César Seco (Coro, Venezuela, 1959) es poeta, ensayista y bibliotecario. Autor de una reconocida obra poética: El laurel y la piedra (1991), Árbol sorprendido (1995), Oscuro ilumina (1999), Mantis (2004), y El Viaje de los Argonautas (2005), reunida en la antología Lámpara y silencio (2006), publicada por Monte Ávila Editores Latinoamericana. Posteriormente publicó El poeta de hoy día (2013) y La playa de los ciegos (2014). Autor también de los libros de ensayos: Transpoética (2008) y El hacha flotante (2017), y el de relatos: Los colores del cielo (2013). Premio de la II Bienal de Literatura “Ramón Palomares” y de varios premios regionales y nacionales. Ha participado en diferentes eventos internacionales, entre estos el Festival Mundial de Poesía de Medellín (Colombia), la Fiesta Internacional de Poesía de Porto de Galinhas (Brasil), y la Feria Internacional del Libro de La Habana (Cuba). Fue miembro del consejo de redacción de las revistas Imagen y Poesía. Fundador y director de la revista Oikos, Premio Nacional del Libro, mención publicaciones periódicas (2004). Fundador de la Casa de la Poesía “Rafael José Álvarez y de la Bienal de Literatura “Elías David Curiel”.
***
Calle
Puedo vivir en cualquier ciudad,
pero mi calle es esta.
Vengo de ella, me hice en sus escondrijos
y aceras, en ella corrí por primera vez
y di con otros la vuelta_
un día de lluvia que mis manos se volvieron
viejas. Aquí tuve perro, trompo y metras.
Subí al techo a ver pasar los ángeles
en silencio, con en el alcanfor que madre me puso
en el pecho. La calle me sigue a donde vaya.
Ahora que cruzo una avenida del mundo.
Ahora que estoy lejos y apunto el color de sus
casas. No se me olvidan las negras altas
que subían y bajaban con una cesta de flores
en la cabeza. Ahora que se borran
los compadres que en la esquina
se apuñalaban por ellas, como aquél que sostuvo
sus vísceras tal un pliego escrito afuera_
hasta que besó suelo, o aquél otro que limpió
el filo del cuchillo con el puño
de su camisa blanca. A esta calle vuelvo
cada vez que soy el niño que iba de la mano
de su madre, despierto.
Los mismos
… morir de la misma familia es haber nacido
Juan Sánchez Peláez
Los mudos hunden sus manos
en la figuración precisa de su lengua
cortada por el silencio-
Los ciegos tocan
el cuerpo huidizo de la luz
en la unánime sombra de sus párpados (
Los locos andan
el espacio indeterminado de la nada
que hace el relumbrante todo=
Los mutilados tienen en sus muñones
el mutis de un tatuaje sin tinta_
cicatriz que no pidieron.
Los feos ríen a su única belleza,
diferente a la cosmetología
de las vitrinas)
Los niños no saben que saben
que el hilo del papagayo
es lo que sostiene el sueño/
Ellos me buscan, me encuentran.
Nos reconocemos en el curso
de una misma sangre
compartida_
Voz
Permíteme unas palabras ahora cuando callas
y te demoras en venir.
Entre tú y yo hay un pacto de oído y boca.
Debo silenciarme cuando hablas y ser tu escucha.
Es el temblor de estas manos lo que te anuncian.
Esta sed irrecusable de verdad lo que te atiende.
Dime si me he desentendido de tu eco.
Si por serte fiel te he faltado.
Callarme en lo que callas. Decir lo que dices.
No es solo a mí a quien te diriges
y la verdad que me obsequias incluye al Otro.
El fogón donde mi madre tuvo lumbre de brasa
cuando el brillo de sus ojos se apagó.
O bien, el árbol que plantó mi padre con sus manos
y el polvo del camino por donde un día
sus pasos de largo siguieron hasta no sé.
Tú te dices en las cosas, muda. Tú me dices.
Volvamos al principio, cuando no existía
y tú sólo eras el rumor de los astros lejos.
El fuego que el tiempo escindió.
Déjame seguir escuchándote. Déjame.
Sólo tú dirás hasta cuándo.
