi madre les grita a los adultos mayores en el transporte público que se levanten puntualmente y le den un asiento a su hijo enfermo; Mi padre, avergonzado, se esconde al otro lado del carro. No puedo escuchar una palabra Mi madre se eleva sobre mí, protegiéndome con su cuerpo de los ojos del camión.

Brezhnev está muerto. Los extraños llevan ropa negra en público. Así comienza la historia de mi sordera.

 

 

Mi padre se muere de un ataque al corazón apenas un año después de que llegamos a Rochester, unas semanas antes de que empiece a usar audífonos. Nunca oiré su voz.

“Vinimos a América por la felicidad de nuestros hijos”, dice la madre en el funeral. Ella sobrevivirá a mi padre por 24 años; Cada año me recordará que me parezco más y más a él.

Tendrá un derrame cerebral, quedará paralizada durante más de una década; al final ella no podrá caminar y solo retendrá el uso de un brazo. Ella será la mujer más hermosa que conozca, gritará a extraños, confundirá a sus vecinos y enfermeras estadounidenses con los rusos que conoció hace décadas, maldecirá y se reirá de ellos en un idioma que no entienden, mientras sonríen educadamente. Saludos asustados a la extraña mujer en una silla de ruedas que les grita como un profeta paralítico del Antiguo Testamento con el pelo blanco y despeinado. Durante una década, la llevaré a pasear en una silla de ruedas y me susurraré: esta es la mujer más hermosa que conozco.

A tu padre le gustaba viajar, dice ella, irse, porque quería la felicidad de volver a casa. Esa fue la máxima felicidad, me dijo tu padre. Siempre recuerda, la felicidad última está llegando a casa.

Me dice que no la llame después de las 6 p.m. Me llama a la 1 a.m. porque está sola para charlar. Llama a mi prima a las 5 a.m. para invitarla a una fiesta que no existe, despierta a la familia a las cinco. Le encanta la conversación larga, a menudo salpicada de exclamaciones de cómo la amaba mi padre. Llama a las 9 a.m. para preguntar por qué no la llamo en todo el día. Deja veinte mensajes en una hora. Ahora, después de que murió, estas son las cosas más preciadas de mis posesiones, sus mensajes telefónicos.

Cuánto cambia una persona después de que muere. Este ensayo debe ser sobre mi madre. Pero todavía no puedo poner su voz en prosa llana. Y, ¿por qué debería? Cada vez que quiero escucharla puedo revisar mis mensajes. Te amo hijo. ¿Por qué no me llamas?

Cada mañana, durante décadas, ella llama y exige saber qué desayuné. Llama e informa lo que comió para la cena. Esta es nuestra década después del accidente cerebrovascular. Está leyendo un libro. Durante muchos meses, está leyendo el mismo libro.

No me preguntes por qué vine a América. Vine a América por la felicidad de mis hijos. Ella repetirá las mismas cosas una y otra vez, cada historia puntuada por Agua, me dará agua y Me cubrirá, me cubrirá y terminará la misma historia, siempre terminando con, te quiero mucho, muchacho.

No, ella dice: no quiero nada, no quiero nada, pero dame una frambuesa. Hijo, ¿por qué me preguntas lo que recuerdo? Deja de preguntarme Soy demasiado vieja para tener recuerdos.

 

 

 

Me niego a explicar este silencio de una calle de Odessa a nadie, es demasiado íntimo. Vengo aquí porque mis padres ya no pueden volver nunca. Llego a esta ciudad para que mi madre pueda marchar nuevamente al final de la columna de marineros y salude a mi padre.

Tus orejas no están vacías, solía decir la madre, están abiertas.

No tengo a nadie a quien poder explicar lo que sucede cuando finalmente enciendo mis audífonos, ahora el temblor del oído interno es implacable. Se enseña al cerebro: este es el sonido de tus propios pies. Esta es la voz de su vecino de hotel hablando en la otra habitación mientras vibra a través de las paredes. Cuando enciendo los audífonos en estas calles mis padres están muertos de nuevo. Así que los apago.

Aquí nos veo: por la tarde estamos caminando por la calle Pushkinskaya con nuestras maletas pesadas, nos dirigimos hacia la estación de tren. Es el 14 de enero de 1993. Está nevando. Los carros y los taxis no funcionan. Estamos arrastrando nuestras maletas por el tren de la ciudad, y le damos los buenos días a esta ciudad por última vez, Victor, Ella Kaminsky y su hijo.

 

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