Nicolás Peña Posada (Bogotá, 1991) es docente universitario y tallerista de escritura creativa en Idartes. Es editor en la editorial independiente Totuma Libros y co-director del colectivo Danielito Bang. Hace parte del grupo de rap Amigos imaginarios. Ha publicado los poemarios: No sabía que teníamos en común pisar hojas secas (2024), El marrano (2022), Tardes de domingo (2022) y La abuela nunca llora cuando corta las cebollas (2020). Obtuvo mención de honor en el Concurso de Poesía Tomás Vargas Osorio con el libro Los desiertos del hambre, y ha sido finalista de otros certámenes nacionales e internacionales.
Poema del libro El marrano
I
Chillaba el marrano en el pasto, daba vueltas mientras la sangre regaba pequeñas piedritas negras, las bañaba con su color de tarde
su pellejo de sandía rota.
Los primos saltaban de alegría, decían: marrano hijueputa y daban vueltas.
Yo me reía con ellos, y los caballos, al fondo, pateaban las puertas de la pesebrera.
Los caballos relinchaban, pegaban y corcoveaban encerrados, con las rodillas raspadas, queriendo salir.
Nos reíamos juntos, pero también en la risa había algo de llanto por el marrano, algo de tristeza por su cuerpo sangrante, por ver su vida yéndose a través del hueco de la aorta donde los chillidos manaban como jazmines.
Era diciembre y en diciembre es cuando más marranos mueren en el mundo, o al menos en esta parte del mundo donde se hacen asados para celebrar que llega otro año, que otro año se va, y las familias cantan juntas, cantan mientras comen chicharrón y costillas, cantan juntas: faltan cinco pa las doce el año va a terminar o algo de Guillermo Buitrago1 para embriagarse un poco por lo que no se hizo, por lo que se hizo, por el amor, y mastican
y muerden
y despellejan
felices, ebrios y algo desconcertados también.
Era diciembre y el marrano chillaba como doscientos niños golpeados, chillaba y se escuchaba ya la pólvora en las casas vecinas y el campo todo, las montañas, la superficie de los ríos olía a pólvora y a marrano muerto y un poco a aceite Oliosoya recalentado.
II
Con un destornillador, Pedro, el amigo de la tía Yolanda, le abrió el cuello al marrano.
Dijo: toca ser precisos para que no se dañe la carne.
Dijo: este marrano está bueno, y le jaló las orejas y lo besó.
Yo pensé: ¿cómo alguien besa a un marrano que luego va a desollar?
Yo pensé: ese es el beso de la muerte.
El marrano tenía un hueco en el cuello, casi un ojo por donde nos miraba y por donde nosotros lo mirábamos a él: un agujero de gusano
un pozo para llegar al centro de su corazón
un túnel largo que terminaba en su ano frágil y salía al mundo.
Los primos empezaron a lanzarle piedritas mientras el marrano corría desesperado entre el pasto, con la sangre cayendo
cayendo
cayendo
Decían: Yuyu, Yuyu, no te vas a salvar.
Le habían puesto Yuyu al marrano porque sí, porque querían bautizarlo antes de verlo morir, porque querían sentir o pensar que el marrano les pertenecía, nos pertenecía a todos en la familia. Y yo con ellos grité: Yuyu, Yuyu, corre, corre mientras le lanzábamos piedritas, mientras el marrano daba vueltas en círculo, mientras los tíos tomaban aguardiente y alistaban los chamizos para prender la hoguera.
Poema del libro No sabía que teníamos en común pisar hojas secas
TE recuestas en mi hombro
pienso que hay cosas graves en el mundo
y tu cabeza apenas pesa
es lunes y los lunes otra vez
intentamos los pantalones y las camisas
no desesperar en el ascensor
menos mal estamos cerca
te lo digo de esa forma
uno al lado del otro
como caracoles
ocupando los espacios
quiero dedicarte una canción
que diga algo así:
todos los caballos algún día
estarán en el cielo con nosotros
una canción que dure los siete días de la semana
y donde suenen las hojas que nunca caen
dices que a veces te cansas
es el capitalismo, pensamos los dos
esta forma que toma el cuerpo cuando hacemos mercado
y la inclinación de la espina dorsal
por estar a diario lavándonos los dientes
qué podemos hacer en todo caso
al menos nos queda el sol
porque la luz a veces parece remediar todos los dolores
y nos prolongamos el uno sobre el otro
como esos insectos que llegan por la noche al sueño
mañana te levantarás a alistarte
yo veré cómo te enrollas el pelo
y pensaré que las cosas más bellas
siempre están sostenidas por un nudo
saldrás a trabajar y nos veremos en la noche para sacar al perro
podremos acostarnos, si nos da la vida
a ver una película donde las ventanas aparezcan abiertas
así imagino la felicidad
una casa siempre ventilada
donde puedan entrar
todos los sonidos perdidos del mundo.
