Alí Calderón
Podemos pensar que hay ciertos principios universales en la poesía pero que también existen, dependiendo de la tradición literaria de cada país, ciertas particularidades para valorar un poema. A partir de eso te pregunto, ¿qué valores tiene un «buen» poema contemporáneo?
Audomaro Hidalgo
Esta pregunta implica, al menos, tres aspectos, puesto que hablas de principios, tradición y poema. Respondámosla por partes. Si por principios universales entendemos unos «temas», contrario a lo que se piensa, no son muchos y son invariables: el deseo, el amor, la muerte, el tiempo, el erotismo, la memoria, la otredad, el sueño. Todo eso constituye la substancia y la geografía interior del ser humano. Por otro lado, la lengua es una tradición, no un simple sistema de signos y convenciones que usamos todos los días para comunicarnos. El pasado de un poeta no lo constituye su biografía sino su lengua. Ésta condiciona la manera de sentir, pensar y decir el mundo: hay cosas que sólo han sido dichas en la poesía de lengua castellana como también hay otras que sólo han podido ser dichas en inglés, árabe, mandarín o francés. En lo que se refiere al poema: su valor está en lo que nos dice y lo que nos da a ver, no en la técnica que despliega el poeta. El ciclo vital del poema, antiguo o contemporáneo, no se completa sin la participación del lector. Un pantun malayo, «une chanson» de Adam de la Halle o un soneto de Sor Juana pueden ser muy vigentes para un lector contemporáneo, mientras que el poema escrito anoche y publicado esta mañana puede dejar totalmente indiferente a quien lo lee. La Odisea y la Eneida son mucho más vigentes que cientos de novelas que colman cada año la mesa de novedades. El criterio temporal no es un parámetro definitivo para valorar un poema. El poema no tiene existencia propia sin la colaboración activa del lector. Hablar de buenos poemas implica que hay malos poemas, y ciertamente los hay. Pero esta división maniquea tampoco nos ayuda mucho. Creo que un buen poema es aquel que nos da en sí mismo la sensación de la totalidad, una visión del hombre, del mundo y del trasmundo, así sea un haikú o Piedra de Sol.
Alí Calderón
Si asumimos que la tradición no se hereda sino que se elige, ¿cuáles son los poetas con los que aprendiste a escribir poesía y qué te enseñaron?
Audomaro Hidalgo
Hay dos clases de poetas, los que nos enseñan a escribir y los que nos enseñan a vivir: Borges nos ayuda a escribir mejor; Paz nos enseña a vivir una vida másvida (Huidobro es un caso curioso: no nos enseña a vivir ni a escribir; Neruda, en sus mejores momentos, nos enseña la cólera, que no está mal). Uno nunca termina de «aprender» a escribir; logramos eludir errores, pulimos el estilo, perfeccionamos la técnica, releemos y profundizamos algunas lecturas. Escribir un poema, en el sentido más pleno de esta expresión, es comenzar todo de cero, volver a crear el mundo y crearnos a nosotros mismos. Espoleado por el deseo, el poeta hace del tiempo una creación para contradecir la sucesión. A veces, al leer algunas piezas poéticas contemporáneas tengo la sensación de que al autor o a la autora le bastaron menos de cinco minutos para escribirlo, eso se alcanza a percibir. En mi caso, mientras más pasan los años, más trabajo me cuesta escribir poemas. La poesía no es cosa fácil, escribir un poema tampoco lo es, se requiere paciencia, exige eso que yo llamo “estado de disponibilidad”, pide meditación y concentración, silencio y soledad, o sea, todo lo contrario a los valores que exalta la sociedad contemporánea, que privilegia el tener y no el ser. Por otro lado, está bien que hablemos de la tradición: hoy casi ningún poeta lo hace, pocos leen a nuestros clásicos, la mayoría cree que está inventando de cero la poesía. Yo he aprendido y disfrutado mucho de la lectura de las cantigas galaico- portuguesas, algunos romances castellanos, los cantos judíos-sefardíes, las jarchas mozárabes, los salmos bíblicos. La tradición es una elección pero sobre todo una conquista, un diálogo sostenido en el tiempo: Borges y Paz nunca dejaron de leer a Quevedo; Neruda siempre admiró a Lope. En los grandes poetas la tradición se continúa, se refuta y se prolonga: permanece viva. Cuando Borges dice: «No rendirán de Marte las murallas/a éste, que salmos del Señor inspiran» podemos escuchar claramente el aliento quevediano recorrer esos endecasílabos.
