Si el río abriese los ojos: Antología de la continuidad. Es una selección que reúne voces de poetas venezolanos nacidos a partir de 1990. La muestra nos invita a reflexionar acerca de las diversas identidades que se presentan en la poesía actual venezolana. La escogencia del título rinde homenaje a dos voces que dejaron una huella fundamental en el panorama más reciente de la vida literaria del país: César Panza, con su verso Si el río abriese los ojos qué viera, y Caneo Arguinzones cuando dice que Haber retrocedido al abismo ha convertido la continuidad / en una festiva alabanza. César nos devuelve la pregunta de la identidad sin pretender abrirnos los ojos, sino buscando que habitemos con él la pregunta; defiende lo auténtico mientras nos habla de la impermanencia. Caneo plantea una vivencia corporal que enfrenta a la muerte, pero que, en un detenerse, busca la continuidad de la vida como una “festiva alabanza”. Estos autores y referentes, por siempre jóvenes, son voces desenfadadas, discontinuas, navegantes de lo incierto en el río identitario, vitales, como las que presentamos a continuación.
***
a S. Rodríguez
Catire
cachorro
cuenta cada gramo
cada gota
serena del sabor
del queso
restringe el diente
al castillo y
piensa
en las dunas
si otro te llama
espera
así incómoda
plateada
de mí
lo que
encontramos
tras quince
traducciones
quince
caminatas
hasta el fin
de la vereda.
Reconoce el precio
de la verde
su tonalidad digna
de osos del norte
idiotas acentuados
a la neutralidad
fija y austera
conoces el perro del catire
que ablanda vocales antes
de pisar la tierra
del ão
y sin fracaso
porque ni tú
ni yo
nacimos con pies descalzos
y nos desentraña
un parásito inmundo
impuesto.
Y ahora
no puedes sino pisar
el sabor del queso
longaniza
polaca
y ya no más
dolor mío sacrificada
bestia implora
un diluvio.
Pierde el sentido
en iowenses precipitaciones
beber del otro
escrito
secreto
reencontrado
por profesores ajenos.
Habla desde un lugar
donde nunca estarás
para negarnos
una tercera lengua
o hablemos de guayabas
esa forma de gatear en escaleras
como un catire que
escribe su sabor
y cuenta cada gota
cada grano
de certeza.
de Diário Cuiabano (Inédito)
Sesenta y cuatro (64)
Preliminar la hora acordada. Sacamos al muerto de su urna, lo acompañan tres manos, tres repiques de saliva, tres doctores disfrazados de zamuros, comiendo ratas y gusanos. A las dieciséis horas aún hay despacho, aún recibo con molestia los escritos. Me delegan la tarea de escribir, de encauzar los verbos finales, otro firmará, otra máscara, otra memoria vacía. Del trabajo solo espero orden y correa. Papeleo, horas extra, con mi puño foliar en la esquina superior derecha. Repetir el trámite. Esperar.
Ha llegado el muerto a las dieciséis horas. Lo sientan, le recitan sus derechos, el aire, el agua, el calor. Le recitan y amarga la vida pierde, le cuentan las bacterias. Tomo nota. Mi función es impersonal. Mi otra escritura.
de El Libro de la Muriente (2020)
Ellos comenzaron. Los gatillos afilados, la chispa se desprendió ancha como el sol, la lengua del imputado hundida para siempre en ceniza, incluso podrías llamarlo escalofrío, trayectoria interorgánica. La noche fue estremecimiento, culpa, griterío; menor satisfacción: unos intentaron huir sin lograrlo, les falta el idioma, ellos también murieron incomunicados. El lenguaje les falla, no conocen las palabras o no tienen el coraje para apretarlas. La vida es dulce, dijeron, el lenguaje divorciado de sus cabezas, las hojas a punto de quemarse, una mano se las lleva, una voz las repite sin cesar:
Carrión, Piva, Williams, estaban los tres quemados: Carrión por la esquina del antro, Piva en la autopista de São Paulo, Williams por el mundo del idioma ultrajado. Williams, Piva, Carrión, estaban los tres manchados: Williams por el matrimonio, Piva por el acta del juzgado, Carrión por el mundo del barroco y los ojos cercenados. Carrión, Piva, Williams, fueron los tres en mis manos polvo de laboratorio, tres osamentas ennegrecidas, tres sombras sin autopsia, tres paredes de ceniza y gritos de niños asustados. Uno y uno y uno, estaban los tres desintegrados, con las moscas del intestino, con la licuefacción cadavérica, con la tinta del médico, por los borrachos asustados del cuatro de abril. Tres y dos y uno, los vi perderse en el portón cargados de gasolina, los vi cantando y esnifando por un millón de pesos, por la noche que enseñaba chispas de tabaco, por el ardor repleto de llagas, por mi alegría al tomar un vaso de agua, por mi pecho turbado de quemaduras, por el fin desierto. Carrión, Piva, Williams, puede el proyectil palpitar en la sangre del ángel, él puede soñar los ojos de revólver, el rojo, la noche perpetua, el calor; él puede, como nosotros, tomar voces ajenas, simularlas propias; él puede mentir, sacar hilo de su lengua, billetes del bolsillo; él pudo tasar los tres huesos, los minutos, la hipocresía. Son tres muertos identificados, son tres losas sucias en el camposanto, son tres barriles, informes, autopsias, piezas de procedimiento.
