El agua y las noches. Sobre la poesía de Álvaro Solís. Texto de Audomaro Hidalgo

Audomaro Hidalgo piensa la poesía de Álvaro Solís (Villahermosa, 1974), que ha publicado recientemente Ni tarde ni temprano,  que recoge su poesía escrita entre 2003 y 2020. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

 

 

 

El agua y las noches: Álvaro Solís

 

Hay momentos en que nuestro ser se encuentra detenido, inmovilizado, casi al borde de la cristalización. Es un malestar que nos arroja a la partida, a la transfiguración, porque sólo el cambio y no la permanencia nos revela la continuidad de nuestro ser y ensancha los límites de nuestra consciencia, porque el deseo del ser es ser siempre otro, un perpetuo devenir en el que vamos reconociendo los rostros que fuimos, que somos y seremos. Hay momentos en que sentimos un llamado a salir de nosotros mismos. Se trata de una convocación. Podemos oírla o no, aceptarla o no, todo dependerá del sentido que queramos darle a nuestra pasajera aventura terrestre. Es una decisión personal, pero también es algo más, algo que nos excede. Hay momentos cruciales en que una vida más vida nos reclama. Vivir es entonces confiarse a la corriente de la existencia, entregarse al flujo temporal, decir sí a la necesidad de ser. 

Cuando Álvaro Solís decidió abandonar la carrera de arquitectura en sexto semestre, lo hizo no para ir a estudiar filosofía a Tlaxcala sino para asumir un destino. Partió con unos pocos poemas bajo el brazo, esos que luego integrarían su primer libro, También soy un fantasma, y con la convicción de volver a Villahermosa sólo de vacaciones. Eso pasó hace ya muchos años. Desde entonces ha hecho carrera académica y literaria: licenciatura, maestría, doctorado; libros, antologías, becas, premios. Vive en Puebla, es profesor universitario y ahora comparte el amor la libertad la poesía. Generoso, discreto, callado, a veces bromista, ajeno a la farándula literaria por respeto a la vocación, Álvaro Solís juega a no ser maestro y es amigo, que es la mejor forma de ser maestro. Siento en su escritura una necesidad auténtica por apelar a las emociones, percibo en sus poemas una callada esperanza contra la adversidad del mundo, leo en ellos obsesiones, quiero decir, fidelidades personales, escucho en sus versos un ritmo pausado en consonancia con la oralidad de sus poemas, atestiguo cómo su escritura se ha vuelto ya una obra. Gaston Bachelard dice: «Pour qu´une rêverie se poursuive avec assez de constance pour donner une œuvre écrite, pour qu’elle ne soit pas simplement la vacance d´une heure fugitive, il faut qu´elle trouve sa matière, il faut qu´un élément matériel lui donne sa propre substance, sa propre règle, sa poétique spécifique».

El elemento material que rige la poesía de Álvaro Solís es el Agua. No el agua pantanosa de Escorpión ni el agua dulce de Cáncer, sino el agua infinita, informe, oceánica, de Piscis: imaginativo, místico y mago, crepuscular, melancólico, idealista, meditativo y dubitativo a la vez. A propósito, tenemos a los poetas que han sido golpeados por el Aire, los que han escarbado la Tierra, los que se han sumergido en el Agua, pero no contamos aún con el poeta que haga de su visión una meditación del Fuego.

Desde la aparición de su primer libro, Álvaro se ha centrado en profundizar el Agua y lo que para él significa: memoria y muerte. De ambos temas se desprenden otros: la soledad, la comunión con los demás, sus mayores, el sueño, el misterio de Dios, el silencio, la infancia. Solís ha hundido sus brazos en el agua y ha extraído de ella ensoñaciones, terrores y visiones:

Qué oscura es el agua del abismo.
Qué clara te parecerá entonces la hora última.

