Archivo Venezuela: Esmeralda Torres

Leemos poesía venezolana. En el marco del Archivo Venezuela preparado por Giordana García Sojo, leemos algunos textos de Esmeralda Torres (Ciudad Bolívar, 1967). Por Mudar la casa, mereció el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Mérida en México.

 

 

 

 

Esmeralda Torres​​ (Ciudad Bolívar-1967)​​ es​​ Licenciada en Castellano y Literatura por la Universidad de Oriente. Es promotora de lectura y también dicta talleres de creación literaria para jóvenes y adultos en su país. En el 2011 formó parte de la delegación de escritores venezolanos invitados por la Universidad de Salamanca a la Cátedra de Literatura José Antonio Ramos Sucre. Fundadora de Somari, Colectivo Literario y del canal de Youtube SOMARI COLECTIVO, donde produce en formato audiolibros los mejores cuentos de narradores venezolanos. Fundadora de la Bienal Cruz Salmerón Acosta que se celebra en la península de Araya. Ha sido merecedora de varios premios nacionales e internacionales en México, Cuba y Colombia. Ha publicado los poemarios​​ Diario para una tormenta (2013),​​ Resplandor de pájaro​​ (2020),​​ La noche de los tamarindos​​ (2023),​​ Diario de ceniza​​ (2023) y próximamente​​ Mudar la casa, con el que ganó el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Mérida, Yucatán, México. Fue merecedora de la Beca de creación literaria que otorga el Centro Nacional del Libro en el 2011. Sus poemas han sido traducidos al árabe y al griego. Formó parte del equipo de la Escuela Nacional de Poesía Juan Calzadilla como enlace estadal del estado Sucre.

 

 

 

 

 

 

***

 

Mudar la casa

 

 

 

Hospitales de paso

 

Deberían existir sanatorios​​ 

donde encallar a plena madrugada,

no un lugar para locos, habrase visto,

esos ya están a salvo dentro de ellos mismos,

sí para los desquiciados por el abandono,

la enfermedad o la zozobra del martirio.

 

Un hospital para acoger al que viene de lejos

con un mástil que en neón anuncie 24 horas

con su luz amarillenta en medio de la oscurana.

Un hospital para chequear la congoja​​ 

sin prescripción facultativa.

 

Un lugar donde pasar un resto de noche

todas las noches.

 

La habitación encalada​​ 

con grafitis de antiguos confinados.

Pisos de ajedrez en blanco y verde,

una silla, una ventana

para ver despuntar el amanecer

y a los galenos de la ronda preventiva.​​ 

 

Un hospital para morirse

una y muchas veces​​ 

que cada cual cumpla a lo que vino,

firme aquí,

entregue sus recuerdos acá,

échese allí,

sáquese el abrigo,

intente no pujar,

aunque le duela

acumule sobre esa mesilla sus insomnios

y no implore.

 

Si escucha una música vadeando el silencio

no se extrañe

es la radio del centinela impenitente,

no se desgaste en contriciones

imposible huir,

ha llegado.

 

 

 

 

 

 

 

Refugio para perros

 

Llego a la ciudad vacía que espera cada noche

para ofrecerme refugio en los andenes

seguridad en vagones de trenes constantes

el traqueteo de sus rieles acompaña.

 

Desde el andén del frente un perro me mira

tal vez quiera ser mi amigo

acurrucarse a mi lado

repartir a partes iguales el cobijo,

agita la cola desde el andén al otro lado

como si amigo aceptara el abrigo

pero tan lejos, tan abismo.

 

Comienzo a escuchar el traqueteo​​ 

de un vagón en su estampida furiosa,

nocturna, repetida,

aquí no muere nadie esta noche

le grito al perro mientras de mis piernas gordas, varicosas,

levanto los cartones del frío y la agonía.

 

Aquí no muere nadie,

responde el perro con su cola

la agita aceptando mi sentencia

al compás del traqueteo nocturno enfurecido

se sonríe, se babea, se sacude,

al fin alguien quiere mi amparo,

se retuerce, da saltitos

presiente ya mis brazos en su cuello.

 

El tren ya llega, puedo olerlo

mi perro, lo es, es mía su alegría,

reconoce mi voz, mi presencia,

entiende que hay un abismo

que nos separa un trozo de camino

se orilla, se agita, me sonríe,

el vagón ya llega​​ 

(me orillo y salto)

pita como si gritara su furia que redobla

aquí no muere nadie esta noche

pero tan lejos, tan abismo.

 

 

 

 

 

La noche de los tamarindos

 

 

 

Azul del tiempo

 

A esta ciudad el viento la recorre en forma de plegaria

el agapanto ya no busca las nubes

y ya el pijotero cantó su ultimátum a la lluvia.

De entre el mereyal sombrío que nos dejó el sol de la tarde

sale un tigre hacia la noche,​​ 

lo veo sin espantarme​​ 

porque reconozco a mi madre en la pisada.