Y yo callaré contigo, sin afán, sin asombro ya.
Agradecido.
En medio de la nada
Una carretera parece no terminar
sin que una estación de gasolina aparezca.
El murmullo de la ciudad ya no se oye.
Sólo tunas, abrojo, polvo, rocas.
A quien buscas no está y quien responde
es tu propia voz en tu cabeza.
Cuánta sospecha trajo el zigzagueo
de los saurios cuando te desnudabas
para ir al baño no sin antes silbar
la canción de Bobby Vinton
Plees love me for ever,
con ese desgano en que no reconocías
paredes ni espejos.
Quizá, puede ser, tal vez, acaso.
La lengua es aquí indeterminada.
¿Quién es ese que te persigue?
¿Qué quiere de lo que queda de ti?
¿Podrías decir que se trata de tu igual?
¿Él y tú, uno delante del otro?
¿Puedes ver en su pupila tu miedo?
Todo esto te aguardaba. Llegado aquí
solo la oración puede devolverte
a donde estabas antes de venir.
Nadie te puede ver, nadie sabe quién eres.
Todo fue sin que te percataras,
estás vivo y muerto, lo mismo da.
Conténtate con saber que esto no existe,
que no hay nada donde fijar tu ojo,
que todos se han ido para olvidarte.
Confesión
La luna equivale a la hoja en blanco
del cuaderno que voy escribiendo.
Mi paso por el puente que va adelante
y que alguien tendió sin saberlo.
Por él seguiré pasando cuando ya no esté,
cuando sólo sea la sombra que me viene
siguiendo paso a paso en cada acera.
Me veo en un trozo de barro
de lo que fue pared alta y suspendida
Me veo en ese rostro que me es ajeno,
que se ríe de mí y recuerdo que soy él,
distinto ya, no siendo ninguno.
Un día fui una cuadra más allá de la escuela.
Dejé de ser el tímido colegial con lazo azul
y camisa blanca a la espera de letras.
A mamá se le borró la risa al verme en el suelo,
a la salida con escalones de la vereda.
De súbito me fui, se me nublo todo, mi boca
vuelta espuma, contuso dolor en mis huesos.
Estuve lejos sin nada poder distinguir,
sin saber que andaba sin pies por el cielo.
Se hundió en mí la luz de repente.
Nada supe hasta que desperté de otro lado
y lo que estuvo oscuro se alumbró
así no más, encendido bombillo de techo.
Caí de mí, caí de pie, caí de arriba.
Dejé de ir al seminario por el vaso de leche.
Dejé de ir a bañarme desnudo en el río.
El rostro que hacía mofas desde la ventana
del manicomio no volvió a estar donde lo vi.
Mala coyunta, en la playa fui preso.
Mamá se fue sujetando mi mano.
Pidió asear para cuando llevaran su cuerpo.
Quedé entré libros, perplejo, como quien entra
y sale de su propia película en blanco y negro.
Noche, mitad del día, sin irme de esa luz.
La sombra que me venía siguiendo pasó
a un lado mío, nítida, sonriendo,
con una rosa en la mano y un pan por alfabeto
Bajo la luz proverbial de la Habana
a Celsa y Gabriel
Cuando llegue me informaré cómo ir a Trocadero 162.
Llegar sólo quiero como uno más que suma
sus pasos tras la cantidad hechizada.
Dije eso a mis amigos en el avión. Les dije
que el hilo estaba ahí en la punta de mis pies,
que no hicieran esfuerzo por verlo porque se trata
de cosas que no se dan por vista sino por Fe.
Al regreso voy a compartirlo con Celsa
quien me dijo para donde miraba el tokonoma;
esto retuvo mi pensar mientras descendimos a la pista.
El vuelo 126 con escala en Panamá City
aterrizó en la noche venteada de la isla.
Supuse la enorme respiración de un batracio
inhalando para si todo el aire pasmado del trópico.
Las palmeras bailaban un suave bolero en el horizonte.
Una larga, escasamente alumbrada avenida nos trajo
al Hotel Inglaterra donde un trío animaba el lobby.
El que punteaba las cuerdas sonreía con una dentadura
blanquísima cual las teclas del piano sobre el que
otro movía sus dedos, un trozo de noche
su piel enfundada en una blanca guayabera.