Laika
Te llamabas Laika
como la perra de Moscú
que murió asfixiada
tú también andabas las calles del barrio
escarbando basura para ver
si encontrabas algún hueso de pollo
o los sobrados de una lata de atún
los niños de la cuadra te queríamos
porque jugabas fútbol con nosotros
y nos acompañabas a las expediciones
en los últimos potreros de la Campiña:
allá donde comenzaba a hundirse el mundo
eras guardia y compañía, Laika,
nos defendías de los otros perros
cuando salían a atacarnos
por meternos en esos lotes baldíos
donde luego construirían grandes edificios
y cadenas de comida rápida
te habíamos puesto Laika
porque te la pasabas mirando el cielo
como si buscaras a tu hermana desaparecida
entre esas garrapatas de luz
que sostienen con sus uñas el universo
y muchas noches ladrabas a la luna
mientras nosotros nos alistábamos para dormir
aullidos agudos que se extendían
como baba negra sobre los techos
de nuestras casas protegidas con esas rejas afiladas
que habíamos aprendido a saltar
para ir a ver juntos el amanecer
Como Laika, la astronauta rusa,
tú también eras huérfana
—todos nosotros lo éramos un poco—
aunque te dábamos los sobrados de comida
que preparaban en la casa
y algunas veces, cuando nos quedábamos solos,
te dejábamos dormir en el patio o en la sala
pero tú eres de la calle, vieja amiga,
lo tuyo era la noche y el ruido de los planetas
enredándose en los cables de la cuadra
el olor húmedo de los árboles cuando llueve
y las peleas a diente en el parque central
los padres no te querían, perra criolla,
hiena de ojos oscuros como el mar
porque a veces te metías a escondidas en las casas
y dejabas las cocinas llenas de basura
o te orinabas en los sofás y las baldosas
también robabas en la panadería de doña Blanca
y por eso te sacaban a patadas o escobazos:
chite, chite, perra de mierda, te insultaban
y tú salías corriendo entre las mesas y las sillas
hábil por los andenes y los carros
escapando de la muerte que te agarraba la cola
hermosa Laika, vivías de tropel en tropel
con otros perros, con los gatos, con los vecinos
esquivando patadas, piedras, escupitajos
pero para nosotros, los niños de Suba,
la pequeña pandilla que jugaba rin rin corre corre
eras una hermosa perra desmueletada
que nos enseñaba atajos y nos lamía la cara
cuando le dabamos empanada de carne y arroz
Laika, tú también habrías podido subir al espacio
conocer el mundo desde afuera
ver tu esquina favorita de Suba desde la Sputnik II
y sentir la turbulencia de la gravedad
cuando se sale de la atmósfera
igual que Laika, la de Moscú,
habrías muerto asfixiada, terrible muerte, es cierto
pero al menos no te habrían matado a golpes
por robarte un pedazo de carne
qué triste fue ver tu cuerpo botado
cuando regresamos del colegio ese viernes
la piel seca que comenzaba a pudrirse
y los labios tiesos pegados al cemento
mientras la gente pasaba por encima
sin mirarte, sin pedirte perdón
nunca saliste de esas cinco manzanas
tu vida eran los postes y las canecas
el pequeño terruño del parque que volviste casa
y esas largas caminatas que hacíamos
a las afueras del barrio para armar grandes fogatas
y contar historias de miedo mientras tomábamos
en pico botella largos tragos de ron
entre todos los amigos te levantamos
y te llevamos a esos mismos potreros
a los que íbamos a jugar guerra de caucheras
para enterrarte en la noche
cuando más alumbran los muertos
nos acostamos y vimos la galaxia
pensando que ahora, luego de la sepultura
te encontrarías con tu gemela de Moscú
ella te contaría cosas sobre el espacio y las galaxias
el calor que hacía en el Sputnik II
y los entrenamientos que recibió en la URSS
tú le hablarías de nosotros, el color de la montaña
que se ve desde tu casa en el parque
esa vez que peleaste con dos Pastores Alemanes
o el silencio que hacía en la esquina de la cuadra
cuando llegaba otra madrugada de domingo
te reuniste con Laika, tu hermana mayor
y ahora ladran juntas sobre la tierra
en un coro desafinado que despierta a los recién nacidos
y nosotros, perra criolla, tus amigos
te seguimos escuchando en la distancia
cuando nos asomamos por la ventana
a ver esa cartografía lunar de la que ahora haces parte
y el cielo, Laika, estamos seguros
se siente menos solo ahora que está contigo.
Las tías se levantaban de la silla, en círculo bailaban mientras repetían: ¿cómo me compongo yo el día de hoy? ¿cómo me compongo el día de mañana? Y su canto viejo hacía temblar las campanas y el día era claro en cada punta y había una nube cerca de la finca con forma de águila.