Contra la sinceridad. Poética de Louise Glück

Leemos “Contra la sinceridad”, una suerte de poética de Louise Glück (1943), Premio Nobel de Literatura 2020. El texto se encuentra en el volumen de ensayos Proofs & Theories (1994), un compendio de ideas estéticas y anécdotas sobre la escritura. La traducción corre a cargo de Gustavo Osorio de Ita. Louise Glück es autora, entre muchos otros libros, del poemario Noche fiel y virtuosa (Visor Libros, México, 2021).

 

 

 

 

 

CONTRA LA SINCERIDAD

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Como voy a utilizar términos no del todo explícitos, quiero comenzar definiendo los tres más importantes entre estos. Por actualidad me refiero al mundo de los acontecimientos, por verdad a la visión encarnada, la iluminación o el descubrimiento perdurable que es el ideal del arte, y por honestidad sinceridad a “decir la verdad”, que no es necesariamente el camino hacia iluminación.

V.S. Naipaul, en las páginas de una revista nacional, define el objetivo de la novela; la creación ideal, dice, debe ser “indistinguible de la verdad”. Un comentario delicioso e instructivo. Instructivo porque postula una brecha entre la verdad y la actualidad. La tarea del artista, entonces, pasa por la transformación de lo actual en verdadero. Y la capacidad de lograr tales transformaciones, especialmente en el arte que presume de ser subjetivo, depende de la voluntad consciente de distinguir la verdad de la honestidad o sinceridad.

El impulso, sin embargo, no radica en distinguir sino en vincular. En parte, la tendencia a conectar la idea de verdad con la idea de honestidad es una forma de ansiedad. Nos tranquilizan las preguntas que se pueden responder y la pregunta “¿He sido honesta?” tiene una respuesta. La honestidad y la sinceridad remiten a lo ya conocido, contra lo cual se puede probar cualquier pronunciamiento. Constituyen reconocimiento. También asumen una convergencia: estos términos dan por sentada la identificación del poeta con el hablante.

Esto no quiere decir que los poetas aparentemente honestos no se opongan a que se pase por alto su creatividad. Por ejemplo, la obra de Diane Wakoski fomenta más una intensa identificación del poeta con el hablante que cualquier otra obra que se me ocurra. Pero cuando un oyente, hace algunos años, elogió el coraje de Wakoski, ella se mostró indignadamente desdeñosa. Le recordó a su audiencia que, después de todo, ella había decidido lo que quería dejar plasmado en la obra. De modo que el contenido “secreto” de los poemas, la extrema intimidad, había sido transformado regularmente por actos de decisión, es decir, por afirmaciones de poder. El “yo” en la página, la Diane que todo lo revela, era su creación. Los secretos que elegimos traicionar pierden el poder sobre nosotros.

Recapitulando: la fuente del arte es la experiencia, el producto final, la verdad, y el artista, vigilando lo actual, interviene y gestiona constantemente, miente y borra, todo al servicio de la verdad. Blackmur habla de esto: “La vida que todos vivimos”, dice, “no es un tema suficiente para el artista serio; debe ser una vida con cierto desvío, una vida con tendencia a darse forma a sí misma sólo en ciertas formas, a producir sus más lúcidas revelaciones sólo bajo ciertas luces”.

Desafortunadamente, no existe una prueba de la verdad. Esta es, en parte, la razón por la cual sufren los artistas. El amor a la verdad se siente como una aspiración y un malestar crónicos. Si no hay prueba de la verdad, no hay seguridad posible. El artista, alternando entre ansiedad y feroz convicción, debe depender de esta última para compensar el sacrificio de la seguridad. Es relativamente fácil decir que la verdad es el objetivo y el corazón de la poesía, pero es más difícil decir cómo se reconoce o se consigue. Nos acercamos a esto antes, como lectores, por su resultado, por la repentina oleada de maravilla, asombro y terror.

La asociación entre verdad y terror no es nueva. La historia de Psyche y Eros nos dice que la necesidad de saber es como el hambre: destruye la paz. Psyche desobedeció el único mandamiento de Eros, que no lo mirara, porque la presión de ver resultaba más poderosa que el amor o la gratitud. Y todo le fue sacrificado.

Tenemos que recordar que Psyche, el alma, era humana. La resolución de la leyenda desposa al alma con Eros, unión mediante la cual el alma se vuelve inmortal. Pero ser humano es estar sujeto a la tentación de lo prohibido.