Seductiva, la voz del que portaba las maracas
espaciaba los sucesivos pasos que una pareja
deslizaba con soltura en el piso de mosaico.
Dos manos salidas de la misma noche percutían
el cuero de los bongós de la fiesta innombrable.
Algo de fogaje anidó escalofrío en mis huesos.
Bebí una caliente limonada y dormí como pez
envuelto en el mar de unas pulcras sábanas azules.
Soñé con tritones nadando alrededor de la cama
mientras la música permanecía en mis oídos
como el furtivo son de la orquesta de Valenzuela.
Aguardé el cristal de la mañana para hacer
lo que había venido hacer: visitar la casa del poeta.
Brisa y bruma en la única y sola claridad insular
disputando al cielo su esplendor circundante,
finísima luz esparcida en la boca de los barrios
como si soplada fuera por boca de Dios.
-¡Pare cochero! ¿Cómo ir a casa de Lezama?-
Clamé en la esquina contigua al Hotel Inglaterra.
-No ando en esa ruta, pero podemos arreglarnos-.
Dijo él con la misma cadencia del son en el sueño.
-Vamos a hacer una cosa para que no incumpla su ruta,
le pago doble y de regreso me deja cerca-.
sugerí y enseguida me ofreció un paquete de Cohibas.
Ya en la estación, mi oferente servidor me invitó a bajar
y referíame en pocas palabras la historia patria
como quien da al visitante un rojo clavel.
Un mojito me acarició el paladar, mirando las olas.
Mi anhelo crecía por la cercanía del encuentro.
Habíamos acordado que me dejaría una esquina antes
y así no le haría infligir el estatuto de cocheros.
Las fachadas: derruidas unas y otras restauradas
retenían por instantes mi atención en el recorrido.
Estaba ya en Trocadero 162.
Imaginé la caminata diaria del maestro por esta calle.
Quise verlo tal como lo captó el lente de Jeese,
bajando la acera en compañía de Cortázar y al fondo
pasa una pareja de negros contoneando
sus pronunciados traseros.
Mi afiebrada imaginación insuflada de hechizo
me hablaba con voz rumorosa de un caracol.
Con un saludo pitagórico vino a atenderme
el duendecillo sonriente de una señora que condujo
mi visita atendiendo del todo la intensión barroca
del habitante, viajero inmóvil, buzo de las letras.
La secreta correspondencia aguardaba conspicua
tras la puerta del estudio y se mostró
en los manoseados títulos de su biblioteca,
en el brillo que descendía a los objetos
dejando adivinar el encuentro permanente
con sus discípulos en una hora puntual como esta:
bajo la luz proverbial de La Habana.
El río
El río me deshace la voz.
Yo entro. Yo salgo. Yo soy el tiempo.
La boca se me hace agua.
Estoy llegando por un camino largo
que lleva a los azules del cerro.
Un mango: dulce su pulpa
y adentro la semilla discreta.
Yo entro. Yo salgo. Yo soy el tiempo.
Los ojos se me vuelven barro.
Para el clavado la piedra más alta.
Estoy en el fondo de sus aguas revueltas.
El quiebre de cuerpo ha de ser antes que
el rostro vencido de los ahogados
se me adelante y pida me quede
a cantarle al musgo, a los peces,
la canción titilante del recuerdo.
Mis brazos se hunden en el tiempo,
cuentan las pisadas de Pedro
antes que fuera hecho.
Yo entro. Yo salgo. Yo soy el agua.
Tinta invisible sobre un papel dejo.
Mi río está muerto. Ya no es el mismo
que desnudaba lentamente mi cuerpo.
Sólo vuelve a la ciudad cuando llueve_
vestido de escombros dando vueltas.
Mis pasos sobre él andan inversos.
Ayer que sólo tendrá hoy en este poema.
Blanco
Saber que no se puede escribir es
una forma de escribir.
Robert Walser
No estoy diciendo lo que voy escribiendo.
No voy escribiendo lo que estoy diciendo.
Escribir nada delante de nada que pide ser
llenada de nada. Nada escribo y, esto, ya,
es nada, nada: escritura de nada, nada, sin
nada escribiendo nada.