Alí Calderón
Desde el punto de vista técnico, ¿qué te interesa hacer en los poemas?
Audomaro Hidalgo
Antes de escribir un poema nunca pienso en la técnica que necesito ni en la forma que requiere el texto, la estructura se revela a sí misma conforme avanzo en la composición. A veces nace como algo muy vago, remoto, incierto, pero que está ahí y nos llama: hay que ser humildes para acoger el poema. Poco a poco, si lo escuchamos, si somos pacientes, devela el velo y vemos con más claridad hacia dónde nos conduce: la escritura de un poema nos conduce al otro lado de la realidad que es este lado, nos lleva a tocar nuestras orillas más remotas. Un poema puede surgir gracias a un estímulo exterior: un sonido, ruidos, algo que escuchamos al pasar, una imagen que vemos, un cuadro que observamos, un paisaje que contemplamos; o bien, nace de un temblor interior: un deseo, un recuerdo, un sueño y, porqué no, una pesadilla. Siempre he tratado de explorar varias formas del poema, trato de que se no parezca uno del otro. El poema es una arquitectura (una estructura) y una espiral de analogías (un orden). Pero por mínima que sea esa arquitectura-vertical u horizontal-y esa espiral, deben estar bien hechas y desplegar una energía dinámica. En el caso de mi libro Sajadura sí me propuse trabajar una forma concreta: la del poema en prosa, que es mucho más difícil de lo que se piensa. Este libro es resultado de un diálogo con la tradición del poema en prosa francés, de Bertrand a Darras, pasando por todos los clásicos del género, pero se inscribe naturalmente en la tradición del poema en prosa mexicano, que de algún modo prolonga.
Alí Calderón
Desde tu perspectiva, ¿hacia dónde se está moviendo la poesía?
Audomaro Hidalgo
Para hablar de la dirección actual de la poesía, hay que tener en cuenta cuál fue una de sus funciones el siglo pasado: de allá venimos. Al menos es mi caso: soy un poeta de dos centurias, nací hacia finales del XX pero escribo en el XXI. La poesía siempre ha sido un termómetro de la época y una brújula en el oscuro mar de los días que hemos atravesado. A lo largo de todo el siglo XX, la poesía fue la interlocutora principal de la historia, esto dio como resultado muchos poemas henchidos de ideología y predica social, pretendidamente revolucionarios. También fue su crítica y su réplica: algunos de los más grandes poemas del siglo pasado no se hubieran escrito sin esa lucida consciencia histórica. La historia ha perdido peso, la realidad se ha fragmentado en imágenes vacías de contenido y todo se ha acelerado, vivimos inmersos en una suerte de vértigo inmóvil, seducidos por realidades ilusionantes. La ciencia ha ocupado el lugar que antes le correspondió a la historia como paradigma. Hoy son muchos los libros de poemas escritos a partir del diálogo con la ciencia, o que toman como punto de partida una metáfora científica. Pero hay un riesgo en esto: la uniformidad del gesto terminará por ser un modo, una manera de hacer y concebir la poesía, un mecanismo de repetición. Una moda muy llamativa, pero pasajera como todas las modas. Es evidente, la concepción de la poesía se ha transformado porque los tiempos han cambiado. También el poema contemporáneo se presenta bajo mil rostros. Atrapados en una suerte de sobresaturación visual, envueltos en una atmosfera de logorrea, ruidosa, estridente, chirriante, más que saber leer poesía, debemos aprender a escuchar al verdadero poema del que no lo es.