El discurso honesto es un alivio y no un descubrimiento. Cuando hablamos de honestidad, en relación con los poemas, nos referimos al grado y al poder con que se ha transcrito el impulso generador. Transcrito, no transformado. Cualquier intento por evaluar la honestidad de un texto siempre debe alejarse de ese texto y dirigirse hacia la intención. Esto puede crear un rastro interesante, más interesante, incluso, que el poema mismo. El error, en cualquier caso, radica en nuestra incapacidad para separar la poesía que suena a discurso honesto del discurso honesto. Un error anterior es suponer que sólo existe una forma en que suena la poesía.

Estas suposiciones no surgieron de la nada. No hemos hecho salvo absorberlos y ya estamos digiriendo a nuestros padres y nos volvemos hacia nuestros contemporáneos. Este viraje es completamente natural: de la misma manera, los niños se vuelven hacia otros niños, los moribundos hacia los moribundos, etc. Nos dirigimos a aquellos a quienes se les ha repartido, a nuestro parecer, aproximadamente la misma mano. Nos volvemos para ver qué están haciendo, sintiendo una emoción natural en presencia de lo que aún se está desarrollando, o lo que nos resulta desconocido. Las contribuciones sustanciales a nuestra herencia colectiva fueron hechas por poetas cuyos poemas parecían increíblemente personales, como si los poetas hubieran realizado autopsias a su propio tejido vivo. La presencia del hablante en estos poemas era abrumadora; los poemas leídos como testamentos, como registros de la vida. El arte se redefinió, desvaneciéndose todas sus ingenuidades.

El impulso hacia esta poesía se escucha en poetas tan distintos entre sí como Whitman y Rilke. Se escucha, antes, en los románticos, a pesar del comentario de Wordsworth en torno a que si él “hubiera dicho las pasiones tal y como eran, los poemas nunca podrían haber sido publicados”. Pero la idea de que un cuerpo de trabajo corresponde y describe el viaje de un alma resulta particularmente vívida en Keats. Lo que oímos en Keats es una escucha interior, una atención de un orden poco común. Repararé más adelante sobre la diferencia crucial entre tales cualidades y la decantación de la personalidad.

Keats se basó en su propia vida porque le brindaba un mejor acceso a los materiales de mayor interés. Que fuera suya apenas le preocupaba. Era una vida y, por lo tanto, probablemente, en sus grandes formas y luchas importantes, se erigió como paradigma. Esta es la actitud a la que Emerson se refiere, creo, cuando dice: “creer en tu propio pensamiento, creer que lo que es verdad para ti en lo privado de tu corazón es verdad para todos los hombres –eso es el genio”.

Ese es, en todo caso, el genio de Keats. Keats quería una poesía que documentara el viaje del alma o arrojara luz sobre formas ocultas; quería más sentimiento y menos alejandrinos. Pero nada en la actitud de Keats hacia el alma se parece a la inversión del propietario. Podemos encontrar limitación, pero nunca limitación engreída. Suena una gran inocencia en las líneas, una suerte de entusiasta gratitud porque la dedicación apasionada debería haber sido recompensada con fluidez. Como en este soneto, de 1818:

 

 

WHEN I HAVE FEARS

 
When I have fears that I may cease to be
Before my pen has gleaned my teeming brain,
Before high-piled books in charact´ry,
Hold like rich garners the full-ripened grain;
When I behold, upon the night´s starred face,
Huge cloudy symbols of a high romance,
And think that I may never live to trace
Their shadows, with the magic hand of chance;
And when I feel, fair creature of an hour!
That I shall never look upon thee more,
never have relish in the fairy power
of unreflecting love!–then on the shore
of the wide world I stand alone, and think
Till Love and Fame to nothingness do sink.

 

 

 

CUANDO TENGO MIEDOS

 
Cuando tengo miedo de dejar de ser
Antes mi pluma haya mi cerebro rebosante espigado,
Antes de libros apilados y de carácter
Sostengan como ricos graneros el maduro grano;
Cuando contemplo, en el rostro de la noche estrellado,
Enormes símbolos nublados de un romance alto,
Y pienso que tal vez nunca viva para haber rastreado
Sus sombras, con del azar la mágica mano;
¡Y cuando, bella criatura de una hora, siento
Que ya nunca más te habré a ti mirado,
que nunca del poder de las hadas tendré el momento
de amor irreflexivo! –entonces ya orillado
del ancho mundo seré solo, y estaré pensando, amada,
Hasta que Amor y Fama se hundan en la nada.