Fijado el litigio, llamados los testigos, horas muertas y mentiras. Escuchamos la loza pura, la casa roja, el puente derruido; derramamos lástima, procedemos.
de El Libro de la Muriente (2020)
El río
Yo soy Javier Heraud,
voy por las rocas planas,
voy sobre corrientes,
las domino y descanso en ellas
para añorar la primera vez
en que tuve un lápiz en mi mano.
Yo soy Javier Heraud,
respiro encima de las palabras
que se aprovechan de una hora negra,
de un semáforo oscuro;
maldito el paseo embiste humo contra mí,
voy en el paso de cebra y una loza
acicala mis sienes,
engorda el ave funeraria
y mis ojos dejan de ver.
Soy Javier Heraud
y los vocablos desgranan
un pasado irreverente,
una geografía donde amantes
reposan de la crueldad
y no hay más espalda
para sanar esta luz;
voy por las piedras móviles,
las grandes escalinatas
me separan en la capital,
me descargan la mirada baja
alma sin fin.
Soy Javier,
soy el río,
soy una sombra de poeta traducida,
soy cantos ajenos traslúcidos,
reconocibles,
soy una obra juvenil,
duradera,
soy Javier
y voy por la acera alta,
por la alta zona del motorizado vetusto,
soy extranjero en los túneles
y eco de miradas negras,
soy hijo de autopista,
de luz perpetua, zapatería
y pan podrido,
soy el asfalto,
soy Girondo,
soy una Chevrolet.
Soy Rogelio Heraud
atisbando la joroba
en una ciudad sin causa.
Soy la mano que levanta la pimpina,
la boca que chupa mangueras,
la lengua que escupe cobre
y ojos pichos del llano.
Soy una noche,
un vaso maligno,
una torre toda de mentira,
sobre mí desfilan los niños,
los padres observan con recelo
la pulcritud de cada paso perdido,
escaleras caídas,
pies en falso hacen de mí un nuevo día;
sobre mí las bicicletas,
promesas de hollín,
orejas sucias.
Soy el hombre que desafía su cobardía
y pierde,
quien jamás aplaude la mano dadivosa,
quien toca la esponja con furor.
No me confundan,
soy Javier,
Pablo,
Emira,
Wallace,
Plath,
Barroeta.
Una sombra de tinta.
de El Libro de la Muriente (2020)
Elegía al potro rucio moro
I
Oscurecidos los días,
el establo con hedor a velorio sana la sombra del paisano.
Ñero, oscurecidas las horas escondo el semblante,
el sombrero, monte sin cortar;
abundan lágrimas, cayó el campeón de la manga,
cayó cableado en la bala pura, corriente alterna,
cayó en migajas cortando peso a la gravedad,
sobando la herida en sus patas.
Se oscurecen los minutos, ñero, los segundos
de la andanza vieja, la carrera sin estribo,
con pezuñas tiesas del barranco vine a enterrar morocotas,
a hundir la mañana en el caballo, perder regalías.
II
El oro ecuestre cercenaba la finca,
mi Rucio Moro, su nuca reventada sobre el potrero,
sus tres vueltas, los retorcijones de Isidro cada mañana
nos palpaban la memoria, la pantalla adolorida.
Yo le tomaba fotos al caballo agonizante,
desangraba su mirar, retorcía las coplas comunes,
no imaginaba que repetiríamos sus palabras,
las canciones, la hoja del abuelo en mi cartera;
no esperaba desalojar palabras de otro tiempo,
ciclo irremediable, hora nueva.
III
Hay luto en la manga -antes habría usado otro orden-,
hay luto en las tablas de la casa,
el aire arrecia
y huele a muerto.
Las ventanas desechas, montículos en el pastizal
arremeten contra mis ojos,
la música no suena en la manga,
no colean hombres
y sus cuerdas no amarran novillas con dureza;
la caballeriza, su techo mohoso
me acicala las sienes,
niego cada imagen de mi mente,
los ojos apergaminados del potro
revientan las lágrimas.
IV
Se parece al anciano llorando,
a las hojas sueltas, la pérdida del pulso,
se parece a otra canción,
mas no del mismo modo nos traslada el lenguaje
a una forma absurda de elegía,
un recuento de infinitas muertes
con el rostro de mi abuelo,
solidez en el semblante parco,
en las palabras ultrajadas de Reinaldo,
en la hora del escribiente;
la repetición, hemos dicho, es inevitable,
escritura como sombra ajena,
escritura como ciénagas
y ojos húmedos
habitaciones demacradas
y palizas si te atreves a preguntar:
¿Por qué se oscurecen los días,
los potreros, las nucas reventadas, las centellas?
V
No pude finalizar la obra.
No estoy en Mayo,
las vocales no reposan en mí como un vientre.
No tiempla la soga al tacto,
correteas, eso sí,
a las vacas en el asfalto metropolitano.
Ya olvidas tu caballo,
ya olvidas el olor de la bosta,
el relincho cada madrugada,
el tiempo pasa, no es domingo,
no dejas los libros para pensar en la muerte,
la vibración, los dedos que se acaban,
un potrero viejo,
una camilla,
un hueco en la memoria.
de La Catorce (2020)
Y te sientas
y de pronto abres la ventana
y no quema el sol
y no sanan las palabras como latigazos
y no dejas de pensar,
el río quebrado,
la planta hundida
atraviesa sus falanges
y no toca
y no aceptas que olvidas cómo trazas la línea,
el modelo inicial, el formato de toda escritura,
poética o no,
y amaneces sin pisadas
y cada suela te arrasa en la doctrina
y eres ciego,
tambaleas la hoja pura,
de igual manera decides
repetir cada estrofa
cada espacio transcurrido,
cada bache en la lógica.
de La Catorce (2020)
***
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