Automejora de Tony Hoagland

En esta ocasión presentamos un poema del norteamericano Tony Hoagland (Carolina del Norte, 1953), cuya poesía suele ser directa, con una mirada ingeniosa, y muchas veces cruel, sobre la vida cotidiana. La traducción de este poema corre a cargo de David Ruano González.

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Automejora

 

Justo antes de que ella saliera volando como un cisne

hacia la lujosa casa de verano de sus padres,

su novia universitaria le pidió a Bruce

mejorar su destreza en el sexo oral,

y le ofreció un consejo técnico:

 

Nada más usando la punta de su lengua

debía mover el interruptor de la luz de su cuarto

de encendido a apagado cien veces al día

hasta que él madurara con fluidez en los matices

de la fuerza y la latitud.

 

Imagínatelo practicando todas las noches,

más inspirado de lo que alguna vez lo estuvo por el álgebra,

con gotas de sudor brotando de su frente,

pensando, treintaisiete, treintaiocho,

viendo, en el túnel de visión del ojo de su mente,

la ecuación cuadrática del clímax de su novia

cediendo a la lógica

de su simple matemática.

 

Tal vez desenroscó

el foco del techo de su departamento

de manera que los transeúntes no creyeran

que una luciérnaga gigante estaba golpeando

su eléctrico abdomen en el 13 B.

 

Tal vez, mientras él permanecía

a dos pulgadas de la pared,

en la oscuridad, empañando el antiguo yeso

con su aliento, visualizaba el futuro

como una mansión situada en la costa

a la que él había remado

con el cansado remo de su lengua.

 

Por supuesto, la novia lo botó:

conoció a alguien más, en un centro de esquí,

y quien, usando solamente su nariz,

podía identificar la edad de un Cabernet.

 

A veces se nos pide

ser buenos en algo para lo que

no tenemos talento,

o sobresalimos en algo que nunca

tendremos oportunidad de demostrar.

 

A menudo nos pedimos a nosotros mismos

darle absoluto sentido a algo

que simplemente sucede,

y de esta manera, lo que estamos practicando

 

es el sufrimiento,

que todo mundo practica,

pero que, de manera extraña, pocos de nosotros

maduramos agraciadamente en ello.

 

Los clímax del sufrimiento son complejos,

costosos, bellos, pero secretos.

Bruce no volvió a jugar con el interruptor de la luz otra vez.

 

Así que las avenidas por las que caminamos,

llenas de cuerpos vistiendo caras,

están llenas de talento escondido:

suficiente para hacer a los pianos gemir,

dividir las aceras,

hacer parpadear las luces de la calle con delirio.

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Self-Improvement

 

Just before she flew off like a swan

to her wealthy parents’ summer home,

Bruce’s college girlfriend asked him

to improve his expertise at oral sex,

and offered him some technical advice:

 

Use nothing but his tonguetip

to flick the light switch in his room

on and off a hundred times a day

until he grew fluent at the nuances

of force and latitude.

 

Imagine him at practice every evening,

more inspired than he ever was at algebra,

beads of sweat sprouting on his brow,

thinking, thirty-seven, thirty eight,

seeing, in the tunnel vision of his mind’s eye,

the quadratic equation of her climax

yield to the logic

of his simple math.

 

Maybe he unscrewed

the bulb from his apartment ceiling

so that passersby would not believe

a giant firefly was pulsing

its electric abdomen in 13 B.

 

Maybe, as he stood

two inches from the wall,

in darkness, fogging the old plaster

with his breath, he visualized the future

as a mansion standing on the shore

that he was rowing to

with his tongue’s exhausted oar.

 

Of course, the girlfriend dumped him:

met someone, après-ski, who,

using nothing but his nose

could identify the vintage of a Cabernet.

 

Sometimes we are asked

to get good at something we have

no talent for,

or we excel at something we will never

have the opportunity to prove.

 

Often we ask ourselves

to make absolute sense

out of what just happens,

and in this way, what we are practicing

 

is suffering,

which everybody practices,

but strangely few of us

grow graceful in.

 

The climaxes of suffering are complex,

costly, beautiful, but secret.

Bruce never played the light switch again.

 

So the avenues we walk down,

full of bodies wearing faces,

are full of hidden talent:

enough to make pianos moan,

sidewalks split,

streetlights deliriously flicker.

 

 

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