 

La impresión es de clamor, de prisa, de emoción turbulenta, inmediata, que parece caer, casi accidentalmente, en forma de soneto[1]. Aquella forma tiende a producir una sensación de reposo; por paradójica que sea la resolución, el oído detecta algo del ruido sordo terminal del mazo del juez. O su doble golpe, ya que esta sensación se encuentra particularmente marcada en los sonetos que siguen el estilo isabelino, terminando, es decir, en un pareado rimado; dos concisas líneas de resumen o antítesis, “think” y “sink”[2] hacen, sin duda, una rima notable, mas logran, curiosamente, no cerrar el soneto como dos centavos cayendo en un plato. Requerimos la rima marcada, el único sonido repetido, para poner fin a todo el anhelo creciente del poema, para mostrarnos el “yo”, el hablante, de pie, justo cuando el guion en el duodécimo verso crea el necesario abismo que separa al hablante de todas las riquezas del mundo. Consideremos, ahora, otro soneto, similar a este en el tema y la forma racional, aunque el “cuando” y el “entonces” son aquí más sutiles. El soneto es de Milton, su ocasión, el arribo de la ceguera, su fecha de composición, 1652:

 

 

WHEN I CONSIDER HOW MY LIGHT IS SPENT

 
When I consider how my light is spent
Ere half my days in this dark world and wide,
And that one talent which is death to hide
Lodged with me useless, though my soul more bent
To serve therewith my Maker, and present
My true account, lest He returning chide
“Doth God exact day-labor, light denied?”
I fondly ask. But Patience, to prevent
That murmur, soon replies, “God doth not need
Either man´s work or his own gifts; who best
Bear His mild yoke, they serve Him best. His state
Is kingly: thousands at His bidding speed,
And post o´er land and ocean without rest:
They also serve who only stand and wait.”

 

 

 

CUANDO CONSIDERO CÓMO MI LUZ SE HA GASTADO

 
Cuando considero cómo mi luz se ha gastado
Antes la mitad de mis días en este mundo oscuro y ancho,
Y ese talento que es de la muerte para ser ocultado
Se aloja conmigo en forma inútil, aunque mi alma se ha doblado
Para servir con ella a mi Creador, y dejar por sentado
Mi verdadera cuenta, no obstante vuelvo con el regaño
“¿Acaso Dios exige el trabajo diurno, la luz que se ha negado?”
Pregunto afable. Pero la Paciencia, para prevenir
Aquel murmullo, responde pronto: “Dios no ocupa
Ni el trabajo del hombre ni sus dones; quien más aventajado
Porta Su suave yugo, ellos mejor le sirven. Su estado
Es regio: miles a Su comanda se apresuran,
Y se postran sobre tierra y océano sin descanso:
También le sirven quienes solo quietos y esperando”.

 

Cuando digo que la semejanza aquí es suficiente para hacer evidente la deuda, lo que quiero decir es que no puedo leer el poema de Keats y no escuchar el de Milton. Alguien más escuchará a Shakespeare: ningún eco es sorprendente. Si Shakespeare fue el amor perdurable de Keats, Milton fue su vara para medir. Keats llevaba un retrato de Shakespeare a todas partes, incluso en sus largas caminatas, como una especie de tótem. Cuando había un escritorio, el retrato ahí se postraba: trabajar allí era trabajar en un santuario. Milton era el dilema; frente al logro de Milton, Keats vacilaba en sus respuestas, y las respuestas, para Keats, eran veredictos. Tal vacilación, combinada con la presión interna para decidir, puede llegar a entenderse como obsesión.

El propósito de la comparación es, finalmente, el desplazamiento; en la mente de Keats, Wordsworth era el contendiente, la alternativa. Keats sentía que el genio de Wordsworth residía en su capacidad de “[pensar] dentro del corazón humano”; Milton, a pesar de su brillantez, mostraba, de acuerdo a Keats, “menos ansiedad por la humanidad”. Wordsworth estaba explorando aquellos rincones ocultos de la mente donde, según Keats, se encontraban los problemas intelectuales de su época. Y estos problemas parecían más difíciles, más complejos, que las cuestiones teológicas ante las cuales Milton se encontraba absorto. Así que Wordsworth resultaba “más profundo que Milton”, aunque mayormente debido al “avance general y gregario del intelecto, que a la grandeza mental individual”. Todo esto fue una forma para Keats de aclarar sus propósitos.

