Antonella Anedda, su poesía tiene nombre, hablan los objetos de la soledad y del hielo. Sus versos se disfuminan en detalles, traspasan la pintura y se unen al verso para hacernos sentir otra persona: poesía capaz de renacer dentro de la eternidad del arte. Antonella Anedda nació en Roma en 1958. Poeta, ensayista y traductora, es profesora de história de Arte Moderna. Sus libros de poesía son: Residencias invernales (Residenze invernali, 1992), Noches de paz occidental (Notti di pace occidentale, 999), El Catalogo de la alegría (Il catalogo della gioia, 2003), Nombres distantes (Nomi distanti, 2006), De la terraza del cuerpo (Dal balcone del corpo, 2007), Tres estaciones (Tre stazioni, 2015), Isolatria (2013). Sus ensayos y cuentos titulados son: ¿Qué son los años? (Cosa sono gli anni, 1998). Ha sido correctora de la antología de poesías del poeta Philippe Jaccottet para la Fundación Piazzolla. La luz de las cosas. Imagines y palabras de la noche (La luce delle cose. Immagini e parole nella notte selección poética, 2000). Estas traducciones de Erika Reginato fueron publicadas en el libro El Trazo Infinito del Universo. Antología de poetas italianos contemporáneos (Tomo II), (Venezuela, 2013)
Recidencias invernales
Piensa en los instrumentos de la casa
el martillo en la sombra del desván
los clavos dispersos sobre el paño, la sierra
la perforación helada de la cesta.
Han apagado fuego y faros
han cerrado las persianas de madera
cada habitación conoce solamente
una línea de luna invernal.
Cubiertos el diván y las sillas
derramados una botella y un vaso
disueltas las sales
en la bruma de las sábanas y de la oscuridad.
Con cuidado el invierno prepara su desventura
con intrigante obsesión amontona luz sobre la nieve
amaestra los pájaros uno a uno
en el frío de los hilos y de las ramas, en las camas sólo de red
en las ondas de los colchones
que expuestos al viento se desempolvan.
Nada ofusca la casta belleza de esta miseria
el tizón quema en la chimenea lejana
el agua se recoge más allá
en cuencas de quietud domestica, en casas lucientes
desde las avenidas hasta el portón.
El invierno dispone de su tiempo
como pan lo pone sobre el borde de una piedra
con calma recoge mi mirada
tu cuello, el geranio agujereado por el gorrión
el papel mojado por la lluvia.
La llave se mece en el gesto nocturno.
Cuenta los pasos, cuenta las astillas de las vigas entre los zapatos.
Ahora iremos lejos
cuerpo a cuerpo
en el breve espacio que nos han asignado.
Aún capaces de lanzar sombras en los muros
aún mortales.
(de Residencias invernales, 1992)
II
Sobre los vidrios empañados por el frío pasaban sombras confusas. En el techo, sobre las casas se elevaban fuegos artificiales. Cuando las agujas del reloj llegan a las doce, de una de las camas cerca de las ventanas se escucha una breve risa infeliz.
Ha descendido una noche oriental, se ha aferrado de los techos.
Inesperadamente, al igual que en los nacimientos
de una fisura del cielo, se precipitó la nieve.
Delante del borde de la cama desfilaban silenciosos los renos
contra la leña de los armarios ardían los fuegos de los lapones
afuera crepitaban ramas y botellas
quemaban árboles de navidad:
leña y vidrio, el secreto centellear de papeles.
Ha llegado el Año Nuevo.
Nosotros hemos velado sin fatiga, simplemente.
La luna despedazaba las vigas, la sombra de una media velaba el patio,
cada lámpara estaba apagada.
Enero deja en las islas
conchas de erizos entre los escollos
y tensa luz sobre la aridez invernal.
Como una desolada corona de piedra
en un naufragio polar
lastres de granito y cerradas lápidas
en el agua y en la tierra
además del promontorio de la Trinidad
en el recinto del cementerio.
Les pido valentía: sueñen con la dignidad de los expatriados
y no con el rencor de los enfermos
cancelando la visión de los muros y de la nieve
transformando la sombra sucia de los copos y el perfil oscuro de las gaviotas
como el ánimo tenso de los marineros
que enmudecen al elevarse la ola
y rezan
recogidos en la canasta del viento.
Un hilo de agua cae del lavamanos,
el hielo raya las ventanas
y es difícil pensar en el soplo marino
y en la marcha de las carretillas
y en el ruido matutino de la sirena
nada contempla ningún heroísmo.
Sin embargo, extendidos sobre la misteriosa ruta de las camas
nosotros estamos en el mismo esplendor
de la marea que se aplaca
muy cerca del nudo que el agua finalmente disuelve.
El barco zarpa y se va
y es un tranquilo santuario.
(de Noches de Paz Occidental, 1999)
Los restos del amor
El espacio respondería: poco. Un círculo despejado
con alguna ramita de amistad, un huerto pulido
relativamente vacío
un vacío que resalta hasta el ojo
a la mente que intenta recordar.
Sólo arena, quizás amarilla, quizás a veces más oscura y mojada.
Si lo escucháramos
quizás podríamos transcribir el sonido de la fluyente, quizás
la llanura de la permanencia. Arena movida por el viento, arena
quieta en el agua.
Delante de tanto realismo lentamente entendemos:
que el cantero estará siempre un poco vacío
el ojo el mendigo que contempla el envase
la mente el pasante avergonzado.
Pero quizá el huerto no lo es todo.
Ya que desgarrada la rama que viene de algún lugar
de las flores participa la madera
de la tabla de nuez sobre la cual resueno los dedos
de esta ventana que se desliza sobre las listones de cerezo.
De sus ruidos descriptibles.
De una realidad más fuerte.
(…)
(de El catálogo de la alegría, 2003)