A lo largo de toda su poesía encontramos palabras que pertenecen a un mismo campo semántico: «laguna»,«río», «mar», «golfo», «océano», «lluvia», «aguacero», «tormenta» y también «noche». El agua y la noche aparecen como escenario en muchos poemas y le sirven para crear atmósferas seductoras y terribles, porque Álvaro Solís es un poeta nocturno: «Escribo en la noche de diciembre». En cambio, las palabras menos presentes en su poética son «luz», «día», «mañana», «mediodía», «sol». Recuerdo que una vez me dio a leer algunos poemas inéditos y uno de ellos finalizaba con un verso que es una aseveración que también es una declaración de principios: «Elegí la sombra, la luz no me interesa».

Una de las facultades más altas del ser humano es la imaginación. Baudelaire la llamó «la reine des facultés». Para el poeta francés, la imaginación es sensibilidad y se confunde con el comienzo del mundo, por eso es creadora de la analogía y la metáfora. Baudelaire le atribuye un origen divino pues obedece a leyes que nacen de lo más profundo del alma. La imaginación se mezcla a veces con otras facultades (análisis, síntesis), pero está por encima de ellas y se extiende incluso al dominio de la moral y, por tanto, al de la crítica. La imaginación no suplanta al mundo objetivo, «le gouverne», dice Baudelaire, pero antes lo refunda y nos entrega la sensación de lo nuevo. La imaginación es la puerta de entrada a lo posible verdadero. Por venir de un fondo eminentemente religioso, la imaginación posee un carácter profético. Imaginar es ver de otro modo. 

Nuestra época está sobresaturada de imágenes que se desvanecen ante nosotros con la misma celeridad con la que aparecen. Esas imágenes que vemos todos los días son un torrente vacío de contenido, hablan de una impostura y están hechas para deshabitarnos. La realidad fragmentada que nos dan a ver esas imágenes impone límites a nuestra capacidad imaginativa, le sorbe sus poderes creativos y la desaloja. El hombre contemporáneo es flaco de imaginación. En el mundo en el que vivimos ya no basta con tener abiertos los ojos, ahora deberíamos aprender a cerrarlos de nuevo y mirar hacia dentro. La imaginación es un valor sagrado de la vida porque es una constatación de la fuente del ser, por medio de la imagen poética el ser se realiza y se trasciende. Sólo la imagen poética es capaz de dar cuenta de la complejidad de lo real, porque reúne en un solo acto los términos antípodas.

Los libros Solisón, Cantalao y Todos los rumbos el mar están unidos por el mismo poder de la imagen poética y por el pleno despliegue de las capacidades creativas del autor. De la vida carcelaria en la Isla de San Lucas a la odisea de los marineros fantasmas, el verso elegiaco de Álvaro deviene una línea narrativa que da mayor cauce a su lirismo. Pero Cantalao es el más profundo, el más redondo, de los que hasta hoy ha publicado. No representa un salto mortal sino un salto vital: es un libro de madurez poética. Elegiaco, nocturno, palpitante, intuitivo, misterioso, el vacío que postula este libro sirve necesariamente de sustento a la escritura. La ausencia es fundamento de la presencia. La no construcción del pueblo Cantalao en Isla Negra encuentra su edificación gracias a la imagen poética. La imaginación crea mundos. Cantalao es un libro clásico de la poesía mexicana de nuestro siglo.

Algunos poemas de Álvaro Solís nutren mi espíritu y me acompañan donde quiera que voy, a veces los repito en silencio, con gratitud. Cito de memoria uno de ellos:

 

Hay días que duelen
por el silencio al que nos condenan las grandes ciudades
o porque el mendigo de la esquina que ya no está
Hay tardes también   oscuras
donde la soledad es estandarte
y la locura es otra opción que pocos toman
donde amar es un acto que no pertenece a las costumbres civilizadas
porque así es el amor
porque uno se cansa de estar frente a la ventana
esperando lo que sea
con el tanto de fe suficiente
para no morir por cuenta propia

Hay días que duelen    sí
porque también el dolor es necesario

 

 

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