Dije antes que estos sonetos eran semejantes en ciertos matices: esta declaración necesita algo de amplificación. La tradición de la sinceridad surge de la difuminación de la distinción entre tema y ocasión; hay un mayor énfasis, después de los románticos, en la elección de la ocasión: el poeta es cada vez menos el artesano que construye, a partir de una ocasión que le es dada, algo de interés. El poeta se parece cada vez menos al equipo de debates: ágil, hábil, de muchas mentes.

En los poemas que hemos retomado, ambos poetas han abordado la cuestión de la pérdida. Por supuesto, Keats estaba hablando de la muerte, que persiste, mientras uno esté hablando, como inminente. Pero urgentemente inminente, para Keats, incluso en 1818. Él ya había cuidado de una madre en su lecho de muerte y había visto reaparecer aquellos síntomas en su hermano Tom. El consumo era la “enfermedad familiar”; la formación médica de Keats lo preparó para reconocer los síntomas. La muerte inminente de Keats fue una pérdida del mundo físico, del mundo de los sentidos. Ese mundo, este mundo, era el cielo; en el otro no podía creer, ni podía ver su vida como una preparación ritual. De modo que se sumergió en el momentáneo esplendor del mundo material, que lo llevó siempre hacia la idea de pérdida. Es decir, si reconocemos el movimiento y el cambio pero ya no creemos en nada más allá de la muerte, entonces toda evolución se percibe como un alejamiento, el elemento estable, el referente, siendo lo que fue, no lo que será, un mundo tan estacionario y vivo como las escenas de la urna griega.

En 1652, la ceguera de Milton probablemente era ya total. La pérdida funge como su lugar de partida; si la ceguera es, a diferencia de la muerte, un sacrificio parcial, difícilmente es una propiciación: la calma de Milton no es la calma del tiempo comprado. Digo la calma de “Milton”, pero de hecho, no sentimos tan fácilmente el derecho a esa familiaridad. Por un lado, el soneto es un diálogo, el octeto que termina en la pregunta del hablante, a la que la Paciencia responde en sus seis sublimes líneas. En un conjunto tan fluido, la delicadeza técnica de esta división aparece con magistral discreción. Es interesante observar, en un poema tan magistral, tan majestuoso en su compostura, la extrema sencillez del vocabulario. Predominan las palabras de una sílaba[3]; la impresión de dominio no se deriva de un vocabulario elaborado, sino de la asombrosa variedad de sintaxis dentro de las oraciones suspendidas y flexibles, un ejemplo de capacidad organizativa incomparable. La gente, por lo general, no habla de esta manera. Y pienso que, en general, es cierto que las imitaciones del habla, con sus falsos comienzos, su animada falta de elegancia, su sensación de estar ordenadas a medida que se avanza, no producirán una impresión de perfecto control.

Y no hay, en el poema de Milton, ausencia de angustia. Como lectores, aquí registramos la angustia y el drama casi enteramente de manera subliminal, siguiendo las señales del ritmo. Ésta es la gran ventaja del verso formal: la variación métrica proporciona un subtexto. Hace lo que ahora confiamos que el tono haga. Debo agregar que creo que realmente tenemos que confiar en el tono, ya que la ventaja desaparece cuando estas convenciones dejan de ser la norma de la expresión poética. La educación en las formas métricas no es, sin embargo, esencial aquí para el lector: las primeras líneas del soneto convocan y establecen la tradición yámbica, con un cierto titubeo en “consider”. Ningún oído puede obviar la regularidad medida de esas primeras líneas:

 

When I consider how my light is spent
Ere half my days in this dark world and wide….

 

Sin embargo, el final de la segunda línea es problemático. El “dark world” hace una especie de nudo auditivo. Escuchamos la amenaza no simplemente porque el mundo sea descrito como “oscuro” (“dark”), aludiendo tanto al mundo permanentemente alterado de los ciegos como, también, a un mundo metafóricamente oscuro, en el que no se pueden detectar los caminos correctos: la amenaza que se siente aquí surge, y se produce principalmente porque la unión que ha sido tan fluida se detiene repentinamente. Se levanta un muro, el lenguaje mismo se coagula en el mundo oscuro, inmóvil e infranqueable. Después escapamos; la línea se vuelve grácil de nuevo. Pero el pavor introducido no se disuelve. Y en la cuarta línea lo volvemos a escuchar con terrible fuerza, de modo que experimentamos físicamente, en el sonido, el dolor ingobernable:

 

And that one talent which is death to hide
Lodged with me useless…

 

“Lodged” (“se aloja”) es como un golpe. Y las siguientes palabras hacen una especie de tambaleo, una disminución. Cuando escucho la línea, solo “less” recibe menos énfasis que “me”. En estas cuatro palabras escuchamos el tormento personal, la ruina del orden y la esperanza; nos llevan a un lugar tan aislado como lo estuvo siempre la costa de Keats, pero un lugar con menos opciones. Todo esto ocurre muy tempranamente; el soneto de Milton no es una descripción de la agonía. Pero la pérdida debe sentirse vívidamente para que la respuesta de la Paciencia reverbere adecuadamente.

La transformación más frecuente de la pérdida es en una tarea o una prueba. Esta conversión introduce la idea de ganancia, si no una recompensa; fortalece el compromiso animal de mantenerse con vida, prometiendo responder a la necesidad humana de tener un propósito. De modo que la Paciencia, en el soneto de Milton, aquieta al petulante interrogador y proporciona un atisbo de perspicacia, una directiva. Como mínimo, corrige una presunción.

Aquí se le da un gran valor a la resistencia. Y la resistencia no es requerida en la ausencia de dolor. El poema, por tanto, debe convencernos del dolor, aunque sus preocupaciones se encuentran en otra parte. En concreto, propone una lección, que hay que desenterrar de lo circunstancial. En presencia de lecciones, la posibilidad del dominio puede desplazar la suplica animal por el alivio.

En el soneto de Milton se le atribuyen dos acciones al hablante: considera y, cuando considera, pregunta. He hecho un caso particular a favor de la angustia porque estamos acostumbrados a pensar que lo “cerebral” es contradictorio a lo “sentido”, y las acciones del hablante son claramente las acciones elevadas de la mente. La disposición a reflexionar o considerar presupone una inteligencia desarrollada, así como una inclinación temperamental; además presupone el tiempo adecuado.

El “yo” que considera es muy diferente del “yo” que tiene miedos. Tener miedos, tener, específicamente, los miedos en los que Keats habita, es estar inmerso en una sensación aguda. El miedo a dejar de ser es diferente al estado de miedo crónico que llamamos timidez. Este miedo hace un alto y se apodera, lleva indicios de cambio o cierre o colapso, amenaza con cancelar el futuro. Es primordial, involuntario, democrático, urgente; en su presencia, todas las demás funciones quedan suspendidas.

Lo que vemos en Keats no es indiferencia al pensamiento. Lo que vemos es otra especie de pensamiento diferente al de Milton: pensamiento resistente al gobierno de la mente. Keats reclama para la naturaleza animal receptiva su antiguo derecho a hablar. Donde Milton proyectase una impresión de maestría, Keats proyecta un sucumbir. En términos de tono, la impresión de dominio y la impresión de abandono no pueden coexistir. Nuestra actual adicción a la sinceridad surge de una preferencia por el abandono, por el “yo” subjetivo cuya apasionada parcialidad lleva a la implicación de un defecto, cuyo discurso suena individual, humano y falible. Los elementos de frialdad que Keats objetó en Milton, la insuficiente “ansiedad por la humanidad”, corresponden a la evidente proyección del dominio.

Keats estaba acostumbrado a describir sus métodos de composición en términos que implicaban una entrega: el poeta debía ser pasivo, receptivo, dispuesto a todas las sensaciones. Su deseo era revelar el alma, pero el alma, para Keats, no tenía cortinas espirituales. La espiritualidad manifiesta el intimidante reclamo de la mente a la vida independiente. Keats rechazó esta invención. Para Keats, el alma era corpórea, vital y frágil; no tenía vida fuera del cuerpo.

Keats se negó a valorar aquello en lo que no creía y no creía en lo que no podía sentir. Sin otra opción, Keats estaba obligado a preferir lo mortal a lo divino, ya que estaba obligado a gravitar hacia Shakespeare, quien escribió obras teatrales donde Milton hacía máscaras, quien escribía, es decir, con una deuda expresa con la vida.