 

A esta ciudad entraron a morir los pájaros de la lejanía

en un ceremonial de paraíso.

Con la madrugada mi madre regresa

la reconozco porque sus cabellos​​ 

conservan el color de la sequía y del olvido.

 

A esta ciudad de redes y curiaras até el chillido del tití

mientras bebía el agua del remanso.

Hay un oro de baraja en su cielo

ya nadie sale o retorna de la noche

no hay madre alguna que me recuerde

en esta ciudad se demora mi nombre.

 

Miro mi sombra azabache abrazada a la pared

como en el origen azul del tiempo

toda esta memoria la contiene el río.

 

 

 

 

 

 

Silbidos en la noche

 

En el cuarto de los trebejos no se escucha tu llanto

Macarea, ni tus pisadas feroces.

Es la hora en que el abandonado está más solo

y en que el enfermo siente que va a morir.

Ha llegado la inevitable noche de los tamarindos

la que no se repite.

 

No deben temerle al silencio de lo oscuro, nos dijiste.

Va a llegar para cada uno la noche más negra, sentenciaste.

Tienen que ponerle un nombre y prepararse para transitarla.

Estarán solos y de esa oscurana no se vuelve.

Si escuchan un silbido esa voy a ser yo.

 

Al fin lo que anunciaste se ha cumplido.

Pero desde afuera solo me llega un rumor sofocado, madre

semejante al de la soledad y al del olvido.

 

 

 

 

 

 

Resplandor de pájaro

 

 

Piedra en el zapato

 

Soy un llanto mensual  ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ 

un tiquititaque.

Una piedra en el zapato,

una etiqueta de nylon en el cuello de tu camisa.

Un grito en la mañana, una sopa fría

un mendrugo.

Soy también una hojilla en el cuello,

un cierre que muerde la ingle,

un chillido en la oreja,

una viruta en el párpado.

Soy un cólico nefrítico,

un edema de glotis,

una perforación timpánica,

un infarto al miocardio.

Por eso y más​​ 

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ ven aquí de rodillas

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ y besa mi pié.

 

 

 

 

 

 

Infanta

 

Conduélete de la herida,

hermana,

como en ​​ los tiempos ​​ en los que hacíamos conjuros​​ 

para espantar a la llorona.

Conduélete del llanto

y deja sobre la mesa la palabra que me falta

no confundas la mano rota con el gesto que azota

tus recuerdos.

Conduélete del grito,

mi alma,

y no llames a la muerte.

No le des forma entre nosotras.

Puedes decir risa, lámpara, hielo

pero aleja el embate del frío.

Conduélete del silencio

¿acaso escuchas los pájaros?

¿acaso las nubes han dejado llover?

No olvides ​​ que existe el desamparo

de unos ojos pegados a los techos

y cúbrete los brazos.

 

Conduélete de la oración

que grafito en las paredes

de las grandes ciudades donde no iremos nunca

a dejarnos la piel en jirones,

a desollarnos vivas bajo los puentes.

Conduélete de la existencia,

alma mía,

de esta historia sin canto, ni madre

de este salto mortal, payasada fúnebre

que obligó el viaje, te hizo sola

y te gravó de la boca el gesto.

Conduélete de junio sin flores

sé puntual y justa con el perdón

retoma del tejido el medio punto.

Ajorca tus tobillos con hilos y luciérnagas.

Haz como si olvidas el infame ruido

de nuestra orfandad.

 

 

 

 

 

Diario de los desvelos (inédito)

 

 

I

 

Señora mamá, ¿le gusta el blanco?

¿Le gusta lo acolchado en las paredes?

El vacío no será problema​​  

ya no tropezará con tanto traste

así no caerá sobre el desorden

no sangrará, no manchará esos papeles importantes

no reventará sus huesos de nácar

no deshojará mis libros preferidos

no romperá las fotos de los olvidados

ya no más sus pisadas de bruja en la escalera

no más la descarga del inodoro en la noche de la casa

ya no más madrugadas en desvelos

el blanco es un color perfecto

imposible de olvidar.

 

 

 

 

 

 

II

 

Usted no sabe que la miro

mejor dicho: la espío

en un tramo de la escalera

me oculto y la espío

la puerta entornada deja ver poco

una loca que camina agarrándose a los muebles

se aferra a ellos como a mi brazo

donde clava sus garfios de uñas amarillas

solo que en los muebles no queda un resto

un moretón que ahora se ha vuelto verde

un dolor escaso si lo toco, un dolor callado

resentido

que no se va.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una mirada a la poesía venezolana: La tradición que nos une

Isaura Duarte

Giordana García Sojo

Mariajosé Escobar

Oswaldo Flores

Yuri Patiño

Esmeralda Torres

Cristina Gutiérrez Leal

Antonio Robles

 

 

 

 

 

También puedes leer