Carmen Palomo Pinel (Madrid, 1980) es profesora de Derecho Romano y poeta. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Glosas al fuego (Hebel, 2016, edición bilingüe español-italiano, I Premio Internacional de Poesía «Francisco de Aldana»); Las costuras del hambre (Esdrújula Ediciones, 2019, II premio Esdrújula); Un silencio habitado (Diputación de Salamanca, 2021, accésit del VIII Premio Internacional de «Poesía Pilar Fernández Labrador»), DIDO (Universidad Popular José Hierro, 2021, XXXII Premio Nacional de poesía José Hierro), Madre de cenizas (Gravitaciones, 2022, I Premio de poesía «Gravitaciones»), En tu espalda el desierto, (Diputación de Soria, 2023, XLI Premio Leonor de Poesía) y Ser mirada (Pre-Textos, 2024), Premio Ciutat de València - Juan Gil-Albert.
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I.
Permíteme tener los ojos grandes.
Tener los ojos grandes es un acto
de voluntad, básicamente
aceptar ser pieza de caza del asombro.
Yo consiento:
cómeme el corazón
en el rito ancestral de la belleza,
deja hueco a lo atávico salvaje
en la pupila absorta.
Hospeda una revelación que la dilate,
la haga pura o antártica,
que haga del ojo
devoración de oscuras autopistas.
Pupila
qué alta pupila
pupila cuántas águilas
pupila el cuarto de los evangelios
pupila crece
desmesurada estrella
incertidumbre y fuego
ascuas en ascuas.
Déjame tener
los ojos grandes y una fuente en mi centro,
una fuente que duela y que refulja.
Quizá eso es la poesía:
un trepar de mí misma por mis ojos,
una herida que piensa.
II.
Habló el oráculo:
Detesto los corazones burgueses
Tú déjate desordenar
Odio los corazones-mondrian
Cada cosa en su parcela
el rojo y el azul y sus respectivos compartimentos
Compadezco a los corazones a los que nada desordena
Porque están solos con su orden
Porque se bastan a sí mismos
Qué tristeza
¿Quién no da un paso al frente
por seguir el afán de una luciérnaga
que va hacia qué y quién sabe?
Ellos.
No hay grietas no entra luz no pasa el aire
Colonias de hongos y horas excedidas
A vidas de distancia de la contemplación
Detesto los corazones no invadidos
Jamás serán felices
No se dejan llevar de la mano no se van
con extraños
pero cumplen escrupulosamente las tareas
que ellos mismos se imponen
Yo vomito a los tibios
No rozarán la magia
No arderán como antorchas en la noche
III.
Hijo mío.
Tu puño apretado cuando recién nacido.
Mi vida dentro.
IV.
Spes
Volar.
Ser el azul que queda tras el vuelo.
Ser flor de árnica cuando los hombres lloran,
cuando gritan la condición del daño
retorciéndose
como cerdos bajo el cuchillo,
como artrópodos con media pata arrancada,
cuando se arrastran
husmeando la belleza inteligible
mientras niegan su sed de lejanía,
como una muchedumbre, como una
mordedumbre, como hormigas
en su afán y en su brillo y su negrura,
tráfago de cabezas de alfiler,
una tristeza que labora y una lengua insuficiente.
Ser palabra enfermera, la palabra que dice
pero tú tienes ojos y boca y lenguaje
y eso es muchísimo
y tienes un amor
y eso lo es todo.
Una lluvia que asciende y que desciende
y nada moja.
Pupilas que ven solo el color púrpura.
Deshabituada, no tener ya ojos suficientes
para tanto milagro.
Recibir una herida sin nombre y sin propósito,
que ni duela ni sane,
pero vea.
No lo que soy ni lo que tengo.
Yo soy
lo que espero.
V.
Nocturno nevado
La nieve es la hermana pequeña de la muerte:
toda pureza, albura,
toda sosiego y posibilidad.
Caen los copos. Ninguno igual a otro, dicen.
Los observo en silencio.
A veces, contemplar es rebelarse,
estarse quieto
la forma de revolución más pura.
Se deshacen: apenas percibidos,
a la par ya perdidos y amados para siempre.
Las estrellas titilan como signos interrogativos.
No sé cómo habitar mis propios ojos.