De ello se desprende que los poemas de Keats se sientan inmediatos, personales, expuestos; suenan, en otras palabras, exactamente como la honestidad, siguiendo la noción de Wordsworth de que la poesía debería parecer la expresión de “un hombre hablando con hombres”. Si Milton escribió en acordes trascendentales, Keats prefirió la avalancha de notas aisladas, prefirió lo penetrante a lo mandatorio.

La idea de “un hombre hablando con hombres”, la premisa de la honestidad, depende de un hablante delineado. Y es precisamente en este punto donde surge la confusión, ya que el éxito de tal poesía radica en crear para sus lectores una firme creencia en la realidad de ese hablante, que se expresa como la identificación del hablante con el poeta. Esta creencia es lo que el poeta quiere engendrar: la dificultad llega cuando comienza a participar en el error del público. Y en este punto deberíamos escuchar a Keats, quien pretendía tan claramente que sus poemas parecieran personales y que se basaba, con tanta regularidad e inconfundiblemente, en materiales autobiográficos.

En el centro del pensamiento de Keats está el problema del yo. Y es sobre el tema del yo del poeta que habla con mayor sentimiento y perspicacia. Aquellos hombres de talento, consideró, que imponen su “yo propio” en lo que crean, deberían ser llamados “hombres de poder”, en contraste con los verdaderos “hombres de genio”, esos hombres que, en opinión de Keats, eran “tan grandes como ciertas sustancias químicas etéreas que operan sobre la masa del intelecto neutral, pero que carecen de individualidad alguna, no poseen ningún carácter determinado”. En torno a la composición de poemas que parecerían “un hombre hablándole a los hombres”, defendió lo contrario de la autoconciencia egoísta y el auto-cultivo; recomendó más bien la capacidad negativa que sentía en Shakespeare, la capacidad de suspender el juicio para informar fielmente, la capacidad de sumisión, la voluntad de “anular” el yo.

El yo, en otras palabras, era como un pararrayos: atraía la experiencia. Sin embargo, la obligación del poeta era despojarse de las características personales. Las creencias existentes, por tanto, no eran una piedra de toque, sino una desventaja.

Me he referido, hace algunas líneas, a nuestra herencia inmediata. Tenía en mente a poetas como Lowell y Plath y Berryman, junto con muchos otros menos impresionantes. Con referencia a la noción de sinceridad, es especialmente interesante atender a Berryman.

Berryman fue, desde el principio, técnicamente competente, aunque sus primeros poemas no resultan memorables. Cuando encontró lo que nos gusta llamar su “él mismo”, demostró lo que es, en mi opinión, el mejor oído que ha existido desde Pound. El yo que encontró era mordaz, voluble, obstinado y profundamente reprimido, tan demoníacamente manipulador como Frost. En 1970, después de que The Dream Songs lo volviera famoso, Berryman publicó un curioso libro, que tomó su título del soneto de Keats. El libro, Love and Fame, fue dedicado “a la memoria del amado, sufriente y joven maestro bretón que se hacía llamar Tristan Corbière”. A esta dedicatoria, Berryman agregó un comentario entre paréntesis: “Ojalá pudiera versar con su mordida”.

Tenemos, por tanto, para cuando llegamos al primer poema, mucha información: tenemos un tema, los sueños gemelos de la juventud, una referencia y un ideal. Pero esto no es nada comparado con la información que obtenemos en los poemas. Recibimos en ellos el tipo de datos instantáneamente gratificantes que generalmente se asocian con la camaradería de la ebriedad, mas no con el arte. Obtenemos nombres, lugares, posiciones reales y, mientras Berryman se avoca a ello, confesiones de fracaso, orgullo, ambición y lujuria, todo en un estilo característico: arrogancia sin disculpa alguna.

Se puede decir de Berryman que, cuando encontró su voz, encontró sus voces. Por voz me refiero a la distinción natural, y por distinción me refiero al pensamiento. Es decir, no encuentras tu voz insertando un mismo adjetivo en veinte poemas. La voz distintiva es inseparable de la sustancia distintiva; no se puede injertar. Berryman empezó a sonar como Berryman cuando inventó a Mr. Bones, y así fue capaz de proyectar dos ideas simultáneamente. Presumiblemente, en Love and Fame, tenemos un solo hablante –comentarista podría ser una palabra más atinada. Pero la sensación de los poemas es muy similar a la de The Dream Songs; Mr. Bones sobrevive en un arsenal de siniestros dispositivos, particularmente en el canto, socavando las líneas prefabricadas. Los poemas pretenden ser nada más que un chisme, directo de la fuente; como el chisme, divierten y entretienen. Pero la fuente se ocupa de mensajes contradictorios; a mitad de camino, se recuerda al lector del error al que ha sido invitado:

 

 

MENSAJE

 
Amplitud, –voltaje–, el único amigo llama al otro,
el otro al otro, en mi trabajo;
en verso & prosa. Bueno, diablos.
No estoy escribiendo una autobiografía-en-verso, amigos.