Alí Calderón
¿A qué está llamada la poesía en las sociedades contemporáneas?
Audomaro Hidalgo
Estamos viviendo un evidente cambio de tiempo y asistimos a una mutación de la sensibilidad colectiva. El siglo XXI no comenzó con el ataque terrorista al World Trade Center de Nueva York aquel 11 de septiembre de 2001, sino con la pandemia del COVID-19. Esta experiencia nos enseñó que somos una comunidad mundial y que la idea de sociedad nacional, con el marcado acento individualista en los países occidentales y nórdicos, ya es inservible. Un nuevo siglo no comienza de la noche a la mañana, con un simple cambio de fecha que va del día último al primero del siguiente año. Un siglo necesita algunos lustros para asentarse bien, para que le tomemos el pulso y podamos ver mejor su rostro. Nosotros fuimos muy afortunados por haber asistido no sólo al paso de un siglo a otro sino por haber vivido el cambio de un milenio, esto es algo sumamente importante y extraordinario. Hoy somos testigos de los progresos de la cosmología y la astrofísica en lo que toca a los orígenes, exploración y funcionamiento del universo; la ciencia también avanza: la biología molecular, la computación cuántica, la ingeniería genética, la inteligencia artificial. La poesía interactúa con estos saberes, como lo hizo antes con la historia y la teología, porque es una antena sensible y alerta a la complejidad de lo real. Sin embargo, pese a todas esas buenas nuevas que nos anuncian cosmólogos, científicos y astrofísicos, creo que no estaría nada mal tomar unas cuantas dosis de escepticismo: la poesía es una forma extrema de lucidez lucida. Me preocupa la robotización del hombre y la humanización de la máquina. Me inquieta que nos roben nuestro más profundo deseo de ser y que nos implanten otros. Me aterra el clima frío que comienza a recorrer el siglo XXI, en el que veo a la poesía como un fósforo que resiste encendido al lado de un iceberg. En este contexto, creo que el papel de la poesía, si alguno tiene, es el de despertar la consciencia del hombre y de la mujer, recordarles que la tierra es nuestro único reino habitable y que todos formamos parte de una sola comunidad. Frente a este horizonte en el que se despliegue, la poesía deberá ser un nuevo humanismo.
Alí Calderón
Permíteme una analogía con la música. Al escribir tus poemas, ¿a qué banda de rock o a qué cantante te gustaría sonar?
Audomaro Hidalgo
Más que a una banda de rock, pienso en discos; más que en discos, en ciertas canciones. Siempre he querido escribir un poema que tenga la estructura y la extensión de «Estranged» de Guns N’ Roses, también desearía escribir uno a la manera de «The Rip» de Portishead o de «Cantaloupe Island». Un gran álbum de música es como un buen libro de poemas en el que sentimos que cada pieza es necesaria, que nada falta y nada sobra, que nos revela algo de la condición humana y de la época: el Black álbum de Metallica, War of words de Fight, Nevermind de Nirvana, Ok Computerer de Radiohead, El Circo de la Maldita vecindad, etc. Esta pregunta nos permite recordar que la poesía, lo sabemos, tiene mucho que ver con la música. El hombre hizo una división tajante de lo que fue la poesía en el comienzo: canto, música, danza; también salmodia, sortilegio, magia, conjuro, encantamiento... Hay obras que han sido escritas del diálogo con la música: la poesía de Mallarmé le debe mucho a la música de Debussy; Eliot se inspiró en Beethoven para sus Four Quartets; Borges escribió milongas para las «seis cuerdas» de una guitarra; Becerra tomó acentos del jazz: el blues y el ragtime; un gran poeta contemporáneo también es un músico: Pascal Quignard. En la obra de Quignard la música ocupa un lugar superlativo y es parte consustancial de la escritura misma. Algunas de sus historias se ocupan de la figura de algún músico (Tous les matins du monde, L’amour la mer), o son una libre reflexión y una defensa apasionada de la música como una fuerza que incide en la percepción de la realidad del ser humano (La haine de la musique). La frase francesa de Quignard es melódica, con un sentido del ritmo muy acentuado, es como una leve confidencia dicha despacio al oído, como el lejano rumor del verano que se acerca, apenas un murmullo capaz de cimbrar al lector. Su escritura está atravesada por un soplo poético surgido no tanto de la lectura de poemas sino del convivio permanente con la música: Pascal Quignard toca el piano y el clavecín-sus ancestros fueron organistas en iglesias francesas. Quignard tiene razón cuando dice: «On ne sait toujours pas comment chantait l’oiseau». El poeta no sólo ignora cómo es ese canto sino que tampoco sabe de dónde proviene. El poeta es el vigía que presta oído.
