Sobre Escombros de J. Turpy. Texto de Ronaldo González Valdés

Presentamos un texto de Ronaldo González Valdés sobre Escombros de J. Turpy que recientemente publicó Círculo de Poesía Ediciones. Ronaldo González es historiador, sociólogo y ensayista. Su libro más reciente es Dispersa andadura (2017).

En la cuarta de forros del libro, Mario Bojórquez anota que Escombros significa: “reconciliar el tiempo de la realidad con el tiempo de la ensoñación; reflexión y vida son sus componentes principales, cualquiera que haya vivido el drama de la existencia sabrá reconocerse en estas páginas.”

 

 

 

 

 

Conocí a Jean Turpy en 1984 ¿o 1983?, ya no lo recuerdo. Eso no importa tanto cuando hablamos de más de 35 años de andadura con alguien.

Estudiábamos filosofía ambos, yo había terminado la carrera de Derecho y Ciencias Sociales pero él venía de la Universidad Autónoma de Guerrero ya con la carga ladeada de tanto peso, de tanto autor interpretado, reinterpretado, conocido: no necesariamente reconocido.

Primero fue la pregunta: “¿Qué lees?”. “Es Marcuse, Eros y civilización…”. “Órale, fíjate que te sugiero que y etcétera, etcétera…”. Y desde entonces no dejamos de vernos, de platicar, de esquivar los mismos autos, de hacer por la comida diaria (a veces en casa de mi madre, a veces en el local de “Doña Seño” del Mercadito Izabal, a veces embolsando unos chiles rellenos en alguna celebración patria con los compañeros de la Escuela de Letras: Ulises Cisneros y Rosa María Peraza cachándonos con mirada cómplice).

Y no dejamos de compartir (sobre todo él conmigo) lecturas. Y de compartir (sobre todo yo con él) la fajina en el activismo estudiantil, con volantes y pintas dizque heterodoxas, y en todo caso distintas a las de los brazos estudiantiles del PCM, la Corriente Socialista y compañía. Y de compartir (aquí sí de ida y vuelta: de Turpy para mí y de mí para Turpy) cervezas, una que otra conquista, alguna experiencia con un brujo Nemorio del Mercadito Buelna, con Jimmy Jones y la Brigada Morazán, con Ana, Rosvita y Carrillón, con Luis Ricardo Ruiz y la imagen especular vigilante, con ese común denominador que monitoreó nuestras vidas abriendo la suya propia al monitoreo de sus curiosos monitoreados: Álvaro López Miramontes, nuestro Doctor que era, que es uno-y-dos-doctores.

Compartimos la amistad con Marcelino Perelló, nuestro querido Marcelo que nos endilgó diálogos socráticos de reclamo por nuestra ilibertaria incongruencia al abandonar la figuración idealizada de un movimiento que nunca cuajó, que fue de dulce, chile y manteca y se fue a pique al primer revés en la puja por el poder universitario. Álvaro y Marcelino fueron catalizadores en nuestras vidas. Ambos se han ido ya dejándonos el lastre ligero de ensoñaciones que quedaron ahí flotando en la atmósfera de estos tiempos de estrellato comercializado, auge de los discursos motivacionales y efímeros hechizos de posverdad.

En 1985, yo escribía balances sobre la derrota del Movimiento Rosalino en la disputa por la rectoría de la Universidad Autónoma de Sinaloa -con citas de Milán Kundera y Roland Barthes: ¡ellos qué culpa tenían!- en el suplemento cultural de El Sol de Sinaloa coordinado por Carmen Aida Guerra Miguel, cuando Luis Ricardo Ruiz, Álvaro López Miramontes, Chifi Bañuelos, Eduardo Polanco, Martha Gorostiza, Ana y Turpy, decidimos dejar de fatigar las ventas de un imaginario Bazar Zacatrus con su oferta de calzado para pies de página, pasos en la azotea (que incluían tapones para los oídos acechados) y “putillas del rubor helado de porcelana”, y lanzar el guante: publicamos entonces la revista Tinta fresca.

En el primer número apareció el poema “Amapola de papel” de Jean Turpy (a esa amapola le siguió luego “El llanto de la mandrágora” de Mario Bojórquez, coquetas que son la poesía y la vida: Mario es ahora uno de los poetas mayores de México y el editor de Turpy en Círculo de Poesía).

Varios de los poemas de Escombros fueron escritos en esos tiempos, aunque no se publicaran como libro integrado sino hasta 1994 por la editorial de la UAS.

Ahora que los releo no puedo eludir el recuerdo de las líneas de aquella amapola hereje:

Llévame a poblar tu mundo

de mariposas cantoras

peces de alas vespertinas

insectos de colores tenues

Que vagan describiendo círculos concéntricos

Llévame donde el río se viste de silencio

y el arcoíris

descubre su fortuna

acumulando el sueño

de un sol en cada gota

 

Ni puedo evitar el recuerdo de aquel “Sueño en Culiacán”, algunos de cuyos versos he vuelto reciente epígrafe de una imaginación de la ciudad como palimpsesto, como escritura que se encima en otra escritura; de la ciudad que se signa y se vuelve a signar periódicamente: de la ciudad que se re-signa, como ocurrió con el “Culiacanazo” el 17 de octubre pasado:

El sueño sueña

Me inventa   me borra   me corrige

(la realidad bosteza)

 

Las paredes son sombras fugitivas

Estoy en Culiacán

la ciudad es una frase tachonada

vasta constelación de letras de agua

 

Culiacán

río de garabatos transparentes

(bebo de sus aguas

Me enveneno)

 

Turpy ha seguido escribiendo, conocemos su Bosque sin cerezas, recién publicado en Chile, conocemos su obra cuentística y ensayística todavía poco justipreciada, pero de eso no me corresponde hablar. Me quedo aquí, con este Turpy de los ochenta, del siglo pasado, por el que escribe como diciendo uno-dos-tres por mí-y-por-dos-o-tres-de-mis-amigos, por él y por su poesía:

Por mí

Por mis versos

Por lo que luego queda de mis versos

 

 

 

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