Hoy leemos a la poeta norteamericana Carol Moldaw. Su obra más reciente contempla Beauty Refracted (Four Way Books) y Go Figure (Four Way Books) de próxima aparición. Ha recibido reconocimientos como la NEA Creative Writing Fellowship, la Lannan Foundation Residency Fellowship y el Premio Pushcart. Así mismo, ha publicado los poemarios So Late, So Soon: New and Collected Poems (Etruscan Press, 2010), The Lightning Field (Oberlin College Press, 2003), y Taken From the River (Alef Books, 1993). Ha enseñado poesía en instituciones como la Universidad de Naropa, el Colegio de Santa Fe y la Universidad del Sur de Maine, entre otras. Actualmente vive en Santa Fe, Nuevo México. Aquí algunos poemas de su más reciente poemario en versión al español de Gustavo Osorio de Ita.
CORRECTIVO
para Sue
Nos entrenaron bien, en algunos aspectos:
no hacernos de un lugar en un barrio cuestionable;
siempre llamar cuando viajamos, y llamar
a nuestro regreso; nunca alejarse mucho o, por lo menos,
si es que nos vamos lejos, que no sea por demasiado tiempo;
recordar y celebrar con ellos
sus cumpleaños y aniversarios tal y como ellos
recuerdan invariablemente celebrar los nuestros.
Como buenos aprendices, muy pronto nos dimos cuenta
cómo no defraudar y cómo no
despertar sospechas o indebidas angustias:
nuestros arreglos de vivienda convencionales,
nuestro atinado comportamiento más allá de todo reproche–
hasta que, eventualmente, nuestras vidas se volvieron nuestras.
LOOP: ROANOKE
Diariamente, recorro el circuito de Hollins:
desde Douchouquet
puedes avanzar hacia Faculty Row
y visitar los establos
o ir hacia el otro lado, arriba
por un camino dejado por un tractor en la hierba
hasta el cementerio de los fundadores. Un día
David me mostró un camino incluso más pequeño
que llevaba más allá de una casa en ruinas:
el marco de la puerta hecho astillas, ningún vidrio
en las ventanas, el techo venido abajo,
todo de un débil y descarapelado azul.
Más allá de la casa, el camino conducía
a las afueras de un barrio
suburbano y bien cuidado,
nada que lo distinguiera excepto
que una vez había sido, me dijo, todo negro.
Yo podría haber crecido allí.
Las peonías escarlatas florecen al mismo tiempo
que las nuestras, un gran ramo crece contra
la pared del teatro. Tiemblo al pensar
que extraño mi casa. En el arroyo
buscamos patos. Me gustaron
los caballos al anochecer, los tulipanes
por encima de la casa del presidente.
No estoy segura de qué sentí
en torno al cementerio. Si tan solo
me hubiera levantado por sobre
aquel muro fronterizo y me hubiera balanceado
en esa aguda división
como una irresponsable quinceañera
o si me hubiera recargado largo rato contra
las letras desdibujadas de una lápida,
entonces seguramente lo sabría.
MAPACHES
De camino a regar las fresas
en el ocaso —yo solía cuidar de mi jardín en aquellos días—
vi un mapache sujetando el grifo exterior
como si se tratara del timón de un marinero, usando ambas patas,
que parecían cada vez más manos
mientras seguía girando de éste hasta que el agua brotó
de la boquilla de cobre y pudo beber.
No había vuelto a pensar en eso en años, ni siquiera
después de que vi a ese otro mapache mientras saltaba
la cerca para coyotes al mediodía con un campañol muerto
colgando de su boca. Una visión tan singular,
tenía que contártela, y lo hice tan pronto
como te vi, una charla doméstica cualquiera
como los primeros azafranes o el ruido de los vecinos:
propiedad común, como tantas otras cosas en el matrimonio—
un pequeño negocio, lo llamó un amigo, incluso tocante
a los libros aún no concluidos. Sólo después, tras avistar
al mapache deslizándose a través de una línea
en uno de tus poemas… sólo después de la presión
incesante de mi descontento que te hizo transformar
tu mapache y campañol en una mofeta y un topo,
me llegó el destello de aquel que había visto décadas antes:
su falta de furtividad, el aire que tenía
de estar en su derecho, la forma en que se tomó su tiempo
para volver sobre sus pasos y cerrar el grifo del agua.
–¿O será que siguió deambulando y la dejó correr?