Palabras
Was sich in der Sprache spiegelt
kann ich nitch mit ihr ausdrucken*
Wittgenstein, Diario, 1915
Hay palabras que nos desdicen y a su
vez son las que mejor nos dicen.
Me doy a oír lo que dejan al callar y,
no obstante, revelan el tránsito que
las trajo a mí, solas y pronunciantes.
Las palabras hablan desde el silencio
que las precede. Espero de ellas sólo
el breve decir de lo que nombran.
Mirar las estrellas desalojando su brillo
y, lo invisible, traduzca en infinito lo
visible, asible, a partir de una sílaba.
Amo este decir, puede asistirme en la
oscuridad, servirme de lámpara en el
camino por el que voy unas veces y
otras vuelvo, amparado en ellas. Sí.
Las palabras flamean antes de apagar
el espectral vacío por donde vuelven.
Si me pregunto de dónde vienen, diría
que de lo que impronunciables revelan_
este claro en que puedo decir lo que
dejan en mí viajando por dentro. La voz
que sigo leyendo en la página/ en la
anterior/ la que estuvo/ y en la siguiente/
como lo hará, sin que llegue a saber
cómo y cuándo.
*No puedo expresar con el lenguaje
lo que se refleja en el lenguaje
Mar de fondo
Tal vez sólo sea el mar;
no queda distante de aquí.
La brisa me llama por el nombre
por el cual me conocieron en la bahía:
Nadie. Aquél que habitó el último rancho
entre pinturas y botellas que el sol espejeaba
resplandeciendo en la orilla. Aquél de siempre
que tuvo por pan su sed. Aquél a quien su ocre
soledad le tuvo por textura la piel y su sombra
supo devolverle en filamentos de luz. Tal vez
sea de nuevo ella, su saludo solar, me digo,
solo, bajo el cielo de este paraje donde
creí escaparme de su abrazo. Ondular
de aves en un mudo cielo. Guijarros,
conchas que la playa lleva, trae y
arroja hasta mí. ¿Cómo escapar
de tu inescrutable hondura?
País.
Jazz de las gandolas
Las gandolas atraviesan la noche
llevando la necesidad puntual
o la más onerosa vanidad.
Las he visto partir haciendo sonar
la orquesta de sus motores
al lado de somnolientos autobuses.
Acelerando el saxo de sus bujías,
el clarinete de sus radiadores,
el trombón de su pesada carrocería.
A sus choferes se les conoce el ángel
por la abismada pupila, por sus ropas
impregnadas de monóxido y gasoil,
por el desdén en el trato con los que
les son indiferentes en las desveladas
estaciones que aguardan en el camino.
Hablan una jerga de pedestres palabras.
Silban canciones si el destino se alarga
y el monótono bostezo de la brisa
los inunda de sueño o descompone.
Llevan por valija recuerdos de cuando
no eran tránsito y era grato el calor
de los hijos y la mujer que los espera.
Pernoctan donde la noche los venza,
en colgaduras de chasis y remolques.
Son antiguos guerreros despeñados,
gente que habita un solo lugar:
la carretera. Habrá fiesta cuando
regresen, si regresan, si la promesa
de Ulises era cierta.
Jazz de la valija
En esta esquina he de abrirla.
Tal vez esté allí un tibio sol
esperándome callado.
Le hablaré de cuánto anduve
o dejé de andar en el propósito.
La verdad que obtuve de la noche
y su invisible gravedad tal una leve
composición escrita en mis huesos:
letra que nombra a mi sentido.
Sílabas que dieron paso a esta frase.
Aprehensiva velocidad de cuanto
no dijimos en ella o guardamos.
Elegido humo de lo precario,
adolescente brisa y su miga de nada.
Subiste al ring envestido por tu peor
enemigo: turbina de una enfermedad
que tregua no te ha dado desde niño.
Cifraste la melodía entre las vueltas
que daba tu rostro entre caída y caída,
levantamiento que deleita todo derribo.
Me dijiste que no era grande
ni pequeño, que sólo era.
El instrumento estaba ahí.
Esperaba la voz que le atendiera.