 
Impresiones, estructuras, cuentos, de Columbia en los años treinta
& el término de Michaelmas en Cambridge en 36,
seguido de algunos más tarde. No es mi vida.
Eso está ocluido y perdido.

 

En la página, “autobiografía-en-verso” es una sola palabra aseñorada, unida por guiones maliciosos.

Lo real del pasaje es la desesperación. Lo cual se debe, en parte, a la amarga noción de que la invención es un desperdicio.

La ventaja de la poesía sobre la vida es que la poesía, si es lo suficientemente aguda, puede perdurar. Supongo que nos desconcierta la idea de que la autenticidad, en el poema, no se produce por la sinceridad. Nos inclinamos, en nuestra ansiedad por las fórmulas, a ser literales: escudriñamos compulsivamente el rostro de Frost en busca de una bondad oculta, habiendo descubierto que los poemas son, según todos los informes, mucho mejores que el hombre. Esto supone que nuestros poemas son nuestras huellas dactilares, pero no lo son. Y los procesos por los que cambia la experiencia –acentuada, destilada, hecha memorable– no tienen nada que ver con la sinceridad. La verdad, en la página, no tiene por qué haber sido vivida. En cambio, es todo lo que se puede imaginar.

Quiero decir, finalmente, algo más sobre la verdad, o sobre ese arte que es “indistinguible” de ella. La teoría de Keats de la capacidad negativa es una articulación de un hábitat de la mente que se atribuye más comúnmente a los científicos, en cuyo pensamiento se cultiva activamente la ausencia de prejuicios. Es la ausencia de sesgos lo que convence, lo que fomenta la confianza, con la premisa de que determinados materiales dispuestos de determinadas formas siempre darán el mismo resultado. Es decir, se ha percibido algo inherente a la combinación.

Pienso que los grandes poetas funcionan así. Es decir, creo que los materiales son subjetivos, pero los métodos no lo son. Creo que esto ocurre así, sea o no evidente el desapego en la obra terminada.

En el corazón de esa obra habrá una pregunta, un problema. Y sentiremos, mientras leemos, la sensación de que el poeta no estaba casado con ningún resultado. Los poemas en sí son como experimentos, donde se invita libremente al lector a recrear en su propia mente. Aquellos poetas que claustrofóbicamente supervisan o intimidan o dictan una respuesta, prematuramente anuncian las deficiencias de los detalles elegidos, como si sin una guía extenuante el lector no pudiera llegar a la conclusión deseada. Tal trabajo sufre la escisión de la duda: Milton puede haber escrito pruebas, pero sus poemas obligan porque dramatizan las preguntas. Las únicas iluminaciones son como aquellas de Psyche, quien no sabía lo que iba a encontrar.

Lo verdadero tiene un aire de misterio o inexplicabilidad. Este misterio es un atributo de lo elemental: el arte del tipo que pretendo describir parecerá la más lejana concentración o reducción o clarificación de su sustancia; no se puede refinar más sin cambiar su naturaleza. Es esencia, mineral, completamente único y, por lo tanto, no se puede comparar con nada. Ningún “eso” habrá existido antes; lo que habrá existido son otros ejemplos de autenticidad similar.

Lo verdadero, en poesía, se percibe como intuición. Es muy raro, pero a su lado otros poemas parecen meros comentarios inteligentes.

 

 

Notas

[1] En este ejemplo y el siguiente, se intenta reproducir tanto la dinámica estructural como la forma rítmica del soneto en la traducción, si bien no la forma métrica estable. A fin de que el lector pueda notar las particularidades de la forma que se señalan en el artículo, se conserva el texto original en inglés. (Nota del traductor)

[2] En la traducción, se preserva la rima, pero se modifica el contenido sémico para poder lograrlo. (Nota del traductor)

[3] Esto, así como varios otros elementos del orden plástico y sintáctico a los cuales refiere la autora, ocurre sólo en el original en inglés, motivo por el cual se preserva el texto original. (Nota del traductor)

 

 

 

 

 

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