Alí Calderón
En términos de tono, tema o procedimientos de construcción, ¿qué puede aportarle la poesía en español contemporánea a la poesía internacional?
Audomaro Hidalgo
El siglo XX fue el gran re-surgimiento de la poesía hispanoamericana, en sus dos orillas, la peninsular y la americana. Es el momento en que nuestra lírica se enlaza decididamente a la corriente de la historia de la poesía universal, también representa un punto muy alto de esa historia. La lección de nuestros más altos poetas nos sirve para que no perdamos la fe en las capacidades creativas de nuestro idioma. El poeta trabaja con las palabras de todos los días pero llevadas a un punto de incandescencia extremo, hace que no se reduzcan al mero concepto y que digan otra cosa. Toda lengua es una forma de sentir la realidad, de pensarla y decirla. Es curioso observar que las dos obras mayores de las letras hispánicas del siglo pasado, la de Paz y la de Borges, tengan un mismo punto de contacto, una sola preocupación vital: la indagación del tiempo, la perplejidad ante el transcurrir. No afirmo que en otras tradiciones poéticas no exista o que no la hayan experimentado; digo que en la nuestra está muy marcada desde el comienzo. Tal vez este sentimiento de «fugit irreparabile tempus» esté en la raíz misma del idioma. Un norteamericano, un europeo, un oriental y un mexicano no sienten ni expresan el tiempo de la misma forma porque éste no es absoluto y su expresión cambia al filtrarse por la lengua, al expresarse poéticamente. Más allá de estas consideraciones, sabemos que el castellano es actualmente una de las tres lenguas más practicadas del mundo, y dentro de él, el de México es el más extenso y el más hablado del ámbito hispánico. Esto nos coloca en una situación singular con respecto a los otros países de la América hispana y de España, pero también implica una responsabilidad enorme con nuestra lengua y por lo tanto, con la poesía que escribimos, con la manera en cómo trabajamos el lenguaje. Me parece que la poesía mexicana actual goza de gran vitalidad y que debería ser más escuchada en los otros continentes.
***
Tubérculos
Hundir la mano en la tierra.
Hundirla hasta palpar la piel áspera de lo oculto: tubérculos, tentáculos
de pulpos que habitan bajo tierra. Tubérculos
que crecen como el miedo, en lo oscuro.
Hundir la mano como lo hacía mi abuelo, en luna llena,
como me enseñó a hacerlo cuando aún podía, cuando tenía fuerza
y extraía tubérculos como tentáculos de pulpos acabados de cazar.
Hundir la mano hasta tocar los intestinos comestibles de la tierra,
hasta donde crecen tubérculos turbios,
como imágenes del sueño, como pensamientos torcidos.
Hundir la mano, lento, como en una profunda herida, lejana
como el día en que mi abuelo me enseñó a cosechar tubérculos
y se me reveló la imagen primera del miedo,
cuando lo tuve sucio en las manos, acabado de nacer,
sin llanto. Palpar la humedad de lo que está enterrado,
como una uña que duele, como el miedo por primera vez frente a mí.