No hay derechos de autor que protejan las conversaciones rutinarias, dijiste quizás,
o quizás: el imaginario del matrimonio carece de todo límite.
OLMECA
El dolor que me aplasta los huesos
por convertirme en jaguar:
palpable en la cabeza hendida
del chamán tallada en basalto
o jade; en su boca abierta
y cuadrada y vuelta hacia abajo;
labios tensos y dilatados
en el nacimiento, en el grito.
Intenta imaginarte a ti misma
atravesando de un mundo
de dolor a otro, el silencio
necesario para invocar la furia
necesaria para catapultarte hacia allá.
Por enésima vez,
casi en trance, delineo
una talismánica cascada de florituras
copiada de un libro viejo.
Imágenes llevadas de contrabando
a través de la frontera, loops televisivos,
que corren incluso bajo mis ojos cerrados.
En ningún otro mundo más que en éste
vemos cómo una madre es una
y otra vez arrancada de un hijo,
no se conoce ningún glifo de reparación.
ARTRITIS
“Cuida tus manos”, dice mi madre,
viéndome aflojar la tapa apretada de un frasco—
tal como ella solía decirme
que no dejara que los chicos se pasaran de listos, o que tocaran
mis pechos: “mantenlos frescos
para el matrimonio”, como si fueran un par
de frutas de verdad. Me hacía gracia
pensar que podrían magullarse, rasparse,
ablandarse, pudrirse, marchitarse. Miro hacia abajo ahora
a mis torcidos pulgares, a mi dedo índice
permanentemente combado en el mismo y clásico
gancho como el de ella, lo que llaman cuello de cisne,
como si roto, así de pronunciado.
Incluso mientras tecleo, me pregunto cuánto tiempo
seré capaz de— cada articulación de mi mano izquierda
requiere ser elevada, emplazada, en su lugar,
cada nudillo cruje con el clic del mecanismo de un reloj
a medida que se gira para abrirse, al doblarse y desdoblarse.
Me resisto a la idea de que podemos abusar de más
de nosotros mismos, que debemos parcelar y moderar
nuestras energías para no quedarnos sin
algún componente necesario mientras sigamos con vida—
si bien la definición de “necesario” necesariamente
irá sufriendo cambios con el tiempo.
La única certeza es la incertidumbre, pensé
que lo sabía todo, así que ignoré cuanto ella me dijo
sobre los chicos y el sexo: su versión de
una historia nunca mía. Me hizo gracia
la forma en que inventó las tradiciones, que nosotras
no besamos a los chicos hasta cierta edad, nosotras
no nos pasábamos de listas. ¿Qué nosotras? ¿Qué parte de mi
era ella? Ninguna parte que pudiera señalar con mi dedo.
Qué extraño, entonces, un día, encontrarla
medio dormida en su habitación, hablando primero
consigo misma y luego conmigo, sobre un chico
que ella solía conocer, el hermano de su amiga,
a quien ella besó, decía, sólo porque
él quería que ella lo hiciera. “Ahora, ¿por qué haría eso?”
reflexionaba, nuevamente angustiada y de nuevo
asaltada por la traición a sí misma, me estiré a través
del golfo que mi padre había dejado atrás, hacia
su lado de la cama y acaricié mi futura mano.
LOOP: ARROYO GRANDE
El alambre de púas resulta ser una planta rodadora.
25 de marzo: habría cumplido 85.
Las nubes se congregan, pero son cálidas y primaverales.
A lo largo de los costados erosionados del arroyo, las raíces
cuelgan expuestas al aire, como epífitas.
Más adelante, Miranda le pisa los talones a dos
hombres con casco que desmontan sus motos de cross
donde la arena se ha derrumbado en un montículo.
Aunque secretamente complacida, la reprendo
hasta que el tráfico de la 502 les hace retomar su aceleración.
Luego, en la maleza, el viento, el crujido cercano
de patas y pies sobre las hojas, las hierbas secas.
En algún momento todo esto se desdibujará en “caminar”,
en “piel de oveja que no se ve a la salida”,
en “viento, no lluvia”. Más allá de la reja,
en el camino, nuestra hija, 12 años, en bicicleta,
ha aprendido a andar recientemente, no gracias a nosotros.
A los 55, ahora disfruto más mi temperamento carnal,
considero cada momento un último entusiasmo
primero se desliza el deleite, luego lo sigue el cuerpo.