Tubérculos, tentáculos de piel dura, desprendidos de pulpos rotos bajo tierra.
Tubérculos expuestos al sol, en agonía por saberse de antemano hervidos.
Órganos crudos. Formas impuras. Ideas sucias que tiene la tierra.
Bajos instintos. Fetos alargados. Turbulentos tentáculos. Alimento del pobre.
Tubérculos extraídos por mi abuelo los días de luna llena en la tierra.
Hundir la mano.
Hundirla más.
Palpar el miedo a ciegas.
Reconocerlo como a un tubérculo.
Ponerlo sobre la mesa.
Alimentarse de su almidón amargo.
Animal con niños
Durante varios días han aparecido espinas regadas por el jardín. Los adultos han especulado demasiado. Nosotros hemos imaginado una rosa enorme, que da vueltas como un aspersor y que arroja espinas a los murciélagos que vuelan de noche.
Esta mañana encontramos manchas de sangre. Están en las hojas y en la yerba, frescas, con un olor a trapo sucio que alguien hubiera olvidado. Las manchas nos conducen, entre plantas que llegan a la cintura y árboles enormes que ensombrecen el día, hasta el tamarindo donde mi abuelo se sopla con el sombrero, sentado en las grandes raíces. A su lado se balancea un animal no registrado por nuestra fantasía infantil, colgado de una rama, con el hocico hacia abajo y el gaznate atravesado por el machete.
Mi abuelo suda y nos mira, exhausto.
Bajo el cadáver del animal se ha formado un espejo de sangre.
Entonces sabemos la inocencia perdida, cuando los bordes tibios crecen y rozan nuestros pies.
El laberinto, Teseo y la esfinge
La rosa es el centro del laberinto.
Mi abuelo Teseo está acabado, pero tiene un arma poderosa llamada Alzheimer.
El Alzheimer crea el laberinto cuando mi abuelo camina por la casa,
inventando pasillos y corredores mientras choca con las paredes.
Mi abuelo, Teseo sin fuerza, enfrenta todos los días
hordas y legiones de puertas, ventiladores, muebles
y zapatos que le salen al paso, con los que tropieza.
La rosa arde en el centro.
Mi abuela pudo ser el lado amable de la historia, pudo ser Ariadna,
pero prefirió ser la Esfinge. Mi abuela no le dio ningún hilo
a Teseo para que no se perdiera. Mi abuela
es una esfinge sentada en algún punto del laberinto.
Mira ir y venir a mi abuelo por los pasillos y corredores
que su Alzheimer levanta. La Esfinge
escucha a Teseo gritar, pedir auxilio en voz alta,
llamar a sus lejanos amigos de parranda,
decir el nombre de sus hijas muertas.
La rosa arde en el centro.
Mi abuelo, Teseo vulnerable, camina
cada día más perdido, sin hilo que lo ayude a volver
del laberinto oscuro de formas que su Alzheimer levanta.
La Esfinge lo presiente desde donde está sentada.
Teseo avanza sin algo con que defenderse,
sin machete o bastón, esa tercera pierna
del enigma de la Esfinge de piedra, no mi abuela,
Esfinge sin misterio, sentada por la diabetes
en algún rincón del laberinto en que se ha convertido la casa.
La rosa arde en el centro.
Mi abuelo Teseo avanza
por los pasillos y los corredores que su única arma,
el Alzheimer, inventa. Avanza tirando sillas
y rompiendo platos como escudos viejos, inservibles,
mientras la Esfinge fastidiada lo regaña y le mienta la madre.
El centro del laberinto es la rosa,
una flor imán sin espinas que aproxima y repele,
la pregunta definitiva bajo un mismo crepúsculo,
compartido dentro del laberinto, un animal rojo
que la Esfinge plantó y que espera la llegada de mi abuelo
Teseo, el extraviado.
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